
Editorial
Cuando existen elecciones competitivas que permitan un cierto nivel de incertidumbre sobre el resultado posible, tal como sucede en cualquier proceso electoral en democracia, derivado de un balance de poder adecuado entre gobierno y oposición, y en un escenario caracterizado por bajos costos de tolerancia y elevados costos para mantener el poder mediante el uso de la fuerza, estaremos ante las condiciones necesarias que permitirían una transición a la democracia por la vía electoral.
Benigno Alarcón Deza
En Venezuela, desde hace años, ha habido un intenso debate entre quienes abogan por el voto como mecanismo para el cambio político y la democratización del país, y quienes afirman que el voto no sirve para impulsar una transición cuando se está bajo una dictadura o un régimen autoritario.
La realidad es que esta discusión no es nueva y se ha dado de manera extensa, no solo en muchos otros países que viven o han experimentado situaciones similares a la de Venezuela, sino en el mundo académico, como lo reconoce Andreas Schedler, un destacado especialista que ha dedicado una parte importante de su investigación y su obra escrita a los procesos de democratización. Schedler reconoce que, si bien existen dos tesis enfrentadas en relación con el valor de las elecciones como mecanismo democratizador, por un lado, o como herramienta de legitimación de regímenes autoritarios, como el nuestro, ambas tesis no son necesariamente excluyentes.
Una primera corriente sostiene que la celebración de elecciones donde existen regímenes de gobierno no democráticos solo sirve para sostener, legitimar y fortalecer a dichos gobiernos, tal como señalan Jennifer McCoy y Hartlyn (2009) o Levitsky y Way (2010), quienes coinciden en que las elecciones, aunque siempre presentes en los procesos de democratización, no son su variable causal, ni su presencia equivale a mayor democracia, aunque sean el resultado final y esperado de toda transición. Insisten estos autores en que las elecciones celebradas en el marco impuesto por regímenes autoritarios solo han servido para relegitimarlos y otorgarles mayor tiempo y poder para profundizar las bases de un ejercicio cada vez más hegemónico.
Esta tesis encuentra su fundamento y justificación en la realidad de casos como los de la mayor parte de Oriente Medio y buena parte del Continente Africano en donde se celebran elecciones presidenciales, legislativas y de autoridades locales, en ocasiones con una frecuencia sin paralelo, tal como sucedió en Venezuela durante los tiempos de Chávez, sin que los comicios hayan significado avance democrático alguno. Al contrario, incluso han representado, a veces, retrocesos muy importantes en países con autoritarismos competitivos en donde la celebración de elecciones se ha traducido más bien en un endurecimiento de las condiciones, lo que termina por involucionar en autocracias electorales hegemónicas en la medida que los intentos por democratizar fallan y los costos de perder el poder se elevan para quienes lo detentan ante un potencial fortalecimiento de la oposición.
En la corriente opuesta se anotan quienes reconocen en los procesos electorales, aun en aquellos cuyas condiciones pueden considerarse precarias, un importante potencial democratizador que puede permitir avanzar hacia transformaciones democráticas progresivas e incluso, en algunos casos, cambiar gobiernos de manera inesperada (stunning elections[1]). Son estos los casos de procesos como los que vimos sucederse tras la caída del muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética, las revoluciones de colores o revoluciones democráticas, mediante las cuales países como la República Checa, Ucrania, Georgia, Bulgaria, Eslovaquia, Croacia, Serbia y Kirguistán, lograron remplazar gobiernos autoritarios mediante procesos electorales precarios.
Si bien ambas tesis pueden encontrar sustento en la realidad y han sido consideradas siempre como antagónicas y excluyentes, la realidad nos muestra que no es necesariamente así. Ambas tesis no son solo sostenibles en la realidad, sino que además no son contradictorias, sino que son las dos caras de una misma moneda que si vemos desde ambos lados nos permite relacionar ambas facetas y comprender mucho mejor lo que, de hecho, ha sido la realidad sobre el valor de los procesos electorales en los cambios de régimen.
¿Elecciones como vía de democratización?
Los autoritarismos competitivos, como el venezolano, se mantienen en el poder mediante el cultivo cuidadoso y permanente de una red de electores que funcionan como una base popular cautiva que, mediante procesos y ejercicios electorales, permiten su relegitimación por tanto tiempo como sea posible mantener este apoyo cautivo. Esto que les otorga las condiciones necesarias para su estabilidad, el poder para la toma de decisiones, así como la protección necesaria contra sus adversarios internos y externos, dificultando las tentaciones para su destitución por acciones violentas de la oposición, golpes de Estado o intervenciones extranjeras, al desanimar a sus potenciales promotores que, por lo general, no cuentan con una legitimidad mayor o, por lo menos, con la mínima necesaria para justificar sus acciones.
Cuando los autoritarismos competitivos pierden la base de legitimidad que les otorga justamente su competitividad y les permite su relegitimación a través de elecciones, frecuentemente terminan endureciéndose en forma de autocracias electorales hegemónicas, en la medida que los intentos democratizadores fallan y los riesgos y costos de la tolerancia a un cambio político se elevan. Así sucedió en las elecciones de Azerbaiyán en el 2003 y 2005, en Armenia en los procesos del 2003 y el 2008, en Bielorrusia durante las elecciones presidenciales del 2001 y aún más cuando se presentaron las protestas después de las elecciones del 2006, y tras las protestas por los resultados de las elecciones del 2011 en Rusia donde Putin regresa para ocupar nuevamente la primera magistratura. Y esto mismo es lo que ha venido sucediendo en Venezuela a partir de la elección parlamentaria de 2015, en la que la oposición logra el control de la Asamblea Nacional, lo que explica el acelerado deterioro de las condiciones electorales a partir de entonces.
Sin embargo, la revisión de autores como Robert Dahl, Juan Linz, Samuel Huntington, Lucan Way, Larry Diamond, Andreas Schedler, y Staffan Lindberg, apuntan hacia la identificación de las variables que hacen posible una transición democrática a través de elecciones en regímenes autoritarios. Tales variables pareciesen hacer la diferencia entre elecciones que funcionan solo a favor del fortalecimiento y relegitimación de un régimen autoritario, y aquellas que, por el contrario, logran imponer resultados favorables a los sectores democráticos. Estas variables son básicamente tres:
- La relación entre el costo de opresión y el costo de tolerancia,
- El balance de poder entre gobierno y oposición, y
- La competitividad real de las elecciones permitidas por el régimen.
Analicemos cada una por separado.
I. La relación entre el Costo de Opresión y el Costo de Tolerancia.
Ya Robert Dahl, en 1971, decía que la democratización es el resultado de incrementar el costo de la opresión al tiempo que se reduce el de la tolerancia. Hoy, cincuenta años después de que este influyente académico expresase esta conclusión, la misma pareciera no solo continuar vigente, sino que se constituye en la base de una nueva tesis, como la de Staffan Lindberg, que tiene el potencial para ser reconocida como una nueva teoría explicativa de las variables causales de las transiciones a la democracia.
A los fines de explicar su tesis, Lindberg comienza reconociendo el hecho de que los procesos de democratización y autocratización son situaciones complejas, que desde un punto de vista teórico pueden explicarse a través de lo que se conoce como “juegos” de dos niveles en donde hay dos grupos de actores con intereses opuestos, el oficialismo o quienes detentan el poder y tratan de mantener el status quo, y la oposición constituida por todos quienes están del lado contrario y tratan de cambiar la situación mediante la suplantación de quienes ocupan el poder.
En esta dinámica existen dos niveles de ”juego”, un nivel macro, al cual se le llama “meta-juego”, y que consiste en la serie de relaciones y reglas que condicionan la actuación de las partes, o sea, las condiciones en las cuales se trata de lograr la transición. Esto incluye las reglas, los actores presentes, el funcionamiento de las instituciones e incluso la composición y poder de las facciones existentes en el sector oficialista y en el de la oposición. Estos actores, en cada caso, no son homogéneos sino que dentro de cada grupo existe una diversidad de individuos con posiciones distintas que se comportan de manera diferente durante el proceso y que podríamos dividir, en términos quizás excesivamente simplistas, pero útiles a los fines de su explicación, en radicales y moderados. En un segundo nivel, o “sub-juego”, se encuentran las elecciones entendidas como la dinámica o el campo de juego permitido en el que oficialismo y oposición compiten por la voluntad de los electores, tratando de conseguir para sí la mayoría de los votos que le permita al gobierno mantener el poder o a la oposición alcanzarlo, en caso de que se materialice un cambio en la voluntad popular que pueda ser probado e impuesto a quienes gobiernan.
Ver la dinámica electoral desde la abstracción de un ”juego” complejo de dos niveles permite comprender el fenómeno de manera mucho más acertada y realista ya que los resultados no solo se definen, como algunos parecieran creer, en el nivel del sub-juego electoral, sino que los mismos estarán condicionados tanto por la competencia electoral como por el marco de reglas y relaciones que determinan toda la dinámica a nivel macro. Es en esta complejidad, y sobre todo en el nivel macro del meta-juego, donde la relación entre los costos de la tolerancia y de la represión condicionan el comportamiento de los actores con capacidad para decidir e influir sobre los resultados y consecuencias finales del proceso.
Es importante comprender que cuando se está en presencia de regímenes que han ejercido el gobierno de manera autoritaria, todo movimiento hacia la alternancia en el poder se convierte en una amenaza real a los intereses, el patrimonio, la seguridad y, en ocasiones, hasta a la vida misma de quienes se benefician del status quo. En tal sentido, un gobierno con vocación autoritaria, que ha recurrido al uso de la fuerza para llegar al poder o para ejercerlo e imponer sus decisiones, se encontrará ante un dilema cuando la presión por reformas democráticas o el poder de los grupos de oposición crece. Tal disyuntiva tendrá que ser resuelta considerando dos variables que están interrelacionadas entre sí:
- El costo potencial que tendría cualquier reforma o decisión que pudiese incrementar el poder y la competitividad de los grupos de oposición, poniendo en riesgo el poder, la riqueza, el estatus quo y la seguridad misma de quienes hoy gobiernan;
- El nivel de costos aceptables que el gobierno estaría dispuesto a soportar para mantener el poder por la fuerza al evitar las reformas necesarias, controlar el comportamiento de los opositores, o incluso para imponer resultados electorales (ciertos o no), expresados no solo en términos de legitimidad sino también en pérdidas económicas para el país y para ellos mismos, y hasta en vidas humanas.
Es así como la opresión (represión no solo física sino también expresada por otras formas de presión tales como apertura de procesos judiciales, fiscales, administrativos, manipulaciones clientelares, etc.) y la tolerancia, entendida como la disposición a compartir o permitir la transferencia del poder, se constituyen en las dos estrategias disponibles para un régimen autoritario, y ambas tienen, como la práctica demuestra, tanto costos como beneficios. En la medida que el costo de la opresión para el gobierno se vuelve inoperante, o excede al de la tolerancia, mayores serán las posibilidades de que éste permita un mayor nivel de competitividad real y de que se materialice una transición.
En consecuencia, podríamos decir que los procesos electorales sirven a los fines de estabilizar gobiernos autoritarios cuando:
- Generan condiciones que hacen la represión menos costosa y más fácil de concentrar en líderes de la oposición, o incluso innecesaria.
- Si sirven para que el régimen pueda controlar el costo de tolerar a la oposición manteniéndola dividida, y usando las elecciones como medio para mantener a la oposición concentrada en la competencia por espacios políticos subnacionales o de menor impacto político (elecciones de autoridades comunitarias, elecciones municipales, regionales, e incluso, en ocasiones, legislativas).
- Si las elecciones, por el contrario, hacen que la tolerancia a una posible derrota y pérdida de poder se vuelva muy costosa para el régimen, caso en el cual los comicios servirán para unificar a los miembros del régimen y endurecer el control sobre las condiciones electorales, como fue por ejemplo el caso de Bielorrusia tras los procesos electorales del 2006 y el 2010, o en las legislativas de Venezuela en el presente año.
En sentido contrario, las elecciones sirven a los fines de la democratización, haciéndola más probable, en aquellos casos en que:
- Su celebración hace más costosa, difícil y contraproducente la represión.
- Logran que la oposición se unifique, movilice y gane legitimidad.
- El régimen se vuelve más tolerante con la oposición porque cree, erróneamente, que es capaz de ganar legitimidad e imponerse mediante un proceso electoral.
- El gobierno acepta que es insostenible en el corto o mediano plazo y necesita una salida negociada, a riesgo de colapsar si no la logra.
- Existe incertidumbre sobre los resultados electorales y se produce, por ello, la deserción de miembros del régimen hacia la oposición generándose expectativas autocumplidas que aumentan la competitividad electoral de la oposición.
Las condiciones actuales del país ubican al régimen venezolano en un escenario de altos costos de tolerancia y bajos costos de represión, en el cual las posibilidades de una transición emprendida desde el mismo gobierno o producto de la interacción entre el gobierno y la oposición por la vía electoral, o cualquier otra, resulta poco probable, al menos mientras se mantengan las condiciones actuales.
II. Factor 2: El Balance de Poder
La variable a la que aquí llamamos balance de poder se refiere a las capacidades comparadas entre gobierno y oposición. Los hechos han demostrado a lo largo del tiempo que las asimetrías entre gobierno y oposición reducen proporcionalmente las probabilidades de democratización, por lo que, en circunstancias de desventaja real, la celebración continua de elecciones no da como resultado mayor democratización. Esta afirmación es recogida por un muy interesante estudio estadístico realizado por Jennifer McCoy y Jonathan Hartlyn (2009) sobre América Latina, en el cual se demuestra que la celebración continuada de elecciones no se traduce necesariamente en un mayor grado de democratización, lo cual confirma, a su vez los resultados, de un estudio de Roessler y Howard en el cual, tras 630 procesos electorales celebrados entre 1995 y el 2006, el 72% de los autoritarismos hegemónicos se mantuvieron como tales después de cada elección. Mientras que, en el caso de los autoritarismos competitivos, el 50% mantuvo sus características híbridas, autoritarias y electorales, año tras año, mientras apenas un 32% hacían transición hacia mayor democracia y un 19% se movía hacia una mayor autocratización convirtiéndose en autoritarismos hegemónicos.
Una de las mayores causas de debilitamiento de la oposición en buena parte de los autoritarismos competitivos se origina en el hecho de encontrarse dividida y localizada geográficamente, a lo cual el régimen suele contribuir estimulando una especie de clientelismo competitivo por recursos y cuotas de poder a nivel regional y local a través de la celebración, a veces con una frecuencia mayor a la de una democracia, de elecciones a nivel subnacional (regionales, municipales, locales, etc.). En éstas, los diferentes partidos, organizaciones, e incluso actores individuales con cierto nivel de legitimidad, y a veces solo con ambiciones, se enfrentan para ganar posiciones que les permitan el acceso a ciertos niveles limitados de poder y recursos, lo que destruye los incentivos para la unidad y dificulta la articulación entre las diferentes organizaciones para construir la capacidad real y necesaria para competir a nivel nacional. Este es un escenario con altas probabilidades de cara al 2021, cuando a las elecciones parlamentarias de este año le seguirán las regionales y municipales del próximo.
Esta situación, superada en la elección parlamentaria de 2015 gracias a los esfuerzos de coordinación de lo que conocimos como la Mesa de Unidad Democrática, vuelve a ser evidente tras la fragmentación de la oposición de cara a la elección parlamentaria de este año, en la que además de haberse inhabilitado e intervenido judicialmente a tres de los principales partidos de oposición (Acción Democrática, Primero Justicia y Voluntad Popular), se estimuló la inscripción de un mayor número de candidatos (alrededor de 14.000) y se aumentó de manera inconstitucional el número de curules, de 167 a 277, lo que permitirá al oficialismo ocupar la mayoría, posiblemente calificada de dos tercios de la Asamblea, aún en el caso de que una mayoría de los electores votaran contra el partido de gobierno.
La experiencia nos demuestra, sin embargo, que en cada episodio de democratización por vía electoral se ha contado, como factor clave, con la presencia de una oposición unificada, lo que ha implicado un incremento notable de las probabilidades de triunfo, al tiempo de darse un efecto positivo sobre el balance entre los costos de tolerancia y represión, en el sentido de haber obligado a gobiernos autoritarios a abrirse hacia una transición democrática en la medida que la oposición gana fuerza y legitimidad, mientras que los costos de represión, como estrategia gubernamental para mantener el poder, terminan superando, sin margen de duda, los beneficios posibles de la inclusión (tolerancia), tal como ha sido la situación en casos como el de Ghana, Sudáfrica, España, Taiwán, Chile, México, entre muchos otros.
III. Factor 3: La competitividad real de las elecciones permitidas en regímenes autoritarios.
Como hemos reconocido, la celebración de comicios no implica, per se, una mayor democratización, sino que por el contrario pueden servir para que un régimen autoritario logre legitimarse e imponer progresivamente un mayor grado de autocratización. Los procesos electorales en regímenes autoritarios pueden clasificarse en tres tipos, de acuerdo con el grado de libertad en la participación y de competitividad real:
- Elecciones de Partido Único: En las que solo existe un partido político con capacidad para presentar candidatos legalmente. No hay participación de la oposición, ni cambio de élites en el poder, sino rotación de cargos entre el mismo grupo que controla el poder. Como consecuencia, no se producen cambios de régimen propiamente dichos. Esta no es la tipología que describe la modalidad de elecciones que se han celebrado en Venezuela bajo este régimen.
- Elecciones Multipartidistas Hegemónicas (o no competitivas): Aunque existe la participación de partidos de oposición legalizados para inscribir sus candidatos, existe también un notable desbalance de poder entre gobierno y oposición. La oposición existe, pero nadie cree que tenga el poder ni los recursos necesarios para ganar una elección e imponer sus resultados, lo que produce para el gobierno una situación de equilibrio favorable. Esta es la tipología que mejor describe buena parte de los procesos electorales de los últimos años, como la elección de la Asamblea Nacional Constituyente, la elección presidencial de 2018, y la parlamentaria de este año.
- Elecciones Multipartidistas Competitivas: Implica la presencia de actores y partidos de oposición con legitimidad real y cierto balance de poder. La mezcla contradictoria entre prácticas autoritarias y elecciones multipartidistas no permiten un equilibrio sustentable para el régimen en el largo plazo y posibilita la transición. Esta tipología se corresponde mejor con las elecciones presidenciales de 2012, 2013 y la parlamentaria de 2015.
Mientras en una democracia el “sub-juego” de las elecciones trata sobre el cambio de partido y liderazgo en el poder, en un régimen autoritario la transición electoral acarrea el cambio en la naturaleza del régimen político en sí mismo.
Dada la imperante necesidad y dependencia hacia la legitimidad que estos regímenes autoritarios desarrollan, los procesos electorales multipartidistas y competitivos son mecanismos institucionales perfectamente racionales para los fines de su sostenimiento, independientemente de la mayor certidumbre que para éstos puedan ofrecer las elecciones de partido único. La dificultad para mantener una base de legitimidad mediante procesos hegemónicos o de partido único a fin de blindarse contra amenazas verticales u horizontales, aunado a la sobre-estimación de sus propias capacidades para controlar y ganar elecciones, hace que en muchas ocasiones estos regímenes acepten el desafío de competir en procesos multipartidistas competitivos que terminan representando una importante oportunidad para los sectores democráticos, tal como los estudios antes comentados demuestran, así como la oportunidad de una salida negociada y pacífica, y por lo tanto más previsible. Las amenazas verticales (desde arriba o desde abajo) están representadas por las intervenciones y las revoluciones populares. Las horizontales son las que se derivan de acciones de quienes han sido aliados en el poder, tal como sucede en el caso de divisiones internas y golpes de Estado. Las amenazas horizontales son siempre las más comunes y, por lo tanto, las más temidas por este tipo de regímenes.
El éxito democratizador de un proceso electoral implica dos consecuencias íntimamente relacionadas. La primera es que el régimen autoritario pierda la elección, y la segunda que el gobierno ceda el poder como resultado de haber perdido dichos comicios. El problema se presenta por el hecho de que los gobiernos con vocación autoritaria utilizan los procesos electorales competitivos como mecanismos para alcanzar y mantenerse en el poder, no porque crean en la democracia y acepten como parte de las reglas de juego su relevo y entrega a quienes se les oponen y ganan las elecciones. En tal sentido, la competitividad del “juego” electoral tiende por lo general a deteriorarse en relación directa y proporcional al deterioro de la propia competitividad del régimen, lo que obliga a la oposición a emprender una serie de tareas que tienen un impacto directo sobre los tres factores que, como hemos venido viendo a lo largo de muchas investigaciones, tienen relación directa con el potencial democratizador del modelo electoral.
En tal sentido, para quienes han asumido el rol de trabajar por la democracia, una de las más importantes estrategias es la de demandar y alcanzar condiciones que garanticen elecciones multipartidistas y competitivas. Cuando existen elecciones competitivas que permiten un cierto nivel de incertidumbre sobre el resultado posible, derivado de un balance de poder adecuado entre gobierno y oposición, en un escenario caracterizado por bajos costos de tolerancia y elevados costos para mantener el poder mediante el uso de la fuerza, estaremos ante las condiciones necesarias que permitirían una transición a la democracia por la vía electoral.
[1] Elecciones con resultados inesperados (traducción propia).