
Tomada de Contropiano
Alonso Moleiro
En Venezuela no existe un Estado constitucional, sino un Estado revolucionario. Un abstracción que no fue decretada nunca, que no está consagrada en ninguna formalidad legal, pero que existe, y ha afectado gravemente el desempeño de nuestras vidas.
El Estado revolucionario vigente en el país es producto de un conciliábulo de espaldas a la voluntad popular, con elementos que plantean una ruptura con la Constitución vigente.
Es muy probable que haya sido proclamado en secreto, como un objetivo supremo destinado a ser impuesto. Va más allá de las consultas ciudadanas y la opinión de la mayoría. Uno de los soportes por excelencia del Estado revolucionario chavista es otro cognomento rupturista que nunca fue discutido con nadie: la unión cívico-militar.
El Estado revolucionario, la verdadera fuente de poder del chavismo, tiene una aproximación que calza a medias los mandatos constitucionales. Los usa y los promueve de manera selectiva, siempre orientando los argumentos en función de sus intereses, destacando lo que sea importante destacar, obviando lo que sea necesario obviar y pixelando la realidad.
Cada vez que la oposición venezolana le presenta al chavismo alguna amenaza electoral, el llamado es a “defender la revolución”. El Estado chavista es la consecuencia definitiva del progresivo proceso de colonización de todos los poderes públicos que lleva años adelantando el oficialismo.
La primera declaración que le da la bienvenida al proyecto de un Estado revolucionario -es decir, un Estado que desconozca la alternabilidad en el poder, la dimensión apolítica de las fuerzas armadas y condicione el multipartidismo y la propiedad privada- fue la organización, en 2004, de aquel taller que se llamó El Nuevo Mapa Estratégico, luego de la victoria del Referéndum Revocatorio.
Es ahí donde Hugo Chávez habla por primera vez de “trascender el modelo capitalista”, e “ir más allá del Estado burgués”.
De 2005 en adelante, comenzó a ser relativamente frecuente que la militancia oficialista, replicando el diagnóstico de su líder, así como en todo momento invocara la necesidad de tener una oposición política con la cual confrontarse, comenzara a hablar de la necesidad de “demoler el Estado burgués y construir un Estado revolucionario”.
Un Estado que abjura del pacto constitucional, y que considera completamente natural que las instancias del poder público estén dirigidas por políticos y militares activos afiliados a sus intereses. Integran, no un cuerpo que le rinda tributo a la contraloría y el interés nacional, sino instrumentos concatenados, orientadas hacia un mismo fin, tributarios de un poder ejecutivo que lidera un proceso social, como varias veces lo explicó Carlos Escarrá Malavé.
El Estado revolucionario y sus intereses, su manual de procedimientos, su interpretación del hecho legal, de la historia del país y de la vida nacional, ha colonizado completamente los tribunales, la Fiscalía y la Contraloría, el Poder Electoral y las Fuerzas Armadas.
En estos espacios impera una interpretación facciosa, militante, excluyente, unidimensional, sobrepolitizada, de la vida nacional. Todas tienen en las paredes de sus oficinas unas cadenas de mando de carácter crónico: en el cielo, Simón Bolívar y Hugo Chávez, y acá abajo, Nicolás Maduro.
Los revolucionarios del gobierno suelen creer que nos están independizando del tutelaje colonial de los Estados Unidos, y tienen como enemigos internos a aquellos compatriotas que no comparten semejante absurdo.
Ocupado, como está, en ser antiyanqui, al revolucionario de esta hora no le importa en exceso el estado de las arcas de la república, el atraso de nuestro país, la crisis de la salud, la carencia de servicios básicos, la diáspora ciudadana o el endeudamiento. Levantar el puño izquierdo al escuchar el himno nacional parece que es más importante.
El credo revolucionario adversa a los Estados Unidos, considera a la propiedad privada un mal necesario, desprecia la autonomía de poderes y considera a la alternabilidad política como una interpretación antidialéctica.
La gran marcha hacia atrás
La inesperada derrota electoral sufrida por Hugo Chávez frente a las corrientes de la oposición en el Referéndum de la Reforma Constitucional, en diciembre de 2007, constituyó un importante revés en el anhelado objetivo de dejar atrás, progresivamente, el Estado burgués que Hugo Chávez le propuso a la nación en 1999, expresado en la Constitución Bolivariana.
Aquella derrota puso a Hugo Chávez en la obligación de redoblar esfuerzos para ir transformando los hábitos culturales de este país. De 2008 en adelante, decidió desoír el mandato del electorado, y se dedicó, sistemáticamente, a trastornar y violentar, a punta de decretos y amenazas, la “legalidad burguesa” -es decir, la legalidad.
Entonces comenzó a disolverse, de verdad, eso que en las sociedades civilizadas llaman “el Estado de derecho”. El único derecho que vale en Venezuela es el de los amigos del gobierno.
El chavismo nunca ha disimulado: siempre ha sostenido que las ciencias no son neutras, que las leyes, la economía, la diplomacia, la carrera militar, la investigación científica, las decisiones de Estado, están obligadas a pasar por las imposiciones de la política, es decir, por los intereses superiores de una revolución.
De 2007 a 2012, se aceleró la ola de estatizaciones y expropiaciones; se invirtió muchísimo dinero en el poder comunal; se trabajó con disciplina en la nueva doctrina de las Fuerzas Armadas; se consolidó el dominio oficialista del Poder Judicial; aumentó la exigencia militante en la administración pública; se clausuraron canales de televisión y se confiscaron cientos de estaciones de radio en todo el país.
Conforme las corrientes opositoras comenzaran a crecer en las simpatías del electorado, el poder electoral comenzó a dejar de aparentar neutralidad y se alineó sin ambages con la causa institucional chavista
Heredero de un marco democrático previo, gestado en un mundo posterior a la Guerra Fría, sin Unión Soviética, con el comunismo cursando un descrédito global, la Revolución bolivariana ha creado, para sobrevivir, un modelo blando de dominación, que acepta algunas fórmulas liberales, que puede permitir a sus adversarios ejercer el poder en algunas gobernaciones y alcaldías, y que necesita alimentarse de su leyenda como un movimiento consultivo, popular, genuino y exitoso.
La lidia permanente con la oposición, las interminables acusaciones de conspiración, los pactos momentáneos, son parte de una rutina de trabajo normal, cotidiana, en el funcionario revolucionario. A eso fue que llegaron al gobierno. Aunque disimule, un revolucionario no vino a pactar: vino a imponerse.
El revolucionario que forma parte de este Estado de espaldas a los ciudadanos no siente culpa, mortificación, pesar, responsabilidad, por el maremoto social y económico que ha provocado con sus decisiones, leyes y decretos-ley. Esta demasiado enamorado de su propio nombre.
Si se le arrincona demasiado, nos dirá que son males transitorios, reacomodos de la historia, tensiones inevitables que se viven camino a la sociedad perfecta, que no va en línea recta, sino con reacomodos, similares a las que tuvo que vivir Lenin, Mao o los jacobinos franceses.
Cualquier barbaridad administrativa, legal, pecuniaria, humana que pueda ser cometida, estará siempre cubierta, disuelta, evaporada, por esa romántica auto-leyenda, esa capa de supermán que le encanta vestir al justiciero revolucionario.
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