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El fin del empleo: ¿de qué se va a vivir en el futuro?

José Guédez Yépez 09.07.25

Comencemos por la conclusión: la generación boomer fue la última que pudo, en líneas generales y en circunstancias normales, vivir de su trabajo. Este, y no otro, es el principal problema de este siglo 21, porque si las nuevas generaciones no pueden vivir de su trabajo, ¿de qué van a vivir? Estamos hablando de la causa de casi todos los problemas actuales y de la polarización política que tensa las democracias liberales occidentales, y sin embargo nadie habla de eso; nadie.

Como parte de la generación X es más fácil tener perspectiva, porque somos una bisagra o, mejor dicho, la frontera que divide el antes del después. Antes la educación era una inversión y solo con tenerla se garantizaba un buen futuro. Ahora es casi un lujo y, a veces, hasta un mal negocio, porque no garantiza ni el retorno de la inversión de su costo, ni la emancipación del joven. Antes, había movilidad social y con educación y trabajo la gente mejoraba su calidad de vida y obtenía patrimonio. Ahora por más educación y trabajo que se tenga, solo pocos le ganan a la inflación y la mayoría queda destinada a la sobrevivencia sin ahorro ni patrimonio posible. En resumen, antes se podía vivir del trabajo, y ahora no. 

Porque “vivir” significa poder pagar un alquiler relativamente cerca del trabajo (sin necesidad de compartirlo con extraños), poder vacacionar una vez al año, poder ahorrar para afrontar contingencias y asegurarse un buen retiro, y hasta tener en algún momento la posibilidad de comprar activos e invertir. Todo lo que los boomer hicieron, cuando se vivía del trabajo. Estamos hablando de un fenómeno de precarización del salario y hasta de pobreza laboral que afecta principalmente a la clase media, o sea, a los profesionales.  Sin embargo, esa clase media en franca decadencia y retroceso no advierte ni reconoce el problema todavía. ¿Por qué?

Casualidad o no, justo después de la última gran crisis económica mundial declarada como tal, la Gran Recesión de 2008, comenzaron dos fenómenos culturales que, en mi opinión, han evitado que se asuma el tema económico como el principal. Me refiero a la agenda identitaria o progresista, y al auge de las redes sociales. Ambas, a su manera, adormecieron a la clase media, que es la más perjudicada por la crisis económica invisible. La izquierda política dejó de hablar de economía y bienestar colectivo, para dedicarse a temas identitarios y culturales. Dividieron a la sociedad en colectivos estancos abandonando los temas transversales que los unía, como el trabajo y las cosas del comer. Y luego, con las redes sociales, llegó la cultura de la felicidad banal y el éxito falso, que, de forma también muy oportuna, ha amortiguado todo este proceso de empobrecimiento colectivo de la clase trabajadora profesional. Se puede estar peor cada día, creyendo lo contrario, incluso mostrando lo contrario. Quejarse pasó de moda y los hechos fueron sustituidos por la posverdad. 

Como resultado de lo anterior y salvo mejor hipótesis, la crisis económica desapareció tanto del debate político como de la conversación social. Que esto haya pasado justo después del colapso mundial del sistema, da para muchas teorías conspirativas que no pretendo abordar ahora. Lo cierto es que de pronto se comenzaron a derribar las estatuas de personajes históricos, a quienes se acusaba de esclavistas, racistas o machistas por cosas que hicieron cientos de años atrás. Importaban más los problemas de siglos pasados que los desafíos del tiempo presente. Las cosas parecían estar tan bien para la clase media que nos dábamos el lujo de preocuparnos por el bienestar animal y el cambio climático, asumiendo no solo la responsabilidad, sino además el reto de salvar al planeta nosotros mismos, sin reparar en las consecuencias económicas directas de dichas agendas. Convertidos en justicieros de todas las épocas, dividimos a la sociedad entre buenos y malos, instauramos la nueva inquisición de la cancelación y acabamos con el pluralismo democrático. ¿Y mientras tanto qué pasaba?

Se acentuaba la precarización del salario como consecuencia de la instauración definitiva del modelo de financiarización de la economía. Este fenómeno convirtió la economía en un juego de especulación financiera, en el cual ganar dinero con dinero es mucho más rentable que la producción misma. Por eso se ha concentrado la riqueza de una forma desvinculada con la economía real que da sentido al trabajo.  Esto explica que hoy en día el CEO de una empresa pueda llegar a ganar mil veces más que el profesional de menor rango y hasta 300 veces más que un profesional promedio de esa misma empresa. Esta brecha ha aumentado en lo que va de siglo un mil por ciento (1.000%).

Es una especie de obrerización de los profesionales, que explica otro dato espeluznante, la desaparición paulatina de la clase media. En el siglo pasado un profesional con estudios universitarios podía aspirar a una vida estable y ascendente: compraba una casa, mantenía una familia con un solo salario, tenía acceso a salud y jubilación digna, y acumulaba patrimonio con el tiempo. En este siglo un profesional incluso mejor formado y más productivo, solo puede aspirar a sobrevivir: carga con deudas estudiantiles, enfrenta alquileres imposibles, su salario estancado no cubre el coste real de vida, y la idea de ahorrar o acumular patrimonio parece una ilusión. La promesa del trabajo como vehículo de ascenso social se ha roto. ¿Quién nos salva a nosotros?

Todo el milagro económico del capitalismo del siglo 20 se está perdiendo, amenazando con llevarse consigo también la democracia liberal y hasta la convivencia pacífica. Porque este capitalismo ya es otro, uno estrictamente financiero que es incapaz de generar prosperidad en la mayoría de la población a través del trabajo. Por eso en las nuevas generaciones germinan mitos como el de vivir comprando criptos, porque la máxima es la misma: no se vive del trabajo, sino de la especulación. Y no es que a los jóvenes no les guste trabajar o no crean en el esfuerzo, como repiten algunos miopes que no se han dado cuenta que sus paradigmas heredados ya no tienen vigencia fáctica, sino es que ya saben por mera intuición generacional que un empleo fijo no les resolverá su futuro y, por ende, deciden priorizar otros temas. Porque el trabajo es una solución, o no es.

La izquierda le echará la culpa a los empresarios y la derecha al globalismo (el cultural porque del financiero no hablarán), pero ninguno sabe lo que tiene que hacer ni cómo revertir esta situación, si es que quieren hacerlo, más allá de repetir dogmas estériles y enfrascarse en el falso dilema de los impuestos. Ambos bandos ideológicos siguen esquivando el tema de forma sospechosa, porque ninguno habla de la clase media profesional que es el corazón de las democracias occidentales. Ni aumentando el salario mínimo un 2%, ni expulsando a los inmigrantes, se va a resolver ningún problema, al contrario.

Incluso, cuando hablan de otros temas de su agenda, omiten descaradamente la causa común de todos ellos: la economía. El feminismo es claro ejemplo de esto, porque tanto la violencia doméstica como la desigualdad de género, la tasa de natalidad, el aborto y hasta la prostitución, tienen causas estrictamente económicas. Pero se prefiere hablar de las cuestiones culturales que nos dividen en vez de abordar los problemas económicos que nos unen. Claro que existe el machismo, pero a efectos de la política pública lo relevante es la independencia económica de la mujer para evitar su explotación. También sucede con otros temas de moda como el de la salud mental, la migración ilegal, la obesidad y la vivienda, entre muchos otros, todos los cuales tienen sus causas en la economía entendida como la ausencia de salarios dignos, aunque nadie lo diga. Y en cuanto al cambio climático, estamos tan preocupados en salvar a los osos polares que no nos percatamos de la brecha social generada por el acceso a la climatización durante las cada vez más frecuentes olas de calor, donde mueren personas como pájaros sin que se genere ninguna consternación en redes sociales. ¿A qué se debe este pacto de silencio?

He dejado para el final el tema de la Inteligencia Artificial para que no se crea que es la causa. Será quizás el detonante o, al menos, un elemento más de esta crisis sostenida que tiene décadas y que es previa al auge de los LLM. Aunque esto también sucedía mientras derribábamos estatuas y posteábamos comida en redes sociales, porque lo nuevo no es la tecnología que hay detrás, sino la cantidad de datos que de forma gratuita dimos para alimentar el monstruo. Sin saberlo, estábamos entrenando a la máquina que nos va a quitar el trabajo. Y esto afecta directamente a los profesionales, porque la IA no tiene músculos ni hace tareas mecánicas, sino intelectuales. Es un cerebro que, aunque no piensa (todavía), procesa datos de una forma tan eficiente que en muchísimos aspectos es mejor que un humano que duerme, se cansa, se deprime y ocupa un espacio físico dentro de la empresa.

Ya se estima que en apenas dos años se eliminarán la mitad de los empleos de oficina destinados a profesionales junior. El caso es que la IA terminará de acabar definitivamente con el empleo profesional, o, al menos, contribuirá de forma contundente con su precarización. Y aunque de esto sí se habla un poco, nadie está por la labor de proponer soluciones o fijar posturas. Es como si hubiéramos pasado de la negación a la resignación, al punto que se comienzan a oír cosas como la renta universal única, que significa vivir todos del Estado sin trabajar. Que los robots tributen y los humanos vivamos de ellos, pudiera ser un argumento de una película distópica que cada vez luce más plausible. Pero el punto es el mismo, no se vivirá del trabajo.

Este demoledor aspecto que caracteriza a este siglo 21 como único en la historia, ya está teniendo consecuencias políticas. En la última década más del setenta por ciento de las elecciones en países democráticos han sido ganadas por la alternativa de cambio y casi nadie logró reelegirse en el poder, mientras que el péndulo político se sigue moviendo con más fuerza de un lado a otro, alcanzando opciones cada vez más extremas y antisistema. El auge del populismo también tiene su causa en la economía, a pesar de que se prefiera escenificar con esa batalla cultural que invisibiliza convenientemente los problemas reales. Hay incluso quienes señalan que los Estados no tienen ya el poder para intervenir en el sistema económico global, por lo que los actores políticos solo se limitan a señalar culpables y prometer venganza, sin proponer solución. Se turnan el poder usufructuando la frustración social, pero sin cambiar nada de fondo.  

La generación boomer que se hizo a sí misma y ve todo desde su perspectiva ganadora, no tiene la empatía para entender las diferencias estructurales del sistema. Como dice su nombre, ellos, con todo a favor, lograron destacar en medio de la explosión demográfica, alcanzando finalmente la individualización. Por eso prolongarán su hegemonía todo el tiempo que puedan. Son el último eslabón de esa edad dorada del capitalismo que va desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta la caída del muro de Berlín. Lo deseable sería que denuncien el sistema actual usándose a sí mismo como evidencia, pero no pasará. Quizás tampoco pase con las generaciones más jóvenes que siguen entretenidas con las redes, buscando la felicidad en otros rincones distintos al económico. Y es que en general, la clase media no suele tener conciencia de clase y no admitirá fácilmente su crisis y menos su fracaso. Está diseñada para creer en el sistema del que son el producto. Tampoco hay ya sindicatos, partidos o movimientos que hagan bandera de estos temas.

El caso es que el sistema ya no funciona para la mayoría y sin embargo no hay presión de ningún tipo para que cambie. Hasta que pase algo a lo que habrá que conseguirle un nombre por su inminente impacto. Dos generaciones vivas en situación de retiro y dos generaciones laboralmente activas con salarios precarizados o incluso desempleadas. Ya para entonces la mayoría de los patrimonios familiares se habrán agotado. Porque la longevidad, cada vez mayor, es económicamente insostenible con este sistema, aunque nadie tampoco lo diga. Entonces, ¿de qué se va a vivir en el futuro, sino es del trabajo? 

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