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Recordar a Auschwitz*

Tomada de Royal Ontario Museum

Tomás Straka 11.02.25

El 27 de enero de 1945 los soldados de la 322va división de fusileros del Ejército Soviético se encontraron con una imagen que los dejó atónitos. Era algo parecido a una inmensa cárcel abandonada, con torres de vigilancia y alambradas de púa.  Lo envolvía un denso hedor a muerte. Cuando entraron a la estructura pudieron ver cerros de cadáveres amontonados por todas partes.  Ancianos, mujeres, niños, de todo. Los cadáveres, además, mostraban un aspecto perturbador. Eran de personas con la apariencia enfermos terminales o de náufragos con semanas sin comer.  Pronto encontraron a algunos prisioneros con vida que tenían las mismas características.  Parecían confirmar los viejos mitos de los muertos que andan. Ni los soldados, ni prácticamente nadie en el mundo, habían visto nunca algo así.  ¿Qué podía ser aquello? Sin sospecharlo, los soldados de la 322va división estaban por revelar al mundo uno de los episodios más escalofriantes de su historia: Auschwitz, por varias razones el más famoso de los campos de exterminio nazis. 

Hace diez años, cuando escribí para un artículo de prensa el párrafo que acabo de leer, me preguntaba qué nos podía decir en 2015 aquella fábrica de muerte y destrucción moral.   Hablaba entonces de la masacre de Charlie Hebdo, de algunas que habían ocurrido para la fecha en Nigeria y de las ejecuciones que perpetraba ISIS, que en aquel momento parecía indetenible.  Me alegraría mucho decir que, a una década, todo aquello ha quedado muy atrás.  Pero el hecho es que no es así.  El mundo está incluso más agitado en 2025, con cruentas guerras en curso y tensiones que hacen temer otras más, con un proceso de autocratización avanzando en muchas partes, con la puesta en cuestión de los Derechos Humanos, de las relaciones internacionales regidas por principios y de la convivencia en la diversidad. Así, el acto que nos convoca hoy, que es fundamentalmente una manifestación por el respeto a la dignidad de los humanos, sigue siendo, a más de necesario, urgente.   Como en 2015, y como seguramente será en 2035 y 2045,  recordar Auschwitz es un llamado a la reflexión ética.  Y si en el 2145, por ejemplo, la humanidad por fin ha superado su tendencia a matarse a sí misma, esta recordación seguirá siendo un imperativo ético: sólo de esa manera podrán comprender aquellos hombres y mujeres del siglo XXII comprender la importancia de no repetir lo que, ojalá, ya entonces habrán dejado atrás.

La Segunda Guerra Mundial fue el marco de algunas de las peores expresiones de crueldad de las que se tenga noticia.  Fueron unos años, desde la inmediata preguerra hasta el inicio de la Guerra Fría, en los que se llevaron a cabo bombardeos inmisericordes a la población civil, como los sufridos por Londres, Rotterdam,  Belgrado, Guernica, Nanking, Dresde o Varsovia, por solo nombrar algunas; episodios de violencia sexual generalizada como el de la Violación de Nanking (después del bombardeo sistemáticamente de la ciudad, se violó a las mujeres sobrevivientes, unas veinte mil) o los protagonizados por el Ejército Soviético en su avance por Alemania; la esclavización masiva de personas,  torturas, ejecuciones de poblados enteros, hambrunas como la de la India en 1943, democidios (es decir, destrucción de naciones completas, como las minorías alemanas en Europa Oriental) y, por si fuera poco, el horror de dos detonaciones atómicas.  Y aún así, pese a todo ese horror, los campos de exterminio nazis sobresalen por la frialdad y eficiencia de su organización industrial. Tal vez la primera lección que debamos sacar de Auschwitz sea precisamente esta: la de aquello que puede hacerse cuando los últimos avances de la ciencia y la tecnología se emplean sin el respaldo de criterios éticos.

En efecto, la tentación de pensar que “por ser técnicamente posible, es éticamente aceptable” (la frase es de Juan Pablo II), sigue seduciendo a muchas personas.  Los avances de la ciencia pueden ser la solución para el hambre y muchas enfermedades, pero también para destruir al mundo.  Todo depende de lo que decidamos hacer con ellos.  Cada vez esto es más patente, por lo que desde hace un  par de décadas numerosos pensadores y juristas han reflexionado sobre este punto, en vista de lo que la ingeniería o la gerencia son capaces si no hay criterios éticos que respalden a las acciones.  Hoy la medicina lleva a situaciones de conflicto moral, como la de los experimentos con embriones (¿cuándo los humanos empezamos a serlo? ¿Cuándo empieza a ser asesinato matar a una criatura?), la eugenesia (¿vale la pena prolongarle la vida a alguien que sufre horrores sin esperanza de recuperación?). Somos nosotros,  es decir, nuestras decisiones y acciones, los que podemos apretar el botón del Apocalipsis.   Son casos en los que el fantasma de Auschwitz está presente.  La tecnología y eficiencia gerencial del campo pudieron usarse de mil maneras distintas, pero fue una decisión (la “Solución Final”), basada en prejuicios barnizados con criterios científicos, los que los convirtieron en esos montones de cadáveres que los soldados rusos descubrieron hace ocho décadas. 

En el complejo de Auschwitz, que abarcaba unos cuarenta campos de concentración y de exterminio, murió alrededor de un millón de personas.  Era una matanza con lógica industrial, un poco como las de las granjas que crían masivamente pollos u otro animal, explotándolos hasta sus últimas capacidades y, cuando ya no pueden más, sacrificándolos. Se comenta poco, pero los campos solían proveer mano de obra esclava para el aparato industrial de Reich, muchas veces empresas que hoy siguen existiendo.  En la actualidad este tipo de granjas representan un conflicto moral para muchos, que solicitan su eliminación.  ¿Cómo fue posible que ochenta años atrás se le aplicara la misma lógica a seres humanos?  La respuesta es tan sencilla como escalofriante: porque a los prisioneros no se les consideró humanos.  El 90% de aquellos asesinados fueron judíos.  En el crimen del que fueron objeto vemos, de forma mucho más clara que en los campos de batalla o en los bombardeos aéreos, la forma en la que la lógica tecno-científica sin ética puede llevar al horror.  El viejo antisemitismo –ese conjunto de temores y odios que en este acto hemos suscrito enfrentar- halló un nuevo aliento en teorías seudocientíficas de razas biológicamente superiores e inferiores, de pueblos “puros” y de otros que, como virus, se mezclan con ellos, “degenerándolos”, y que, por lo tanto, deben ser eliminados como quien elimina cualquier factor contaminante.   Así, la biología, la antropología y la medicina no sólo racionalizaron al antisemitismo, dándole un supuesto soporte científico, sino que aplicaron sus capacidades técnicas para masacrar a los judíos.  De los antiguos pogromos, que solían ser de pobladas enardecidas, se pasó a todo un sistema frío, calculado, industrializado.  Y no es que se hicieron pogromos en la Segunda Guerra Mundial.  A los judíos los nazis y sus aliados los persiguieron y asesinaron de todas las formas posibles.  Fue precisamente para buscar una mayor eficiencia en el afán asesino que se diseñó, con toda las capacidad técnica y gerencial de la que era capaz uno de los países más industrializados del mundo, el sistema de los campos de concentración y de exterminio.

Los primeros ensayos arrancaron con programas de eugenesia para niños con retardo mental y malformaciones (sí, los nazis también mataron a estas personas). Auschwitz fue inicialmente pensado para concentrar a la población polaca del lugar dentro de un programa de germanización.  Aquellos pobladores polacos habrían de ser sustituidos por alemanes, y mientras se les buscaba un destino, la idea era explotarlos como esclavos a favor de la industria.  Pero cuando se decretó la llamada Solución Final, con la que se esperaba acabar con los judíos de Europa, el complejo fue creciendo, hasta convertirse en el campo de exterminio más grande de los muchos que erigió el Estado nacionalsocialista.  Sus conexiones ferroviarias fueron una de las razones para escoger el sitio: comenzaron a llegar judíos de toda Europa, que eran clasificados según sus potencialidades para el trabajo.  A la mayor parte, especialmente los niños y ancianos, se les sacrificó tan pronto bajaban de los vagones, por su inutilidad para el trabajo.  Al resto, en realidad la minoría, se les esclavizó, o se les hizo objeto de experimentos médicos, o hasta de estudios antropológicos, o, en general,  las tres cosas.  Y a todos se les robó, literalmente, con la confiscación de sus pertenencias, incluyendo sus lentes, zapatos y dientes de oro.  Sus cabellos fueron usados como materia prima para tejidos.

Joseph Mengele vio en los prisioneros de Auschwitz una fuente inagotable de conejillos de indias para sus estudios genéticos.  Por su parte la psicóloga y antropóloga Eva Justin no tuvo empacho en usar a los gitanos del campo para sus estudios antropológicos, sin importarle su suerte posterior.  Si la Solución Final apuntaba hacia un reacomodo “científico” del mundo con base en la entronización de una raza biológicamente “superior”, también fue una gran industria al servicio de la economía de guerra del Reich.  La confiscación del equipaje en Auschwitz solía ser el último eslabón de una larga cadena de despojos, que comenzaba con industrias, fincas, inmuebles, joyas, objetos de arte y otros activos.  Hombres como Adolph Eichmann son tan emblemáticos de la naturaleza de estas empresas de lo que fueron Mengele o Justin.   Por sus extraordinarias dotes gerenciales, este contador logró ascender en las SS hasta ocupar un lugar clave en los procesos de deportación y ejecución de judíos. Con dotes de organización y capacidad de trabajo para ser CEO de un empresa global; meticuloso, incapaz de robarse un Reichmark, se encargó de optimizar los procesos de deportación de judíos desde toda Europa, haciéndolos más rápidos y económicos, de su selección en los campos, del uso más eficiente de los recursos de Auschwitz para que las cuentas siempre estuvieran en negro y las metas se cumplieran en los lapsos establecidos. Incluso antes de la huida del campo en medio del colapso general del Reich, se esforzó en tener todos los libros en orden ante la posibilidad de que alguien, en alguna parte, le hiciera una auditoría.  No tenía ningún remordimiento.  Tal vez estaba orgulloso de su trabajo como gerente. Su problema nunca fue la muerte de los judíos (y otros prisioneros): su problema era demostrar su eficiencia y pulcritud en la gerencia.

Fue por Eichmann que Hannah Arendt creó la categoría de la banalidad del mal. Durante el juicio que se le siguió en Jerusalén, a diferencia de otros nazis, no mostró remordimiento.  Se veía a sí mismo como un tecnócrata eficiente, incapaz de un desfalco. Hoy sabemos que muchos nazis además de asesinos fueron ladrones con abultadas cuentas en Suiza, en parte alimentadas por bienes confiscados a judíos.  Eichmann no.  Para él simplemente matar a los prisioneros de Auschwitz era una meta de producción que había que cumplir.   Su frialdad es un llamado a los ochenta años de la liberación de este campo de exterminio: que la insensibilidad psicópata de Eichmann y de tantos más, que el testimonio de los millones que murieron no se olviden.  El riesgo, como vemos todos los días, sigue ahí.  Que nunca logre superar los límites que al odio y a la codicia deben poner el respeto a la dignidad humana.  Es lo que hemos ratificado hoy en este acto, y es por lo que nos proponemos luchar. Es lo que, con este acto de recuerdo, esperamos legar a las futuras generaciones: un llamado ético a que la voracidad homicida, a que la racionalización técnica del odio que fue Auschwitz no se repita nunca más.

*Palabras en la sesión solemne del Consejo Municipal de Chacao, en el Día Internacional de la
Conmemoración de la Memoria de las Víctimas del Holocausto, 9 de febrero de 2025.

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