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Los imperios en la historia de la humanidad: auge, consolidación y caída

Tomada de ined21.com

José G. Castrillo M. (*) 03.06.25

Desde hace tiempo se ha planteado que el orden hegemónico establecido tras el fin de la Guerra Fría atraviesa una decadencia sostenida. Están surgiendo nuevos —y no tan nuevos— centros de poder que competirán con la hasta ahora potencia dominante: Estados Unidos.

A lo largo de los últimos quinientos años, los órdenes internacionales han estado marcados por relaciones de poder entre entidades políticas, como imperios y Estados. En este contexto, una entidad solía predominar, otras se subordinaban a su voluntad, mientras muchas luchaban por obtener autonomía estratégica para hacer valer su soberanía política y sus intereses nacionales.

Hoy, el orden euroatlántico —que representó durante décadas la centralidad del poder hegemónico global en los ámbitos político, económico, militar y tecnológico— está siendo desplazado por el eje Asia-Pacífico, con China liderando la competencia estratégica por la configuración de un nuevo orden global poshegemónico.

El peso relativo de Occidente como espacio de poder está siendo sustituido por el dinamismo de Asia-Pacífico. En esta región se concentrarán, a mediano y largo plazo, la mayor parte de la población mundial, la actividad económica y los desarrollos tecnológicos, lo que permitirá a los países que integran el eje, competir o incluso reemplazar a la hegemonía occidental en sus tradicionales ámbitos de influencia y poder.

La revolución de las comunicaciones y la apropiación de los avances tecnológicos por parte de naciones emergentes han roto el monopolio del poder occidental. Las asimetrías —económicas, tecnológicas y militares— entre las grandes potencias y el resto del mundo se reducen de forma sostenida. Esto anuncia la llegada de un nuevo orden global más plural y diverso, en el que ninguna nación, por poderosa que sea, podrá imponer unilateralmente sus intereses, valores o visión política.

Occidente ya no podrá “hacerse grande” de nuevo, como lo fue en los siglos XVIII, XIX o XX. Tampoco podrá imponer sus criterios al resto del mundo sin enfrentar resistencia. Las estructuras fundamentales de la economía global han cambiado de forma tan profunda que ya no es viable mantener el statu quo de dominio occidental: la interconexión económica transnacional y las cadenas globales de suministro se han descentralizado y alejado de las metrópolis tradicionales.

Frente a la emergencia de nuevos actores geoestratégicos como China, Brasil, India, Rusia, Sudáfrica, Turquía, Irán y Arabia Saudita, las élites occidentales deben reconocer la nueva realidad. Su poder ya no es absoluto, y deberán actuar considerando los intereses de estos nuevos polos de influencia.

Actualmente, asistimos como testigos directos a los esfuerzos de Estados Unidos —especialmente durante la segunda administración de Donald Trump— por preservar su hegemonía económica, geopolítica y tecnológica, recurriendo a ideas y acciones propias de antiguos imperios: intentos de control sobre territorios soberanos como el Canal de Panamá o Groenlandia, y una política punitiva basada en aranceles que afecta a prácticamente todos sus socios comerciales. Estas medidas han tenido consecuencias negativas sobre la economía mundial y los mercados financieros, debilitando su liderazgo global.

Las amenazas de invasión y las sanciones contra Estados que, en teoría, son aliados, reflejan una actitud arrogante y anacrónica, propia de imperios del pasado. Bajo el liderazgo de Trump, Estados Unidos parece empeñado en sostener su dominio global sin aceptar la lógica histórica de los grandes imperios: todos atraviesan un ciclo de auge, consolidación y caída.

Vivimos un momento de profunda transformación en la distribución del poder global. Occidente perderá su hegemonía absoluta, pero sí reconoce que esta nueva realidad es parte de una evolución histórica inevitable, podrá adaptarse, conservar influencia relativa y contribuir a la gobernanza global. Para ello, será fundamental reconocer a los nuevos actores geoestratégicos y colaborar con ellos en la gestión de los riesgos y amenazas comunes, que solo pueden abordarse desde la cooperación entre naciones grandes, medianas y pequeñas.

Es claro que nos dirigimos hacia un mundo poshegemónico, y lo deseable es que la transición hacia este nuevo orden sea lo menos traumática posible para la humanidad.

Las potencias dominantes deben comprender que no se trata de su caída, sino del ascenso de otros. Por ello, su poder absoluto —económico, militar y tecnológico— se reduce frente a los nuevos actores emergentes. En la historia de los imperios, este fenómeno ha sido una constante: desaparecen o se diluyen por una combinación de factores internos y externos, lo que puede entenderse como una ley histórica.

La historia de los imperios, en efecto, está marcada por un ciclo inevitable: auge, consolidación y caída. Así ha sido siempre y, probablemente, así seguirá siendo.

(*) Politólogo /Magíster en Planificación del Desarrollo Global.

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