
José Guédez Yépez
Presidente de la Asociación Causa Democrática Iberoamericana
En este siglo las élites occidentales han sido implacables en combatir cualquier clase de normalización de situaciones contrarias a la vigencia plena de los derechos civiles, creando incluso un glosario de términos nuevos para calificar, caracterizar y hasta criminalizar todo tipo de conducta, bajo la amenaza siempre latente de la cancelación. Esto ha servido para visibilizar actitudes racistas y machistas, por ejemplo, pero también para hacer propaganda ideológica e imponer una hegemonía cultural.
Lo curioso es que dicha severidad aplica sólo dentro del mundo desarrollado occidental y en favor de algunos colectivos predeterminados, pero en ningún caso compromete a las tiranías que violan sistemáticamente derechos humanos de poblaciones enteras, causando éxodo, muerte y persecución. En estos casos sí se normalizan conductas y prácticas vejatorias, dejando a millones de víctimas indefensas y, peor aún, invisibilizadas. Es así como ahora a la tiranía venezolana solo se le pide “elecciones libres”, quitando ya de la mesa cuestiones como los presos políticos y la censura mediática, entre tantos otros. El petitorio es ya exclusivamente electoral, como acaba de suceder, por ejemplo, en Turquía, donde un dictador como Erdogan no sólo fue legitimado internacionalmente, sino que además actúa ahora como un estadista europeo.
Pero las elecciones en dictadura nunca son libres y los fraudes son continuados. En el caso de Venezuela, la persecución, la censura, la ilegalización de partidos y las inhabilitaciones ilegales, son suficiente evidencia de esto. Una cosa es dar la batalla en un escenario electoral, y otra muy distinta es asumir que un dictador es legítimo solo porque se mide, previa purga, en una elección totalmente controlada. Maduro, desconoció la Asamblea Nacional legítima, cometió crímenes de lesa humanidad, apresó y torturó a dirigentes políticos y a militares, ilegalizó partidos de oposición y sigue inhabilitando candidatos a diestra y siniestra. Ahora pretende escoger a su “contrincante” para simular una elección y legitimarse internacionalmente.
Y esto, que también sucede en Nicaragua, Bolivia, Rusia, Bielorrusia y Turquía, no tiene un nombre académico consensuado. Son repúblicas absolutistas sin separación de poderes, ni alternancia, ni pluralidad. Tiranías que violan los derechos civiles y humanos más básicos. Emperadores que están en el poder por décadas y lo ejercen sin control ni límite. Pero a la élite occidental solo le preocupa Trump y Bolsonaro, a pesar de que ambos gobernaron solo por cuatro años y ahora enfrentan juicios en sus países. Se olvidaron ya del “chavismo” y del “socialismo del siglo veintiuno”, destructor de democracias y causante de tantas injusticias, cuya vigencia en América Latina sigue intacta, de la mano del imperialismo ruso, el endeudamiento chino y la injerencia iraní.
¿Por qué no hay un término para referirse a las inhabilitaciones de Maduro, o a las reformas de AMLO para controlar el árbitro electoral? La única etiqueta que se usa ahora es la de “trumpismo”, olvidándose ya los desmanes del “castrismo”, el “sandinismo”, el “masismo” o el “chavismo”. La diferencia es que la supuesta “derecha” deja participar en elecciones realmente libres a un Chávez (golpista), a un Petro (guerrillero) y a un Lula (caso Odebrecht), mientras que ellos inhabilitan y persiguen a su disidencia para perpetuarse en el poder. En Venezuela ahora lo que corresponde es escoger en primarias el candidato opositor para luego luchar por las condiciones electorales, entre las cuales estará la habilitación del elegido por los ciudadanos libremente, aprovechando la única palanca que queda: la exigencia de elecciones libres de una parte de la comunidad internacional.
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