
Tomada de Expansión
Andrés Cañizález 30.10.25
En China, donde viven unos 1.400 millones de personas, es sin duda en materia económica un vasto y pujante país, sin embargo se erige no como un faro de progreso, sino como la prisión más extensa del planeta. Bajo el dominio absoluto del Partido Comunista Chino (PCCh), el régimen ha tejido una red de control que asfixia las libertades básicas, convirtiendo la vida cotidiana de los ciudadanos en un ejercicio de vigilancia perpetua, para forzar la sumisión.
Este modelo, que combina una aparente libertad económica con una represión política implacable, ha sido elevado a su máxima expresión bajo la dirección Xi Jinping, quien transformó lo que venía operando como un autoritarismo con dirección colectiva a una dictadura personalista.
Nos basamos en informes recientes de organizaciones independientes como Freedom House, Reporteros Sin Fronteras y Amnistía Internacional, para explicar cómo el Estado chino, omnipresente en cada esfera de la existencia, prioriza el mantenimiento del statu quo político a costa de los derechos humanos fundamentales.
El PCCh, fundado en 1921 y en el poder ininterrumpidamente desde 1949, opera como un monolito que no tolera disidencias. Su hegemonía se sustenta en la eliminación sistemática de cualquier forma de oposición organizada. Según el informe más reciente de Freedom House, China obtuvo una puntuación de apenas 9 sobre 100, clasificándose como «No Libre» y ocupando el puesto 189 de 210 países evaluados.
Esta calificación refleja la ausencia total de libertades democráticas: no existen elecciones multipartidistas genuinas, y el sistema de un solo partido impide cualquier mecanismo institucional para la oposición política. Ciudadanos que han intentado formar partidos independientes o movimientos prodemocráticos han sido sistemáticamente encarcelados, puestos bajo arresto domiciliario o exiliados.
El caso de Xu Zhiyong, fundador del Movimiento de los Nuevos Ciudadanos, ilustra esta realidad brutal. Detenido en 2020, fue sentenciado en abril de 2023 a 14 años de prisión por «subversión del poder estatal», mientras que su compañero Ding Jiaxi recibió 12 años por cargos similares. Su delito fue intentar crear un partido distinto al PCCh. Estos veredictos no son anomalías, sino la norma en un régimen que ve en la disidencia no un derecho, sino una amenaza existencial.
La represión se extiende a la esfera académica y educativa, donde el control ideológico es absoluto. Freedom House documenta cómo varias universidades han eliminado referencias a la «libertad de pensamiento» de sus estatutos, reemplazándolas por juramentos de lealtad al PCCH. Profesores y estudiantes enfrentan represalias por expresar opiniones críticas sobre la gobernanza del partido o el liderazgo de Xi.
En regiones periféricas como Xinjiang, Tíbet y Mongolia Interior, el informe de Freedom House destaca políticas agresivas de alteración demográfica, con puntuaciones negativas en indicadores de derechos políticos, lo que evidencia un genocidio cultural disfrazado de «estabilidad nacional». La ausencia de libertades democráticas se agrava con la persecución religiosa, otro pilar de control estatal. Todas las agrupaciones religiosas deben someterse a un proceso riguroso de certificación para ser reconocidas oficialmente; aquellas que se niegan son etiquetadas como ilegales y perseguidas. Miles de templos budistas, taoístas, cristianos y de religiones folclóricas han sido demolidos total o parcialmente en los últimos años.
Una nueva ley que regula los lugares de culto, vigente desde septiembre de 2023, refuerza el control estatal sobre la estructura organizativa y el personal religioso. Prácticas como el Falun Gong, los budistas tibetanos, los musulmanes uigures y las iglesias domésticas cristianas son blanco de campañas sistemáticas de detención y reeducación. Freedom House verificó 933 sentencias contra adherentes al Falun Gong, con penas de hasta 12 años, y estima que muchos más permanecen en prisiones o centros de detención extralegales.
Este panorama no es mero autoritarismo; es una dictadura que borra identidades colectivas para imponer una uniformidad ideológica.
Si las libertades políticas están estranguladas, la libertad de expresión e información languidece en un pozo aún más profundo. El informe del Índice Mundial de la Libertad de Prensa 2025, de Reporteros Sin Fronteras (RSF), posiciona a China en el puesto 172 de 180 países, solo por encima de regímenes notorios como Vietnam, Irán y Corea del Norte. Esta clasificación, basada en cinco indicadores, subraya cómo el gobierno chino ha convertido el periodismo en una profesión de alto riesgo.
El indicador político, que mide la presión de las autoridades sobre los medios, registró una caída global de 7,6 puntos en comparación con el año anterior, pero en China este declive es estructural y endémico. El Departamento Central de Propaganda del PCCH emite directrices regulares a sitios de noticias y plataformas de redes sociales sobre qué restringir, creando un ecosistema mediático donde la censura es la regla y la verdad, una excepción perseguida.
Más de 100.000 sitios web están bloqueados, incluyendo portales de medios internacionales como The New York Times, Reuters, The Wall Street Journal, ABC y BBC. Grandes empresas tecnológicas enfrentan sanciones administrativas por no censurar suficientemente el contenido, como anunció la Administración del Ciberespacio de China (CAC) en enero de 2024. Incluso compañías extranjeras ceden a la presión: Google cerró su servicio de traducción en China en octubre de 2022, y Grindr, una app para la comunidad LGBTQ+, se retiró del mercado.
Zhang Zhan, periodista ciudadana que cubrió la pandemia de COVID-19 en Wuhan, ejemplifica las consecuencias. Liberada en mayo de 2024 tras cuatro años de prisión, fue nuevamente detenida en agosto por abogar por derechos humanos, bajo constante vigilancia estatal. RSF documenta cómo China es uno de los cinco países asiáticos más peligrosos para periodistas, con detenciones arbitrarias, torturas y desapariciones forzadas como herramientas cotidianas.
El régimen no solo silencia voces internas, sino que exporta su represión transnacional, acosando a disidentes en el exilio y presionando a universidades extranjeras para que censuren críticas.
Entretanto, Amnistía Internacional en su informe sobre la situación de los derechos humanos en China para 2025, pinta un retrato devastador de violaciones sistemáticas a los derechos civiles y políticos.
El documento, que cubre eventos hasta mediados de este año, denuncia el uso de los tribunales como instrumentos de represión contra defensores de derechos humanos. En un análisis de 102 acusaciones y veredictos oficiales de 68 casos involucrando a 64 activistas entre 2014 y 2024, Amnistía revela que en más del 90% de los casos, los tribunales recurrieron a provisiones vagas de seguridad nacional u orden público, que son incompatibles con estándares internacionales.
Cargos tales como «subversión del poder estatal», «incitación a la subversión» y «provocación de disturbios», criminalizan expresiones pacíficas, asociaciones y contactos internacionales por parte de activistas chinos de derechos humanos. La expresión en línea —blogs, comentarios en redes sociales o compartir artículos de derechos humanos— recibe tratamiento de evidencia o prueba de una «subversión».
Los presos de conciencia abundan en esta cárcel continental. Xu Zhiyong, mencionado previamente, inició una huelga de hambre en octubre de 2024 para protestar contra el maltrato en prisión. He Fangmei, defensora de derechos de las mujeres y la salud, fue sentenciada en octubre de 2024 a cinco años y seis meses por denunciar el uso de vacunas inseguras. Ikram Nurmehmet, un uigur, fue condenado en enero de 2025 por «participación en actividades terroristas» en vista de que viajó a Turquía. Tras torturas confesó crímenes inexistentes.
El PCCh, como partido único, no permite elecciones libres ni separación de poderes, utilizando la seguridad nacional para justificar detenciones arbitrarias y juicios injustos. En Hong Kong, la Ley de Seguridad Nacional y la nueva Ley del Artículo 23, han erosionado las pocas libertades que existen, con prohibiciones de canciones de protesta y arrestos por himnos nacionales.
Este entramado represivo se enmarca en el «modelo chino», un híbrido que permite actividad económica privada mientras mantiene un Estado omnipresente. Desde las reformas de Deng Xiaoping en 1978, China ha privilegiado empresas foráneas y el capitalismo de Estado, atrayendo inversión extranjera con mano de obra barata y regulaciones laxas en lo económico, pero férreas en lo político.
Gigantes como Apple y Tesla prosperan en China, beneficiándose de incentivos fiscales y acceso a mercados masivos, a cambio de silencio sobre abusos laborales y censura en sus operaciones. Sin embargo, este modelo no democratiza; al contrario, subsidia la represión.
Bajo la presidencia de Xi Jinping, quien asumió el poder en 2012, este autoritarismo colectivo ha mutado hacia una dictadura personalista. Tras décadas de liderazgo institucionalizado post-Mao —con límites de mandato y sucesiones planificadas—, Xi eliminó los límites presidenciales en 2018, consolidando un poder sin precedentes. Su texto «Pensamiento de Xi Jinping sobre el socialismo con características chinas para una nueva era» fue inscrito en la Constitución, y purgas anticorrupción eliminaron rivales, como la campaña que derrocó a decenas de generales y funcionarios.
Xi centralizó el control sobre el ejército, marginó al premier y al Consejo de Estado, y unificó el discurso ideológico en torno a su figura. Esta transición llevó al PCCh, de un manejo colectivo a un culto personal.
Analistas independientes han diseccionado esta deriva con agudeza crítica. Susan Shirk, politóloga de la Universidad de California en San Diego y autora de «China: Fragile Superpower», argumenta en análisis recientes que el regreso a un esquema personalista bajo Xi, como en su época fue con Mao, socava la estabilidad a largo plazo. «Xi ha revertido las reformas de Deng que institucionalizaron el liderazgo colectivo para evitar el caos maoísta. Al concentrar el poder, ignora retroalimentación crítica, lo que lleva a políticas fallidas”, escribió Shirk en un ensayo de 2024 para Foreign Affairs.
Por su parte, Minxin Pei, profesor universitario y autor de «China’s Crony Capitalism», ofrece una visión igualmente incisiva. En un artículo de 2025 para el Journal of Democracy, Pei describe el régimen de Xi como «una dictadura personalista que prioriza la lealtad sobre la competencia».
«El ascenso de tecnócratas militares-industriales en el politburó ilustra cómo Xi militariza la economía para compensar fracasos en innovación tecnológica, pero esto agrava contradicciones y desnuda la debilidad de un sistema donde la disidencia es criminalizada», sostiene Pei.
En conclusión, China bajo Xi Jinping no es un enigma económico, sino una advertencia. La cárcel más grande del mundo opera con precisión: permite riqueza para unos, pero encarcela libertades para todos. Mientras informes de Freedom House, RSF y Amnistía, documentan abusos incesantes, el mundo debe confrontar a este régimen no como socio comercial inevitable, sino como una amenaza a los valores de la democracia.
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