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El colonialismo y el subdesarrollo

Tomada de Alba Ciudad

Alonso Moleiro

Si algún país no tendría mayores reclamos de fondo que hacerle al “imperialismo internacional” por los daños causados a la causa del proyecto republicano, en virtud de haber contado durante décadas con recursos suficientes para planificar su desarrollo, ese es Venezuela.

Esta es una observación que se hizo con cierta frecuencia, y con justificadas razones, en los años de la democracia venezolana (1958-1998), pero que cobra unas dimensiones colosales en los tiempos del chavismo.

El régimen democrático del Pacto de Puntofijo malbarató dinero, pero construyó un entorno de empresas estatales y obras de infraestructura que le cambiaron el rostro a la nación.

En los 25 años de revolución bolivariana, durante el pico de precios petroleros más alto de la historia, la clase política revolucionaria financió un ambicioso proceso de transferencia de recursos a la población que se tradujo, a la postre, luego de una serie de distorsiones cambiarias y fiscales, en un escandaloso desfalco público de carácter sistémico, y que vació por completo las arcas de la nación a partir de 2015.

Luego de plantear un conflicto con los capitales, y de reivindicar como exclusivo el manejo de los activos y empresas más delicados de la república a través de un sinfín de expropiaciones, leyes y decretos habilitantes, los mandos chavistas produjeron un trastorno aún más grave al entorno productivo del país, los ahorros y la capacidad de compra de los trabajadores venezolanos. Ahora no saben hacerse cargo.

En la sociedad de masas del siglo XX, en pleno vigor democrático, era posible, y frecuente, que los voceros más acreditados de la nación y los referentes de la vida civil formularan, al menos, alertas y llamados urgentes en torno a los desafueros de la corrupción y la moral nacional, como en tantas ocasiones lo hicieron, desde sus quehaceres, Arturo Uslar Pietri, Juan Liscano, Jorge Olavarría, Domingo Maza Zabala o José Ignacio Cabrujas.

En estos años, secuestrados por la censura y la mala intención, el debate nacional da interminables vueltas en torno a los mismos giros propagandísticos. Para el alto gobierno en Venezuela no ha pasado nada. No existe criterio de responsabilidad. La cosa pública se degrada a niveles de abyección impensados. Todos los días, para seguir mandando, el sol se tapa con un dedo.

Parece que no importara cuánto dinero ha perdido el país en proyectos de gobierno sin perfil profesional, en compras con sobreprecio, en equipamientos de chatarra, en burlas al interés general. Las autoridades esconden las cifras de la economía; los desfalcos más graves a la nación no se debaten; las zonas de la impunidad son muy conocidas.

Los estragos sociales de la conducta depredadora de muchas naciones europeas con naciones y sociedades menos desarrolladas en los procesos colonialistas de Asia, África y América están a la vista; algunos son de reciente data y han estado suficientemente documentados. Nadie pretende afirmar que no han existido.

Países como el Congo, Haití, Argelia, Guinea, Egipto, Zimbabwue, Sudáfrica, Palestina, Vietnam, Namibia, Nigeria, India, Paquistán o Siria, tendrían, al menos, argumentos para endosar parte de la responsabilidad del rezago de sus sociedades a la rapiña ejercida por los procedimientos colonialistas de naciones como el Reino Unido, Francia o Bélgica en el pasado.

No es el caso de Venezuela. Nuestro país, por mucho que nos avergüence, -y aunque a algunos no les avergüence nada- ha tenido el dinero que necesitaba para financiar su crecimiento y sus planes de desarrollo, y de haberlo administrado honestamente, tanto en la democracia como en la revolución chavista, no estaría en el hueco que está.

Esta es una nación con una buena cantidad de recursos naturales, que lleva más de un siglo sin guerras civiles ni trastornos excesivos, que hace muchos años zanjó sus diferencias fundamentales con los intereses de naciones poderosas, y que cuenta, al menos en teoría, con mandos profesionales lo suficientemente capaces como para afrontar el reto del crecimiento.

Los gobiernos de la democracia cargaron durante mucho tiempo con ese estigma en torno a la leyenda del derroche y las oportunidades perdidas, pero organizaron una industria petrolera ejemplar, construyeron la mayoría de los acueductos y represas del país, multiplicaron sus escuelas y autopistas, electrificaron tempranamente la geografía nacional e hicieron algunas de sus obras más importantes de infraestructura.

La tristemente célebre revolución bolivariana llegó al poder sobre las ruinas del crédito de los gobiernos democráticos, dando lecciones morales sobre pobreza, desigualdades, oligarquías y colonialismo.

Durante todos estos años, dando continuidad al folclor cultural de la izquierda ortodoxa nacional, se han invertido millones de dólares para fundamentar, de forma tácita o expresa, la impresión de que nuestros problemas son responsabilidad de las potencias internacionales.

Hace un par de décadas, conducidos por un teatral José Vicente Rangel, se organizaron por la televisión unas ridículas secuencias televisadas simulando un juicio, planteándole al televidente, con todos los actores chavistas de entonces, una “tribuna libre de condena al imperialismo”.

 Se encumbran excesivamente, para tales fines, a figurines de nuestra historia patria, con mucho de viciosos y poco de virtuosos, como Cipriano Castro, para darle salida a un crónico complejo de inferioridad e intentar convencer a la gente inocente de que, si tenemos algún problema, la culpa es de Europa y los Estados Unidos.

Lo que no es posible, lo que nunca será posible, es que estos dirigentes, como otros dirigentes de la izquierda populista, abandonen el Estado adolescente, y asuman las responsabilidades de sus decisiones y falencias.

Venezuela no es una nación del tercer mundo porque existen unas potencias imperialistas que la explotan y la saquean, como siempre están afirmando los integrantes de la clase política chavista. Venezuela está hoy esperando que le amplíen las licencias a las empresas estadounidenses, que Chevrón aumente sus inversiones y el resto de las multinacionales energéticas inviertan en sus campos petroleros, porque los chavistas quebraron a Petróleos de Venezuela.

Hugo Chávez se pasó años culpando a los políticos de la democracia por confabularse para “privatizar los activos nacionales”. Para remediar el problema, él y sus colaboradores lo que hicieron fue destruirlos.

Venezuela es una nación subdesarrollada porque tiene políticos que son la expresión personificada de su atraso. Tipos demasiado avispados, con exceso de agallas, que siempre quiere salirse con la suya. Incapaces de ubicar moralmente al prójimo. La mayoría de los políticos venezolanos, los chavistas de primero, parten del disparate conceptual que reza que aquello que les interesa a ellos es lo que nos conviene y nos obliga a todos.

Así ha sido siempre. Pero ahora es peor que nunca.

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