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El efecto Bukele

Tomada de Noticieros Televisa

Alonso Moleiro

Se apropia Nayib Bukele, con sus tentáculos, de todos los poderes públicos de El Salvador, abriendo caminos para la reelección presidencial, y dando curso a lo que, con alta probabilidad, será un prolongado predominio político en su país, tomando en cuenta la irremediable mediocridad de sus antecesores, el éxito de sus políticas contra la delincuencia y sus asombrosos niveles de popularidad actual.

De entrada, al comentado proceder del líder centroamericano tocaría analizarlo sacándole las hojas al rábano, por los atenuantes: un Estado asediado por un cuerpo criminal que había tomado unas dimensiones que ponen en peligro la viabilidad misma de la nación, no solo está facultado, sino obligado, a tomar decisiones de fuerza potencialmente extrapolíticas, aunque sea de manera temporal, para imponer los procedimientos de la ley.

Circunstancias tan extremas pueden traer consigo excesos, que tendrán que ser observados y corregidos, pero ningún Estado nacional puede permitir que una conjura de malhechores gobierne por él mientras se vela por el Estado de derecho.

También considero legítimo que la autoridad pública entable procesos de negociación -o de coacción, según lo aconsejen las circunstancias-, con grupos delincuentes organizados, si estos esfuerzos están enmarcados en una estrategia para fortalecer la paz pública. Y que es natural, o al menos comprensible, que ellas sean secretas.

La gestión de muchos gobiernos latinoamericanos en el combate al delito ha sido inoperante e infusa en este tiempo. Desde cierto activismo civil, pienso, con una inexcusable ingenuidad con el delincuente, suele subestimarse un poco la enorme gravedad que entraña el hecho de que un ciudadano sea incapaz de establecer un contrato social razonable en la nación donde nació, para con ella comenzar a ejercer el resto de sus derechos, porque grupos hamponiles lo impiden, e impiden al Estado imponer el cumplimiento de la ley.

Hechas las descargas, sin embargo, con Bukele lo que asombra es cómo a muchos anticomunistas defensores de la democracia les parece natural, y legítimo, su interés en perpetuarse en el poder y apropiarse de todos sus resortes, sus procedimientos jaquetones y amenazantes con los periodistas, su talante unipersonal y abusador.  

Es esa, precisamente, una parte inadvertida del problema del debate político de esta hora: aunque mucha gente lo olvida, una cosa es defender la democracia y otra luchar contra el comunismo. En la crisis global de la democracia liberal que ha originado el populismo carismático, el fantasma del comunismo ha ido generando una fanaticada enajenada de extrema derecha dispuesta a ser seducida por los mandones y el personalismo, particularmente, si, al asesinar malandros, ellos pueden “vivir bien y hacer billete sin tener que meterse en política”, entre otras reflexiones igual de estúpidas.

El “efecto Bukele”, con sus supercárceles cinematográficas y sus esbirros armados, comienza a ser copiado en América Latina, por un elenco subregional de políticos hambrientos de ofrecer aquello que la gente pide. Recuerda en este momento los tiempos fulgurantes de Alberto Fujimori en los años 90 en el Perú. En Venezuela ya nos consta, desde la acera izquierda chavista, que estos experimentos no suelen terminar bien.

En América Latina todavía mucha gente se niega a aprender en cualquier cabeza, sea esta propia o ajena. Al romper el sistema de equilibrios de poderes autónomos, queda vulnerado el juego limpio institucional y el principio de la rendición de cuentas. Lo que adelanta Bukele no es un asunto estrictamente técnico. Es un modelo de dominación y un proyecto personalista. Se consolida la obediencia debida, el chantaje ciudadano, la censura, la opacidad de la corrupción.

En torno a personajes como Bukele, por cierto, retoña en las redes sociales una especie de subproducto retórico de pobrísima factura para justificar tropelías mientras se atacan otras, en torno a la existencia de una “prensa globalista”, presunta tributaria de “el sociocomunismo internacional”, complotado para difamar a este presidente tan decidido a gobernar todo el tiempo que pueda controlándolo todo.

La tolerancia con los abusos de Bukele en el Salvador recuerda a los nostálgicos del perezjimenismo, los desorbitados simpatizantes de Donald Trump y las variantes neofascistas contemporáneas de la política española.

Revelan, sobre todo, una total incomprensión del tesoro de la libertad personal: ese diagrama de deberes y derechos fundamentado en la confianza pública, en la elección popular, en la colaboración ciudadana, en la alternabilidad en el mando, en la obligación de administrar el poder como un don pasajero, el terreno fértil donde la gente hace su vida personal sin imposiciones.

La libertad, que, como dijo José Martí en la Edad de Oro,  “es el derecho a ser honrado, y a pensar y hablar sin hipocresías”.

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