
Alonso Moleiro
El éxito o el fracaso de una gestión de gobierno se concreta cuando los equipos dirigentes que desarrollan políticas públicas comprenden con exactitud el carácter complementario, el equilibrio necesario que tiene que existir entre la economía de mercado y la presencia del Estado.
El vínculo Estado-mercado presenta la misma carga y demanda el mismo equilibrio que el criterio de hombre-máquina. Concreta la aleación exacta entre la política y la economía, la síntesis de la concepción del gobierno moderno, el ying y el yang entre la razón y el instinto. En este caso, pienso, teniendo claro que el orden de los factores sí altera el producto.
Con este principio, con tanta frecuencia invocado, parece que no hubiera mayores misterios, aunque, de manera increíble, el estancamiento actual de la democracia liberal y la fascinación de la sociedad de masas por los políticos payasos y estridentes de este tiempo, no hace sino segregar soluciones extremas de derecha como repuesta a las políticas de la extrema izquierda.
Hugo Chávez juraba ante todos los públicos haber asumido la lección aprendida ante las variantes universales del fracaso del comunismo en sus años iniciales de candidato, repitiendo, él también, el “tanto mercado como sea posible y tanto Estado como sea necesario” de Conrad Adenauer, la nuez del centrismo en la gestión de gobierno, una frase que también parecía una convención a finales de los 90 en Venezuela.
La gestión empresarial se encarga de la producción y la innovación, el Estado es el ente promotor y regulador. Los extremos irracionales del universo del dinero, su carácter asimétrico, las bruscas reacciones emocionales a los impactos externos que presentan los capitales, los intereses de los particulares, deberán ser corregidos y regulados en todo momento por la mano de un Estado democrático no muy grande, pero poderoso, expresión del carácter nacional y voluntad general. Buscando crear leyes que busquen racionalizar y humanizar las consecuencias y el impacto de la formación de riquezas.
Toda nación que aspire a desarrollarse deberá saber dotarse de un capital humano y una gerencia pública que haga posible el despliegue de condiciones aceptables y juego limpio con el sector privado.
Aquel Chávez que en 1999 abundaba sobre la “Tercera Vía”, diez años después avanzaría en la destrucción del aparato productivo (sus acólitos afirmaban orondos que lo que se demolía era “el Estado burgués”), penalizando de diversas formas la existencia del capital y la propiedad; nacionalizando, para ser carcomidos por la corrupción, los activos de la República; planteando al empresariado un esquema de rentabilidad imposible, para terminar asfixiándolo; repartiendo plata de forma electorera e irresponsable; regalando petróleo con criterios personales, politiqueros y antojados. Los “precios justos” se convirtieron en productos inexistentes.
Chávez –y Maduro- lo volvió a hacer, volvió a gestar el desastre, ya advertido, de los tiempos de Velasco Alvarado y Morales Bermúdez, en el Perú; de Robert Mugabe, en Zimbabwe; del castrismo y el sandinismo en Cuba y Nicaragua; del nacionalismo revolucionario boliviano; del propio Salvador Allende en Chile.
Movimientos sin pensamiento económico, sin estrategia de Estado, con un voluntarismo hueco y una interpretación infantil de la división del trabajo. Una tragedia que, al ser económica, es también social y política, y cuyas consecuencias, es importante no olvidarlo, fueron advertidas en incontables ocasiones a la clase política local.
Hay, del otro lado del extremo ideológico, movimientos de extrema derecha y ultraliberales que pretenden erigirse en una respuesta a los desafueros del populismo corrupto de la izquierda.
En líneas generales, son movimiento que tienen una fe ontológica en las posibilidades del mercado, y hacen de su desempeño una categorización abstracta que, también, -como le pasa a cierta izquierda cuando suspira por el proletariado- le coloca un sesgo ideológico, un calco resentido que le asigna propiedades taumatúrgicas al laissez faire.
Carlos Menem, en Argentina; Gonzalo Sánchez de Lozada, en Bolivia; Boris Yeltsin, en Rusia, fomentaron la venta indiscriminada de activos estatales (aunque algunos de ellos funcionaran bien); descuidaron el papel regulador del Estado; se rodearon de traficantes con intereses particulares y permitieron el desarrollo de enormes trastornos financieros producto de la especulación y los intereses creados.
Luego de un tiempo de aparente éxito, las economías de sus países saltaron en mil pedazos con macrodevaluaciones, desempleo, corralitos financieros, empobrecimiento y protestas callejeras de desposeídos estafados con aquello de que “la mejor política social es una buena política económica”.
Por supuesto que el extremismo de este tiempo no es un fenómeno exclusivamente latinoamericano. La centrífuga de la polarización invade muchas democracias del mundo, se alimenta de la virulencia de las redes sociales, y su virus ha colonizado al norte desarrollado, Europa, pero muy especialmente a los Estados Unidos, país que encara el enorme reto de renovar su liderazgo en un contexto global particularmente peliagudo para los intereses de la libertad.
La renovación de la democracia demanda la recomposición del centrismo, la sensatez institucional, el eje del péndulo político, el fomento del pacto político como una expresión republicana, como un epicentro de los intereses de los votantes, es decir, de la mayoría.
El consumo de los extremos no sólo niega la diferencia a partir de ciertos desajustes emocionales productos del fanatismo, sino que, a la larga, ubicando un enemigo a vencer, no sólo se fragua el fracaso económico y el naufragio social, sino que se conspira contra la alternabilidad en el mando como una haber de la humanidad.
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