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Tara cultural vs institucionalidad

Rafael Quiñones

12.06.24

Hace casi 70 años, un sociólogo norteamericano de nombre Edward C. Banfield se instaló en un pueblecito de la región de Lucània, en el sur profundo de la península italiana, entre Apúlia y Calabria. Aquel libro nacido de Lucània, “The moral bases of a backward society”, publicado en 1958, señaló un elemento que llamó “familiarismo amoral”, principio según el cual los individuos velan, sobre todo, o sólo, por ellos mismos y por su familia.  Cualquier cosa que hagan en beneficio propio o de los parientes próximos, será moralmente positivo y reconocido como tal, aunque a nivel legal sea un crimen.

Adicionalmente, cualquier cosa que hagan para engañar o aprovecharse de las instituciones, del Estado o de cualquier instancia pública, fiscal, legal o administrativa, será prueba de habilidad y de inteligencia y reconocida como valor positivo. En consecuencia, explica Banfield, en una sociedad de familiaristas amorales, nadie procurará el interés de grupo o de la comunidad excepto si encuentra alguna ventaja privada. En una sociedad de familiaristas amorales sólo los funcionarios y quienes tienen un cargo se ocuparán de los asuntos públicos, porque sólo a ellos les pagan para hacerlo (y de forma mediocre). Si un ciudadano privado tiene un interés serio por un problema público, será visto como una cosa anormal o incluso inconveniente. En consecuencia, dentro de una sociedad de estas características, habrá poco control de los cargos públicos o de los funcionarios, porque este control es únicamente cosa de los mismos funcionarios o cargos.

El libro de Banfield reforzó una tendencia en las ciencias sociales y políticas de que existen sociedades con taras culturales prácticamente incurables que le imposibilitaban vivir en democracia y bajo los valores de la modernidad (los habitantes de Lucània eran admiradores de la dictadura de Benito Mussolini, entre otros rasgos observados). Los estudiosos del caso venezolano veían en la ciudadanía del país la supuesta tara de sus habitantes para vivir en democracia y en los últimos 25 años, ese prejuicio se ha reforzado aún más.

Entonces, ¿los venezolanos están predeterminados a nunca vivir libres y en un sistema democrático porque son tarados culturalmente? La respuesta es no. En el caso venezolano se vendió la idea de que la única manera de alcanzar la modernidad política y económica en América Latina era a través del modelo positivista, el cual concibió el progreso de las sociedades de una forma lineal y única a través del modelo europeo, especialmente el anglosajón.

Pero, ¿realmente la cultura no tiene nada que ver con el éxito y fracaso de las naciones? Sí y no. Sí, en el sentido de que las normas sociales, que están relacionadas con la cultura, importan y pueden ser difíciles de cambiar y, en ocasiones, apoyan o adversan a las instituciones. Y no, porque los aspectos de la cultura que se suelen destacar (religión, ética nacional) no son importantes para saber por qué prospera o sucumbe una democracia en un país dado. La moral y las inclinaciones éticas de las personas, ya sean construidas esencialmente por sus experiencias personales o por la cultura en la que se criaron, son importantes en general, pero poco relevantes para definir la convivencia en sociedad. Podemos decir que es más importante la construcción de un andamiaje de reglas y pautas de conductas, las llamadas instituciones, para que los individuos, más allá de sus inclinaciones morales particulares, las acepten para garantizar su propia sobrevivencia, competencia y su cooperación en sociedad en la persecución de sus objetivos, sean propios o colectivos.

Las instituciones al ser normas que constriñen nuestro comportamiento, también constriñen al poder, sea de los particulares, sea del Estado en su rol para limitar la violación de la libertad entre los propios sujetos. Las sociedades libres se construyen por un complejo andamiaje de reglas e instituciones, tanto a nivel vertical como horizontal, tanto alrededor del Estado como alrededor de los individuos sometidos a su poder, para asegurar de estos últimos el mayor nivel de libertad que puedan disfrutar sin aplastar  la de sus coetáneos, y que la función del Estado de evitar que la libertad de algunos individuos aplasten a los otros se convierta en tiranía y corrupción.

Una sociedad débil institucionalmente, llámese Lucània o Venezuela, genera tanta falta de cooperación entre los ciudadanos para fines comunes como autoritarismo y corrupción en el uso del poder político. Sin reglas y mecanismos para asegurar la vigencia de las instituciones, tanto para contener el poder bruto del Estado como las interacciones de los individuos, la libertad muere y la miseria prospera. Las élites venezolanas, ya sea por su incompetencia en crear instituciones libres o su deseo de crear instituciones políticas y económicas extractivas que les beneficiaran exclusivamente, creyeron que el ciudadano promedio era un tarado culturalmente. Y si la ciudadanía era tarada tanto para ejercer su libertad en lo político, económico y social, era necesario imponer un uso autoritario del poder político para evitar que la sociedad se desintegrara.

Pero el verdadero origen de la corrupción no es la condición cultural de una ciudadanía ni la honestidad personal de sus gobernantes, sino que por medio de la libertad protegida por instituciones una sociedad será honesta, incluso si quienes están en el poder son unos delincuentes. El verdadero origen de la corrupción es el poder, sea el de un individuo o el Estado y a este se le contiene entre normas e instituciones estables. Necesitamos de la institucionalidad del Estado para regular que el poder de determinados individuos pueda ser usado para coartar la libertad de otros; pero a su vez necesitamos una institucionalidad dentro y fuera del Estado para evitar que el mismo haga desmanes sobre la libertad de todos los individuos en sociedad, no caiga en la corrupción, y facilitar la confianza y cooperación de los individuos más allá de su núcleo familiar.

Lograr la libertad es un proceso; hay que recorrer un largo camino en el pasillo antes de que la violencia se controle, las leyes se escriban y se impongan, y los Estados empiecen a proporcionar servicios a sus ciudadanos. Es un proceso, porque el Estado y sus élites deben aprender a vivir con las cadenas que les impone la sociedad y diferentes sectores de la sociedad tienen que aprender a trabajar juntos a pesar de sus diferencias”. (Acemoglu y Robinson, 2019, “El pasillo estrecho”, Pág. 12).

En la mayoría de lugares y en la mayoría de casos, los fuertes han dominado a los débiles y la libertad humana ha sido anulada por la fuerza o por las costumbres y normas. O los estados han sido demasiado débiles para proteger a los individuos de estas amenazas, o los estados han sido demasiado fuertes para que las personas se protejan contra el despotismo. Únicamente cuando se logra un equilibrio delicado y precario entre el Estado y la sociedad, logra emerger la libertad” (Acemoglu y Robinson, 2019, Pág. 5).

La democracia no es cuestión de tara cultural de sociedades o individuos, sino de instituciones eficaces y robustas que internalizan los valores de la democracia y la libertad en los ciudadanos más allá de su moral privada, creando incentivos para la cooperación entre otras personas, el ejercicio de derechos políticos y la vigilancia frente al poder. Lo contrario, son coartadas fáciles de ciertos políticos, empresarios e intelectuales, entre otros, para imponer tiranías que le sean favorables a sus perversos intereses particulares.

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