
Tomada de Council on Foreign Relations
Tomás Straka
Henry Kissinger acaba de alcanzar un récord muy inusual: el de un personaje histórico que alcanza a vivir la celebración de su centenario. Y que además lo hace con sus facultades intelectuales intactas –o al menos básicamente intactas- al punto de que no sólo es parte de la historia del siglo pasado, de la que fue protagonista de muchos de sus episodios fundamentales, sino como un hombre que habla de la guerra de Ucrania y de la Inteligencia Artificial. No es oído con la condescendencia que a veces se le tributa a los muy ancianos o a los muy niños que comentan las cosas desde sus mundos, sino como el analista y consultor que ha sido desde hace décadas. Se le ama y se le detesta como a todos los que siguen vigentes en la política, y no como a aquellos que ya pertenecen al pasado.
Kissinger es, sobre todo, la vigencia de la historia. Demuestra que es una disciplina con efectos prácticos e inmediatos para pensar el mundo, ubicarse ante él y, combinándola con otras cosas, tomar decisiones. Tal ha sido el destino de aquel joven inmigrante judío-alemán que después de la Segunda Guerra Mundial sacó su título en Historia, escribió un clásico sobre la historia de las relaciones internacionales, pareció hallar, consciente o inconscientemente, un modelo en el Conde de Metternich, personaje principal de su clásico; pasó a la consultoría, de allí a la diplomacia mundial. Llegó a convertirse en algo así como la encarnación del coldwarrior. Como Metternich, llegó a ser uno de los grandes árbitros del mundo, modelando un orden para todo el planeta. Tomó para eso una decisión más controversial que otra y en su momento habría sido difícil decir que tuvo el éxito del canciller austríaco en 1815. Lo de Vietnam fue un desastre para Estados Unidos, al que siguieron años muy duros, con la destitución de un presidente, la crisis energética, la inflación y finalmente otra humillación en Irán. Pero a la larga sus apuestas triunfaron: ni hubo guerra nuclear ni el comunismo ganó la partida. Quedará para los historiadores determinar cuánto aportó a ese triunfo o, sobre todo, los costos éticos del mismo. Se le tiene por un perfecto maquiavélico, para quien los resultados excusan cualquier medio. Sembró resentimientos que le generan enormes enconos en todo el mundo. Otros le agradecen lo hecho a favor de Occidente.
Heinz Alfred Kissinger nació en Baviera durante la primera posguerra, en el seno de una familia judía de clase media. Su padre era profesor de Gymnasium (bachillerato) y el ambiente de su crianza fue el propio de las clases medidas de habla alemana en Europa central, especialmente las judías, que probablemente eran las más cultas y educadas del mundo. La esmerada formación que hasta hoy se recibe en los Gymnasiums otorgaba un panorama amplio de letras, artes, ciencias e idiomas, como nunca antes había estado al alcance de tanta gente, con tan altos estándares de calidad (el lycée francés competía, pero aún no estaba tan diseminado en la sociedad). Si el número de los emigrantes de Alemania y Europa Central que influyeron en Estados Unidos y el resto del mundo alcanzó el volumen que conocemos, fue en gran medida por sus Gymnasiums y sus universidades. Lo paradójico es que justo “la más filosófica de la naciones” fue la que más lejos llegó en su adopción del fascismo (o tal vez lo hizo fue precisamente por eso, recuérdese aquello de que el sueño de la razón produce monstruos…). Una clase media que de orgullosa y próspera pasó a quebrada y humillada, y que además temía a la posibilidad (muy cierta, sobre todo en Baviera, donde se había vivido una efímera república soviética) del comunismo, se dejó tentar por las promesas de orden del nazismo. A la hora de buscar una explicación de los males, se los atribuyeron a los judíos.
Cuando Heinz cumple quince años, la familia Kissinger se convierte en una de las afortunadas que consiguen un visado para los Estados Unidos. No son demasiadas las que lo logran, porque, contrariamente a lo que podemos pensar hoy, cuando la maldad del nazismo nos resulta obvia, en aquel momento el trato se acercó más al que en la actualidad reciben los refugiados que huyen a pie de Siria o atraviesan el Mediterráneo en una patera: un problema que muchos clamaban por evitar. Especialmente si se trataba de pobres, ya que los ricos contaban con más oportunidades. Por ello, aunque el nazismo señaló a la avaricia y concentración de riqueza de los judíos como justificación del antisemitismo, en realidad terminó asesinando a millones de campesinos pobres, obreros, empleados y pequeños comerciantes.
Los Kissinger, que no eran ricos, se convierten en pobres tan pronto deben rehacer su vida en Nueva York. Otros familiares suyos no tuvieron tanta suerte, y el Holocausto daría cuenta de ellos. Heinz se adapta de forma relativamente fácil, aunque el fuerte acento alemán lo acompaña hasta hoy, llegando a ser uno de sus rasgos característicos. Es, entonces, un inmigrante judío en Nueva York que debe trabajar en una fábrica durante el día y termina su bachillerato en la noche. Al graduarse, opta por algo práctico, y estudia contabilidad en el City College de Nueva York. Para ese momento ya su nuevo país estaba en guerra con el viejo y con Japón, por lo que es reclutado, naturalizado (es entonces cuando se cambia el nombre de Heinz por Henry) y enviado de vuelta a Europa, ahora como soldado. La Segunda Guerra Mundial le cambió la vida, de un modo u otro, a todos los humanos, en la mayor parte de los casos para mal. Pero en el de Kissinger fue la plataforma de su completa redención de refugiado pobre, a uno de los hombres más poderosos del planeta en cosa de treinta años.
G.I. Kissinger toma parte nada menos que en la batalla de las Ardenas, pero su talento, que ya sobresale, y su manejo del alemán, hacen que lo incorporen a los servicios de inteligencia. Tiene un desempeño notable y es una puerta de oportunidades que se abre esperanzas. En su caso, el sueño americano se cumple más allá de las más optimistas expectativas. Terminada la guerra, como tantos veteranos, puede ir a la universidad. Ingresa a Harvard, donde se gradúa en Historia y entra pronto a trabajar en el Departamento de Gobierno. Su tesis doctoral, A world restored. Metternich, Castlereagh and the problems of the Peace 1812-1822, se convierte casi de inmediato en un clásico de la historia de las relaciones internacionales. Pronto el historiador empieza a ocuparse de problemas de actualidad, como las armas atómicas, y va ganando notoriedad como analista.
El siguiente paso fue uno bastante común en las estrellas ascendentes de Harvard: entrar a la política, primero como asesor de distintas agencias, y después directamente en la lucha, de mano de Nelson Rockefeller (como respetado scholar, había sido nombrado director de Proyectos Especiales de la Fundación Rockefeller). En la carrera para la nominación por la candidatura del Partido Republicano en 1968, el contrincante a Rockefeller, Richard Nixon, quedó tan impresionado por el scholar-político, que decidió llamarlo a formar parte de su gobierno. Pocas veces en el sueño americano se llega de forma tan clara a la cima. Nombrado asesor de seguridad nacional, el estudioso de Metternich pudo comenzar a ser él también un estadista. El mundo que le toca está casi tan convulsionado como el de 1815. La Guerra Fría parecía haber pasado su peor momento, pero seguía, y muy caliente, en numerosas guerras pequeñas y grandes por todo el Tercer Mundo, alguna de la cuales serán de las más sangrientas de la historia (la periferia estaba practicando la guerra moderna que ya había desangrado Europa entre 1914 y 1945). Cada una era una prueba de fuerza entre los EEUU y la URSS, y de hecho en una de ellas los estadounidenses se habían involucrado a fondo: la que sostenían el comunista Vietnam del Norte y el capitalista Vietnam del Sur. Había arrancado como una amplia insurrección comunista, de arraigo popular, promovida por el segmento norteño del país. Un poco siguiendo el libreto de Corea, en el que pudo salvar a la parte sur de la península de la invasión del norte, Estados Unidos comenzó enviando asesores militares y después cada vez más soldados para apoyar a las fuerzas sudvietnamitas. Para cuando Nixon gana la presidencia ya era una intervención en toda regla pero, por primera vez en la historia, sin una perspectiva clara de triunfo, sumergida en una guerra de guerrillas que no conocía bien, y con una enorme oposición interna.
El nombre de Kissinger quedará definitivamente asociado a Vietnam (y probablemente quedó de la peor manera). Tomó decisiones estratégicas más polémicas que eficaces, como la Operación Menú, campaña de bombardeos a Vietnam del Norte, Laos y Camboya, donde las fuerzas del Viet-Cong (la guerrilla promovida por Vietnam del Norte) tenían sus bases. Fue un escalamiento del conflicto justo cuando buena parte de la sociedad veía la guerra como inmoral. Ya no se estaba en los días en los que las campañas de bombardeos sobre el III Reich (que tampoco fueron en realidad eficientes) causaban remordimientos a muy pocos, cuando no eran francamente apoyadas. Los norvietnamitas eran, a los ojos de la mayor parte del mundo, las víctimas de una agresión imperialista, no los odiados partidarios de Hitler de 1944 o 1945. Y Kissinger el principal rostro de quienes bombardeaban a aquellas personas. Al final, entendió que había que buscar una salida honrosa. Así se iniciaron negociaciones que llevaron a los Acuerdos de París en 1973, que también resultaron controvertidos. No terminaron la guerra, como lo estipulaban, porque Vietnam del Norte no cumplió con la obligación de respetar la independencia de su hermano del sur, lanzándose casi de inmediato a conquistar Vietnam del Sur (cosa en la que se echa dos años); no sirvieron para salvar a Nixon de la impopularidad, porque estaba en pleno escándalo de Watergate, la nueva noticia de la hora; al cabo, fue una especie de rendición de los Estados Unidos; y además le otorgó a Kissinger y al negociador norvietnamita Lê Đức Thọ uno de los premios Nobel de la Paz más polémicos de cuantos se han otorgado. Todos los progresistas del mundo se llevaron las manos a la cabeza: ¡nada menos que el artífice de la Operación Menú recibía el Premio Nobel de la Paz! (Menos se dijo que Kissinger siquiera cumplió con su parte del trato, a diferencia de Thọ, que demostró ser cualquier cosa menos un pacifista irrespetando la acordada independencia de Vietnam del Sur).
Pero para los norteamericanos que protestaban contra la guerra, generalmente estudiantes de clase media; así como para los que temían ir a la guerra, generalmente jóvenes de clase obrera, muchos de ellos negros e inmigrantes, los acuerdos los sacaron del problema. Con un sabor amargo en la boca, pero la guerra acabó para ellos. A nadie pareció importarle la suerte de los hasta la víspera aliados sudvietnamitas, que van a protagonizar una crisis migratoria de más de dos millones de refugiados en los países vecinos. Incluso, muchos de los que protestaban contra la guerra estaban profundamente convencidos de la justicia de la causa norvietnamita, o eran comunistas más o menos embozados, y celebraron la anexión. El coldwarrior Kissinger había tenido que ceder ante los comunistas en Asia y ver como por primera vez en su historia Estados Unidos perdía una guerra. Pero probablemente era la mejor solución posible de cara a la política interna del país y a la posibilidad de que el conflicto escalara a un nivel nuclear. Es al menos lo que se colige del hecho de que no sólo se le ascendiera a secretario de Estado, sino que, una vez que Nixon hubo de renunciar por lo de Watergate, fue ratificado en el cargo por Gerlad Ford.
Los Acuerdos de París fueron uno de los tantos actos de realpolitik del nuevo Metternich. Si en Vietnam dio un paso atrás, fue porque era lo que se tenía que hacer. Y otro tanto pensó cuando apoyó la conspiración y finalmente el golpe contra Salvador Allende, así como después los otros golpes del Cono Sur, hizo otro tanto: si en Vietnam hubo de ceder, no cedería ante los comunistas en América Latina. Los críticos le suman por este motivo los muertos de la represión de las dictaduras chilena, uruguaya y sobre todo argentina, a los de los bombardeos en Vietnam. Y la misma realpolitik lo llevó a la detente con China y finalmente al restablecimiento de relaciones entre la entonces potencia emergente y EEUU, hito clave en las reformas del Boluan Fanzheng que arrancan en 1978 haciendo de China lo que es hoy. Junto con ello, es reconocido por sus posturas igual de polémicas ante la guerra de Bangladesh, la guerra del Yom Kipur y la invasión a Chipre por Turquía.
En ningún caso jugó solo, ni era el único que tenía esas reglas en el juego. Actuó en consonancia con la Casa Blanca, con gobiernos locales, con aliados de diferentes partes del globo, de tal manera que lo más odioso del rostro de Kissinger es que era el de muchos hombres y mujeres más. Por ejemplo, los comunistas no fueron especialmente distintos en ninguna parte, y hoy sabemos que, consciente o inconscientemente, luchaban por establecer regímenes que al final devinieron en regímenes totalitarios, muchas veces asesinos, y en todos los casos económicamente fracasados. No es tan fácil discriminar entre buenos y malos. Puede decirse a favor del nuevo Metternich que al menos se mantuvo un orden mundial sin llegar al Armagedón nuclear. La guerra de Vietnam, por ejemplo, siguió dos años más, hasta que el Norte conquistó al Sur, y después tuvo ramificaciones muy largas y sangrientas, como el genocidio perpetrado por los Jemer Rouches, el “Vietnam de Vietnam”, con la invasión vietnamita a Camboya, y la guerra de Vietnam y China de 1979, es decir, una continua matanza en un país que venía siendo torturado, desde, al menos, la Segunda Guerra Mundial, pero en ningún caso esas siguientes guerras llegaron a ser un peligro para la paz global. En última instancia, aunque tal vez más por sus deficiencias intrínsecas que por cualquier otra cosa, el comunismo perdió la partida. Pero es acaso lo primero que deja en claro el balance de Kissinger al llegar a sus cien años.
Por algo su prestigio como analista y estratega no desapareció nunca. En el siguiente medio siglo que ha vivido, no ha dejado de escribir libros y artículos muy leídos, dictado conferencias muy concurridas y sobre todo dirigido una consultora exitosa. A diferencia del primer Metternich, no cayó nunca, ni siquiera cuando lo hicieron sus mentores Rockefeller y Nixon. Protagonista de la historia, y en la primera línea de muchos de sus hechos más importantes, sigue hablando de la actualidad y sobre todo del futuro. El historiador que hizo historia, el scholar que fue exitoso en la política, el refugiado que llegó a lo más alto de su país de acogida, el migrante que fue clave en la formación del orden mundial, respetado y detestado, en el bando de la democracia y la libertad, pero lleno de claroscuros éticos; si alguien representa cuán vigente es la historia, hasta qué punto estudiarla es consustancial para vivirla y construirla, hasta dónde somos parte de ella, es este hombre centenario, que le pone nombre y rostro a largos procesos que han influido y siguen influyendo en todos nosotros.
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