
Tomada de Evaneos.es
Andrés Cañizález 25.09.25
Turkmenistán cuenta con el nada halagador indicador de estar junto a Corea del Norte y Eritrea en el foso de los diferentes índices que miden libertades y estado de los derechos humanos. Este país del Asia central, cuyo territorio en su mayoría es desértico y que cuenta con formidables reservas de gas, es una suerte de enigma geopolítico y, sin duda, un bastión del autoritarismo.
Constituida como República Socialista Soviética por largas décadas, el desmoronamiento de la antigua Unión Soviética trajo en 1991 la independencia como nación, pero no la democracia y las libertades para este país de sólo seis millones de habitantes, que en las últimas dos décadas ha estado gobernado por una dinastía familiar que perpetúa una dictadura implacable. Desde su independencia de Moscú, hace 34 años, Turkmenistán ha estado bajo el yugo de un régimen represivo, primero con Saparmurat Niyazov y ahora con los Berdimuhamedow –Gurbanguly y su hijo Serdar–.
Orígenes de una nación
La historia de Turkmenistán está marcada por su pasado nómada y su incorporación forzada a imperios. Habitado por tribus turcomanas descendientes de los oghuz, el territorio cayó bajo el dominio ruso en 1881 tras la masacre de Geok Tepe, donde miles de turcomanos fueron asesinados. En 1924, se convirtió en la República Socialista Soviética de Turkmenistán dentro de la naciente URSS, sometida a colectivización forzada y ateísmo estatal.
La independencia nacional llegó el 27 de octubre de 1991, después de un referéndum. Saparmurat Niyazov, líder comunista desde 1985 y alineado con Moscú, se proclamó presidente y adoptó una política de «neutralidad perpetua» que, en la práctica, aisló al país. Lo que prometía ser una transición democrática derivó en un régimen totalitario, consolidado por Niyazov y heredado por los Berdimuhamedow.
Geográficamente, Turkmenistán ocupa 491.210 km² en Asia Central, el segundo país más grande de la región, tras Kazajistán. Sin embargo, si sumamos la extensión de los estados venezolanos de Amazonas y Bolívar, sería un territorio relativamente similar. Limita al noroeste con Kazajistán, al norte y este con Uzbekistán, al sureste con Afganistán, al sur con Irán y al oeste con el mar Caspio, con una considerable costa de casi 1.800 kilómetros, lo cual le da un valor geopolítico y estratégico al pequeño país.
El desierto de Karakum cubre el 80% de su territorio. Sus reservas de gas le hacen el cuarto productor mundial. Esto de por sí hace de este pequeño país, un país estratégico, pero su ubicación lo expone a tensiones: inestabilidad afgana, disputas por el agua con Uzbekistán y dependencia energética de Rusia y China. La dictadura ha transformado estas fronteras en barreras, restringiendo comercio y contacto cultural.
Dictadura de control absoluto
Niyazov, autoproclamado «Turkmenbashi» (Padre de los Turcomanos), gobernó hasta su muerte en 2006, instaurando un culto a la personalidad que incluyó estatuas doradas y decretos absurdos, como renombrar meses en honor a su familia. Gurbanguly Berdimuhamedow, su sucesor desde 2007, mediante unas elecciones fraudulentas (89% de los votos), mantuvo el autoritarismo, aunque con un barniz de apertura económica. En 2022, transfirió la presidencia a su hijo Serdar, pero conservó el poder real como presidente del Halk Maslahaty (Consejo Popular), un órgano supraconstitucional que le otorga inmunidad y veto. Esta sucesión dinástica consolidó un régimen que combina represión estalinista con excentricidades locales.
Según el informe “Freedom in the World 2024”, de Freedom House, Turkmenistán obtiene una puntuación de 2/100 (0 en derechos políticos, 2 en libertades civiles), y es clasificado como «No Libre» junto a Corea del Norte y Eritrea. Las elecciones de 2023, donde el partido gobernante arrasó sin oposición, fueron calificadas de farsa por Occidente, mientras se denunciaba la falta de pluralismo y la represión de disidentes. La vigilancia es total: los servicios de seguridad monitorean las aplicaciones de VPN de los teléfonos móviles y bloquean el 75% de las direcciones IP globales, creando un «agujero negro informativo», según Reporteros Sin Fronteras (RSF).
Amnistía Internacional, por su parte, documentó restricciones severas a la libertad de expresión y asociación, con persecución a disidentes dentro y fuera del país. La libertad religiosa es inexistente: grupos no registrados enfrentan multas y prisión, y objetores de conciencia –como los Testigos de Jehová– son encarcelados. En 2023, mujeres con hiyab o rosarios islámicos fueron interrogadas por «extremismo».
RSF, en su Índice de Libertad de Prensa 2025, sitúa a Turkmenistán en el puesto 174/180 (puntuación 19.14), solo superado por Corea del Norte y Eritrea. Los medios estatales, como TDH, son órganos de propaganda; periodistas independientes enfrentan tortura y deportación, como el caso de Farhat Meimankulyiev en 2021. Desde 2022, la censura se endureció, con multas por usar VPNs y prohibiciones a críticas al presidente.
La libertad de movimiento está anulada. En 2023, se impusieron pruebas psicológicas y sobornos para pasaportes, restringiendo la salida a menores de 40 años. El trabajo forzado en cosechas de algodón persiste, y la trata de personas es un riesgo latente. El sistema judicial está claramente subordinado al poder presidencial.
La dictadura se manifiesta en casos concretos que ilustran su brutalidad, especialmente desde 2020, según reportes de medios de prensa internacionales. En 2021, El País informó sobre la persecución de activistas en el exilio, como Dursoltan Taganova, una turcomana residente en Turquía que protestó contra la escasez de alimentos en Turkmenistán. Fue detenida en Estambul a instancias de Asjabad (capital de la nación de Asia Central), acusada de «desestabilización», y enfrentó amenazas de extradición, aunque fue liberada tras presión internacional. Este caso, respaldado por Amnistía Internacional, refleja cómo el régimen extiende su represión transnacionalmente, silenciando a la diáspora.
France 24, durante las elecciones de 2022, cubrió la sucesión de Serdar Berdimuhamedow, destacando cómo estos comicios fueron una farsa orquestada. El medio documentó el arresto de ciudadanos que intentaron fotografiar urnas vacías. Ese mismo año trascendió en medios occidentales la prohibición de cosméticos y ropa ajustada para mujeres, con multas y detenciones arbitrarias en Asjabad.
En 2024, la BBC documentó cómo el gobierno obligó a funcionarios a asistir a desfiles masivos en honor a Gurbanguly, bajo amenaza de despido, mientras se reprimían protestas por cortes de agua y gas en regiones rurales. Estos casos, corroborados por entidades de derechos humanos, muestran un patrón de represión sistemática que castiga cualquier disidencia.
Académicos que han analizado la opresión en Turkmenistán, señalan su vulnerabilidad. El aislamiento juega a favor de esta dictadura que intenta imponer un modelo dinástico. Alexandra Bohr, del Chatham House, destaca cómo las reservas de gas financian proyectos faraónicos, como la ciudad de 5.000 millones de dólares en honor a Gurbanguly erigida en 2023, mientras el 70% de la población vive en pobreza.
Richard Pomfret, profesor de la Universidad de Adelaida (Australia), señala que la emigración masiva a Turquía y Rusia refleja el colapso social, agravado por la censura digital y la corrupción, que desvía ingresos del gas a élites leales a la dictadura.
Ambos académicos coinciden en que el autoritarismo gasífero es insostenible a largo plazo: el cambio climático amenaza al mar Caspio, y la diversificación energética global reduce la influencia de Turkmenistán. Sin embargo, mientras las exportaciones de gas sostengan al régimen, las reformas lucen improbables.
La comunidad democrática internacional, además, parece tener urgencias de mayor calado que atender lo que parece ser una dictadura establecida en un pequeño país que nunca conoció la democracia.
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