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Las amenazas a la democracia

Alonso Moleiro

La democracia como expresión del juego limpio entre el Estado y los ciudadanos, pierde aliento y se desconfigura en muchas partes del mundo. La democracia sigue siendo un objetivo universal compartido. Pero el ejercicio democrático va perdiendo calidad. En las naciones desarrolladas y en el tercer mundo.

Cuando se concretó el fin del Pacto de Varsovia y el desplome de la Unión Soviética, en 1991, muchas tiranías marxistas hicieron un apurado tránsito al pluripartidismo y el libre mercado, forjando un nuevo bautismo socialdemócrata, en Europa del Este, pero también en Etiopía, en Cabo Verde, en Armenia, en Asia Central, en Mozambique y Mongolia. 

Una ola democratizadora colocaba mandatarios electos que honraban la soberanía popular ahí donde antes había usurpadores en comicios de tercer grado. Hacia finales de los años 90, superados ya los trágicos dilemas de la Guerra Fría,  las dictaduras estaban arrinconadas: la democracia liberal parecía un objetivo compartido en buena parte de la sociedad global postcomunista, incluyendo casi a toda América Latina, y también a partes importantes de África y Asia. 

Se fortaleció el activismo civil, el campo de trabajo de los medios de comunicación, la actitud fiscalizadora de los ciudadanos. Los derechos humanos treparon como criterio político de Estado, y Naciones Unidas ha creado nuevos paneles y observatorios para hacer seguimiento a la labor de los gobiernos.  Las redes sociales ofrecieron nuevas modalidades de activismo. Se debilitaron los partidos históricos, pero se ampliaron los canales de participación y las opciones para la información.

 En particular, el comunismo como ideología, con su sesgo siniestro y sus principios impracticables, conoció, con algunas excepciones, un ocaso casi definitivo, al punto que podría afirmarse que aquellas naciones formalmente comunistas, como China, en el fondo subsisten porque ya no lo son. 

La muerte del comunismo marxista fundamentado en el partido único y el Estado policial obligó a los liderazgos con instinto autocrático a replantearse sus estrategias de dominación. Esa metamorfósis la vivió, en primer lugar, Rusia, en el tránsito de la decadencia de Boris Yeltsin, camino al nuevo ensayo autocrático de Vladimir Putin; y China, en los tiempos de Deng Xiao Ping, momento en el cual el Partido Comunista decidió asumir, en sus términos. pero aceptando sus reglas, el desafío de la globalización.

Cuando entró el año 2000, comenzaron a hacerse visibles los liderazgos de masas con conductas adulteradas. Los nuevos terrenos de la democracia necesitan tiempo para curarse.  Quedaron identificados los primeros modelos dictatoriales «blandos».   Aparecieron políticos como Slobodan Milosevic, que aceptaban el juego democrático, pero para fomentar el descrédito a los arreglos institucionales y el odio racial;  para agitar los instintos más elementales de la población con discursos sencillos y poblados de insultos, con un claro interés continuista.

El populismo carismático, ya suficientemente caracterizado tiempo después, ha asumido identidades en el marco democrático europeo (como Silvio Berlusconi, Georg Haider, Victor Orban o Jean Marie Le Pen) ha endurecido su planteamiento inicial para cimentar dictaduras herméticas (Vladimir Putin, Alexander Lukashenko o Daniel Ortega); ha infectado la política de los Estados Unidos (Donald Trump)  y se ha colado en la cotidianidad de los debates en numerosas naciones del segundo y el tercer mundo ( Recep Erdogan en Turquía o Nayib Bukele en El Salvador).

El populismo carismático, las taras culturales que en sí mismo plantea, el personalismo en la política, el espectáculo sin contenido, la ausencia de compromiso con el juego limpio, el uso instrumental de los deseos de las masas, se va convirtiendo, de hecho, en una de las amenazas más claras al contrato social libre y la vida en libertad en estos tiempos. Uno de sus virus podría mutar dentro de las entrañas de una nación desarrollada, como ya ocurrió en los tiempos de Adolf Hitler, otro esclarecido populista carismático del siglo XX.

La simplificación de las posturas del populismo carismático produce una enorme confusión en personas bien intencionadas, que suelen extraviarse en los anarquizados debates de las redes sociales recién ingresando a la comprensión de la política. Es agua para el molino de la polarización, la negación y la disfunción que todo autócrata necesita. Son muchas las personas que, necesitando conjurar el recuerdo de un populista de la izquierda, se enamoran perdidamente de los guiños de un populista de la extrema derecha. 

Entre los pioneros de esta ola cuestionadora de la democracia liberal, negadora del pacto político, destructora de todo aquello que funcione, buscando la revancha y fomentando el conflicto, se encuentra, sin dudas, Hugo Chávez Frías, uno de los primeros grandes populistas carismáticos de esta era,  a estas alturas ya mucho más tristemente célebre que famoso. El autor de un inútil proceso político que produjo la implosión del único sistema democrático de nuestra historia para crear una hegemonía aún más corrompida que la anterior, que acabó con el superávit petrolero y con la esperanza nacional.

La comprensión de la democracia está en peligro. Los vicios del juego legal se han convertido en regla. Las constituyentes se convirtieron en una trampa. Todo el mundo quiere ser reelecto. Muchos gobiernos son democráticos sólo cuando están en mayoría. Muchos políticos en el mundo parecen tentados por el morbo de perpetuarse, de apropiarse de los otros poderes, de burlarse de los ciudadanos.

 No nos amenazan, propiamente, regímenes de partido único que fusilan a personas en juicios sumarios, como en Corea del Norte. Pero sí hegemonías mediocres, simuladoras de la convivencia, forjadas en consultas sin contenido: élites políticas que secuestran la soberanía nacional y administran la noción del bien para consolidar una impunidad prolongada.

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