
Tomás Straka
Es abrumador todo lo que se le señala al Estado venezolano con respecto a la situación de los Derechos Humanos. Por solo nombrar tres casos notorios, la Corte Penal Internacional encontró méritos para abrirle una investigación formal en 2021, Human Rights Watch le dedicó una buena porción de su informe de 2020, y la alta comisionada de DDHH de la ONU, Michelle Bachelet, en su informe actualizado en 2021, presentó una larga lista de problemas. Simultáneamente, organizaciones no gubernamentales, líderes sociales, políticos y religiosos, periodistas y académicos venezolanos, han formulado numerosas denuncias sobre la administración de justicia, el uso de la fuerza pública y la situación de los medios de comunicación. Si sumamos que el gobierno venezolano –es decir, el que tienen ejercicio efectivo del poder en Caracas- no es reconocido por numerosos países, y que muchos funcionarios sufren sanciones, el panorama parece acercarse al de una especie de “Estado forajido”.
Por eso puede sorprender, sobre todo a los más jóvenes, que en otro tiempo fuimos una referencia justo por lo contrario. Que no solo tuvimos algunos de los abanderados más importantes de la región en la lucha por el respeto a las libertades y la dignidad de las personas, sino que desempeñamos una participación clave en la creación del Sistema Interamericano de Derechos Humanos, cuyo primer director fue nada menos que Rómulo Gallegos. Este hecho, básicamente desconocido por la mayor parte de los venezolanos, demuestra lo grande y lo lejos de la importancia venezolana en la construcción de la democracia y la promoción de la libertad latinoamericanas. Pero también, y de forma menos alentadora, demuestra que al parecer nunca se supo demasiado, que en su momento no solo se valoró muy poco, sino que fue objeto de crítica por sectores muy influyentes, y que hoy está sumergida en esa espesa bruma de olvido que envuelve a nuestra visión de la historia, sobre todo la contemporánea.
Las consecuencias de esa bruma son prácticas y muy importantes. Como un amnésico que en realidad no sabe quién es, los venezolanos evaluamos quiénes somos, tomamos decisiones y hasta nos ponemos a imaginar el porvenir. Conscientes y alarmados por ello, PROVEA, la famosa organización no gubernamental venezolana de defensa de los Derechos Humanos, ha emprendido el proyecto por rescatar aquella experiencia y ponerla a alcance de la mayor parte de personas posibles. Su objetivo no es sustituir una bruma por otra, construir una mitología heroica ni repetir el expediente, tantas veces usado en la manipulación política de la historia, de que “seremos porque hemos sido”.
No, PROVEA no quiere crear tautologías ni ilusiones con el rescate y difusión de la memoria. Quiere convertir a nuestra experiencia democrática en un legado útil para la construcción del futuro. Se trata de valores y realizaciones nuestras, que forman parte de nuestro bagaje, pero que al desconocerlos, como quien desconoce un tesoro sobre el que está parado, no lo podemos aprovechar. Conocer el papel de Gallegos como primer presidente de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en 1960, no es un preciosismo. Uno de sus efectos inmediatos, por ejemplo, es la creación de referentes de civismo en la larga ristra de caudillos y dictadores que ocupan buena parte de nuestra historia. Un coraje distinto al de las cargas de lanceros, una estatura ética cimentada en el intelecto, el apego a las leyes y el ejercicio ciudadano, que descuella con tanta fuerza como las proezas guerreras, abre horizontes distintos en la sociedad. Igualmente, aquel Gallegos ayuda a desmentir una narrativa según la cual todo fue oscuro en la democracia nacida en 1958, donde los “villanos” son los gobernantes y funcionarios electos democráticamente, y los “héroes” quienes quisieron derrocarlos con las armas y apoyo extranjero, especialmente de la Cuba de Fidel Castro. Por último, como veremos más abajo, nos revela que su legado se tradujo en instituciones que de forma concreta están ayudando a los venezolanos en esta hora de desasosiego, que no se trató de arar en el mar.
Pocas veces, entonces, estamos ante una evidencia tan clara del valor cívico de la memoria. Pero eso es solo la mitad del asunto. La otra parte es cómo llevar esto a la mayor cantidad de personas posible. A este punto PROVEA ya había entrado en contacto con la oficina del Instituto Latinoamericano de Investigaciones Sociales (ILDIS), de la Friedrich Ebert Stiftung. Uno de sus investigadores, el historiador Neller Ochoa, reunió la información, rescató y analizó los datos, perfiló conclusiones y de seguro los discutió largamente con todos los involucrados en el proyecto. Quien tenga noticias de los trabajos de Ochoa puede hacerse una idea de la acuciosidad de su investigación. Pero no se trataba de escribir una monografía nada más. ¿Cómo hacerla atractiva y accesible para todos? Sería interesante saber el orden del proceso por el que llegaron a la solución que finalmente tomaron, pero el resultado ha sido lo más llamativo y revolucionario del libro: una novela gráfica.
Aunque es un género en el que probablemente pocos habrían pensado, se trata de ese tipo de cosas que están ahí, frente a nosotros, y en las que al fijarnos nos hace reconvenirnos sobre por qué no nos dimos cuenta antes. Los valores pedagógicos del discurso visual están ampliamente comprobados. Desde el arte rupestre al uso de los cómics con fines propagandísticos en la Segunda Guerra Mundial; desde el arte sacro a los afiches, las imágenes se han usado una y otra vez para transmitir ideas. En alguna medida, puede decirse que PROVEA y el ILDIS han producido algo tan potente como un retablo, de esos que los misioneros llevaban de pueblo en pueblo con escenas de la historia sagrada, en los que las personas en trance de evangelización podían hacerse una imagen de los parajes celestiales o los prodigios de los santos y profetas de los que se les platicaba.
Claro, acá hablamos de un retablo cívico y moderno, de papel y no de madera. Género enraizado en la tradición del cómic, la novela gráfica permite seguir cinematográficamente –cada viñeta es como una toma de una película- la historia que puede entenderse por la imágenes, un poco al modo del cine silente o de lo que ya se hacía en el arte religioso; o en lo que puede leerse aquello que los personajes hablan o piensas a través de los globos o bocadillos. Es enorme el camino transitado desde las tiras cómicas de inicios del siglo pasado, a las propuestas visuales y las temáticas de los cómics y las novelas gráficas actuales. Gallegos, hombre de una sola calle (Caracas, PROVEA/ILDIS, 2021), es un ejemplo de ello. Su producción tenía que ser dejada en manos de expertos. Así, Héctor Torres, una de las voces más robustas de la literatura venezolana actual, se encargó de la historia; y las ilustraciones corrieron a cargo de José Luis Couto. El resultado abruma, pero en un sentido mucho mejor que las denuncias sobre el Estado venezolano. Son cuarenta y ocho páginas que arrancan perfilando a Gallegos como hombre, en medio de las tormentas personales y nacionales que lo angustian (el ambiente noir, casi policial, escogido por Couto, ayuda a transmitir esa tensión). Aquello es una especie de gran prefacio para llegar al momento en el que la OEA creó la Comisión de Derechos Humanos (CIDH) en 1959 y el gobierno de Rómulo Betancourt postuló a Gallegos.
No es cosa de narrar lo que Torres y Couto ya hicieron con precisión histórica, enorme calidad gráfica y agilidad. Por eso solo resaltaremos dos cosas, para cerrar esta nota como invitación a la lectura del texto: primero, que los autores pusieron de relieve la relación indisoluble entre la democracia, la libertad y los Derechos Humanos. Muy pronto queda claro que los principales desafíos para la Comisión eran los mismos de la democracia venezolana: la dictadura de Rafael Leonidas Trujillo, que en el mismo 1960 intenta asesinar a Betancourt con un atentado dinamitero; y el régimen de Fidel Castro, que un año después se declara comunista. Gallegos, en lo que fue el último y trepidante envión de su vida, tuvo que enfrentarse a aquellos dos extremos. Marca un hito al establecer que la comisión debe actuar como la Cruz Roja, escuchando directamente a las víctimas. Así, mientras gran parte de la intelectualidad del mundo aplaudía a la Revolución Cubana, la comisión se fijaba en los fusilamientos, aparentemente interminables, en la fortaleza de La Cabaña; en los numerosos presos y en las personas que eran expulsadas de su patria.
De ese modo la Comisión produjo dos informes reveladores: Informe sobre la situación de los Derechos Humanos en Cuba (1962) y el Informe sobre la situación de los presos políticos y sus familiares en Cuba (1963). Gallegos con otros miembros del organismo visitó los campos de refugiados en Miami y oyó sus historias. Esto se relaciona con el segundo punto a resaltar: termina el libro con una especie de apéndice con los venezolanos que presidieron la CIDH y con un colofón en el que se ven seis imágenes: un grupo de migrantes venezolanos atravesando un puente, unas carpas de refugiados y un grupo de representantes de la CIDH que deciden visitarlos y recoger información. La relación con lo hecho por Gallegos en Miami es inmediata. Es otro de los grandes legados que el escritor dejó a sus contemporáneos y la prueba de por qué el pasado es, comprendido y aprehendido, una palanca para impulsarse hacia el porvenir.
El prólogo de Rafael Uzcátegui es todo un tratado no solo sobre la memoria en general, sino de la injusticia en particular con la que la intelectualidad venezolana trató a Gallegos por mucho tiempo. Se afinca Uzcátegui en sus recuerdos de la adolescencia y la primera juventud en las décadas de 1980 y 1990, para subrayar cómo en ello hubo mucho de los enconos de cierta izquierda que obnubilada por la Revolución Cubana, le cobró su indeclinable compromiso con los Derechos Humanos. Como quien escribe es coetáneo de Uzcátegui, puede dar fe de aquello. Ojalá que con este “retablo” que narra la vida y ejecutorias, no milagrosas, pero sí extraordinarias de Gallegos, los misioneros de la defensa de los DDHH logren revertir, al menos en parte, todo el daño que aquello causó. Que el retablo de nuestro gran novelista cívico sea un instrumento para la salvación de la democracia y la libertad. Que lleve a todos la buena nueva de la dignidad.
Héctor Torres y José Luis Couto, Gallegos, hombre de una sola calle, Caracas, PROVEA/ILDIS, 2021, 49 pp.
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