Por: Prof. Mario Di Giacomo
No son “dioses invitados” los que han producido el modo de hacer política desde hace ya 14 años. No hay una extranjería tampoco en la violencia de la praxis revolucionaria que adrede construye instituciones paralelas, socava la posibilidad de los referentes o multiplica, sin dejar de lado ciertas prácticas inquisitoriales, los eventos informativos, de manera tal que el lector, el público, la ciudadanía, no sepan ni qué creer ni en quién creer. Sin embargo, al aludir a la noción de dioses invitados, que he tomado prestada de Lévi-Strauss, he querido simplemente indicar que ciertas prácticas sociales de nuestro contexto no estaban escondidas al modo de los dioses intersticiales de Epicuro, ni son la vaga heredad del más largo período de nuestra historia republicana, la que comienza con el Pacto de Punto Fijo, por darle una fecha de inicio, y concluye en la sombra de uno de sus firmantes.
Democracia es, en efecto, el gobierno de las mayorías. Empero, siguiendo a Dewey, podemos admitir como muy necia la restricción de democracia a simple regla mayoritaria. Pues de lo que se trata es de cualificar procedimentalmente cómo una mayoría se constituye tal y cómo la decisión voluntaria está empapada de racionalidad, de una racionalidad que podría atraer a los miembros de un auditorio universal. Por detrás de este iluminismo optimista, se ve que dejamos de lado tanto los elementos emotivos que inciden en la formación colectiva de la voluntad, como los del mismo imaginario del cual formamos parte. ¿Procesos ilustrados, reflexivos, en la toma de decisiones colectivas? Por supuesto. Pero no hay que dejar de tomar en cuenta, sin cargar tintas en ellos, los pozos emotivos en los cuales abreva la misma inteligencia, aunque ésta se sobreponga al mero contacto emotivo, o, como afirmaba Castro Leiva, conmocional.
La democracia, cuya historia comenzó hace ya mucho tiempo, recibe hoy las críticas que se le endilgaron hace ya, también, mucho tiempo. No hay mucho de nuevo bajo el sol en cuanto a los eventos populistas, demagógicos o retóricos que se hacen del poder en nombre de la democracia. Ahora bien, ante las hegemonías comunicacionales del gobierno de turno, frente a la autocensura que se imponen los medios por temor a ser represaliados y ante la imposición de intereses privados en la esfera mediática, la pretensión de que este espacio público se convirtiese en el elemento disolvente de toda práctica injustificada del poder, así como de toda suerte de intervención no-racional para dirimir los conflictos, se viene a pique. Estos convulsos 14 años deberían habernos conducido a una autorreflexión colectiva que nos hubiese capacitado para mirar con ojos críticos nuestras ya demasiado viejas prácticas políticas, a disminuir la exagerada importancia de los instrumentos mediadores y a asumir con un dejo de humildad socrática ciertas arrogancias públicas (incluyendo tanto a actores gubernamentales como a actores sociales en general, incluyendo la pretendida invulnerabilidad de los medios). Es decir, el sedimentado sermón socrático de que uno no se basta en su soledad para conseguir ni respuestas ni preguntas sapienciales, o la aquilatada oración de Hugo de San Víctor según la cual se debería aspirar a vivir y a saber de acuerdo a la sobriedad, ad sobrietatem, parecen entre nosotros asuntos desproporcionados: da la impresión que después de 14 años existen lecciones no incorporadas al propio acervo personal y como nación. Hay textos en los que se habla de una especie de dualidad ética en Venezuela, de una dualidad axiológica que difícilmente puede ser armonizada. Entre gozadores de modernidad y gozadores de autoctonía se levantan severas murallas, las fronteras invisibles se presumen poco porosas. Entre pueblo y sujeto moderno el diálogo encuentra graves dificultades. A nuestro aparato institucional, prima facie muy moderno y a tono con los tiempos, parece corresponder con muchos aprietos una conciencia que se encuentra dispuesta a saltarse a la torera toda mediación contenedora. La autonomía de los sujetos enfrascados en prácticas de autodeterminación parece minada desde dentro por un imaginario que contiene más de héroes y gestas guerreras que de leyes a las cuales se asiente libremente porque son una obra colectiva. Más que el dechado de la virtud parecen encontrarse en nuestra conciencia colectiva la inclinación a una obediencia devota, cuartelera, por un lado, y la autorrealización a través de una vida estrictamente privada, ofuscada para lo público, por el otro (creo, no obstante, que hay una secreta complicidad entre esas dos posiciones aparentemente divergentes).
En el testimonio tardío de Castro Leiva ante el extinto Congreso Nacional se hace una diagnosis certera: la destrucción institucional es inminente, y la recuperación de su dignidad tardará unos cuantos años, mientras tanto viviremos a la sombra de las arbitrariedades del sargento de turno. Por supuesto, no ha hecho énfasis el distinguido profesor antes mencionado en que la destrucción institucional comenzó mucho antes de los eventos que tuvieron lugar en 1998, que la ruina de la política por parte de la misma política tuvo en los partidos a sus más célebres representantes, que algunos grupos organizados y algunas individualidades mediáticas jugaron a una peligrosa antipolítica: como cachicamos, trabajaron para lapa. La construcción de espacios de autonomía bajo la égida de los dos partidos que permanecieron después de la firma del pacto social se vio bastante impedida, pues ese binomio partidista AD-COPEI, sacrificando su propia continuidad histórica, obstaculizaba sin mayores miramientos un tipo de autoorganización social que no los tuviese a ellos como actores centrales, pues intervenían desde los procesos sindicales (SUTISS, por ejemplo, en Guayana) hasta los eventos que discurrían al interior de las asociaciones de vecinos, sin dejar de incluir los centros de estudiantes universitarios. Frente a este rizoma de talante autoritario, la legitimidad se fue desvaneciendo.
Insisto, no obstante, en que a esas praxeis características deben añadírseles nuestra propia manera de ser, nuestra eticidad, nuestra formación cultural, consustanciadas éstas con otras figuras autoritarias. Una vez más sigamos a Castro Leiva: la constitución ciudadana se encuentra maltrecha si para cada acto de autonomía ya existe una respuesta preelaborada por los prohombres de la patria. Si existe una frase bolivariana para restañar heridas, para sufragar pérdidas, para responder a las interpelaciones del presente, ya no es menester pensarnos a nosotros mismos, ya hemos sido pensados. Y nosotros sin ningún rubor hemos dado la bienvenida a esa dispensa. Si Bolívar nos ha inmunizado de pensarnos a nosotros mismos, si ya no tenemos por delante la tarea de ser nuestra propia tarea, vivimos por ende en un mundo edénico o en una antigualla fosilizada. A semejante culto por los inicios se le suma la asfixiante necrolatría de este año de 2013: si Bolívar nos ha eximido de nuestra condición de sujetos, Chávez no ha hecho sino restaurar en toda su pureza las ideas traicionadas de aquél, con lo cual el presente se une con la verdad de su pasado, dejando de transitar por la mediación puntofijista, un accidente de la historia contemporánea de Venezuela. Chávez de alguna manera supo inscribir el gran mito de los orígenes y de las gestas guerreras dentro de un discurso de izquierdas que solía reprobarlos, por no ser ellos un patrimonio ni de las luces ni de la Ilustración propiamente marxista. La hipótesis a contrastar sería la siguiente: la actual revolución bolivariana es exitosa por presentarse de manera anti-ilustrada, a fin de recibir el apoyo sociopopular, el apoyo de masas, antes negado al movimiento marxista venezolano.
Bajo los fantasmas de la revolución, hemos devenido en un mundo sin proyecto, donde lo dicho trastorna la intervención del decir, donde el imaginario es más poderoso que la palabra que lo traiciona, donde el poder constituyente no es más que un rehén del poder constituido. Así, sin dudas, el futuro se encuentra comprometido. El socialismo real tuvo muchos inconvenientes, pero uno acuciante fue el de la expansión de la libertad subjetiva, de la libertad de las personas. Nuestra virtud y nuestro vicio es que al haber llegado a los límites mismos de la historia, al haber tomado por asalto la máxima perfección de la organización social posible, el futuro se encontró agotado. Estar habitando ya en él significa exactamente su contrario: el sacrificio del futuro y de las generaciones encargadas de imaginar uno distinto de él. La utopía es imposible como gesta del ensueño porque nos encontramos ya siempre en ella. Por lo tanto, nuestro presente es presente y futuro a la vez, amalgamados en una maciza unidad que no tiene nada por delante. Además, en los textos que la revolución autoadministra dogmáticamente, el final de la historia se encuentra cabalmente cumplido en este presente donde toda razón seminal ya está plenamente actualizada y donde cualquier crítica aparece como la arbitraria limitación de una dicha infinita. Como en una novela de Faulkner, el futuro ya está consolidado y el mismo porvenir es como un sol que ciega, quema y abrasa el presente. De allí la tristeza de sus personajes.
Nuestra autorreflexión colectiva está obligada a mirar más allá de chavismo-antichavismo, de vocería de izquierdas y vocerío de derechas, más allá del parteaguas que aparentemente comenzó en 1998 y se radicalizó en 2002. Insisto en que las premisas autodestructivas no estuvieron ausentes de las prácticas republicanas más largas que hemos vivido. Cuando se traía a colación aquella frase rousseauniano-bolivariana “y que cesen los partidos”, se venían rabiosa y felizmente abajo desde el Teresa Carreño hasta escenarios menos reputados. No puede haber democracia sin partidos. Ni con antipolítica. Ni con la frivolidad de quien participa turísticamente en ella. Ni con el irrespeto permanente a las minorías de parte de unas mayorías coyunturales, tumultuarias, refractarias cual una anomalía salvaje y semoviente, como asegura Negri, al estado de derecho. Pero tampoco hay democracia con mediaciones partidistas incapaces de cualificar mediante una dosis de razón la unidad que tienen que presentar los múltiples cursos de acción de un montón de actores individuales. Si para una convivencia cosmopolita se requieren mínimos políticos universalistas, para las distintas Venezuelas, que tampoco están irremisiblemente alejadas las unas de las otras, existirá una cultura política mínima y común. En la que cada adversario posea su propio rostro, no suprimido por la furia del otro. En la que cada “no”, bien de opositores, bien de oficialistas, tenga alguna pretensión de validez. Como, asimismo, cada “sí”. Los matices son no obstante posibles, puesto que todavía residimos en medio de nuestros propios dioses.
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