«Ninguna ideología se puede sostener sin valores esenciales como el respeto y la tolerancia», dijo Hernán Jabes, cineasta, autor del videoclip Rotten Town, quien anticipó la tragedia sufrida y de la que al fin se recupera el cantante Onechot. Tragedia que, dicho sea de paso, son similares a las que vivimos a diario en nuestro convulsionado país.
La frase es moralmente correcta, pero lamentablemente históricamente falsa. Las tres ideologías más importantes del siglo XX, el marxismo-leninismo, el fascismo italiano y el nacional-socialismo alemán, se basaron en la intolerancia y sus efectos aún perduran. Las dos ideologías del siglo XIX, el neo-conservadurismo cristiano esgrimido por los republicanos al estilo George W. Bush y el neo-comunismo del siglo XIX, también se basan en la exclusión, la opresión y la intolerancia. No hay ideología incluyente. Toda ideología se construye para identificar a los que son movilizados a la acción política para, en su nombre, tomar el poder, simplificar la complejidad de las decisiones políticas y justificar los actos de los que gobiernan. Toda ideología, en suma, va en contra de alguien.
La democracia es un sistema frágil que se apoya en la razón del elector. La racionalidad política es, no obstante, intencionalmente obstruida por las ideologías debido a los altos costos que para el votante tiene estar informado, adquirir conocimiento e involucrarse cotidianamente en política. Siendo realista, lo máximo a esperar es que la democracia «suavice» las ideologías, que las haga tan ligeras que casi desaparezcan para que los partidos puedan formar coaliciones de electores con diversas preferencias.
Solamente los radicales antidemocráticos e intolerantes de la derecha o de la izquierda extremas demandan ideologías formuladas al detalle. Pero en una suerte de neurosis política, el votante medio (cuya ideología es débil, borrosa o casi inexistente) demanda de los partidos “posiciones ideológicas” que luego no suscribe o no entiende.
El drama de la democracia, entonces, es que necesita un ciudadano moderado, crítico, casi escéptico, pero políticamente motivado para participar. No obstante, este votante medio en general está bastante desinformado porque, con pleno derecho, invierte su tiempo y su dinero en cosas más importantes y gratas. Siendo que el típico ciudadano activo, comprometido con lo público, informado de las opciones políticas, y para colmo moderado ideológicamente, en la práctica casi no existe, la democracia termina en manos de los activistas radicales que presionan además por la inhibición de los moderados, provocando en estos últimos asco por la política o temor a la participación. Para muestra un botón: hoy en día los EE.UU. es casi una mala palabra decirse “moderado” porque los ultraderechistas republicanos, anti-Obama, así lo piensan y lo denuncian. La democracia se fortalece solo si los moderados votan y participan, pero la decepción o el chantaje de los extremistas inhiben su acción.
Un segundo botón de muestra: en Venezuela la política es una carrera de resultado “cabeza a cabeza.” El desempate y la creación de un nuevo balance de fuerzas que permita gobernar a cualquiera que gane unas elecciones, depende de unos pocos independientes. Algunos de ellos son meros oportunistas y muchos otros son ciudadanos temerosos que, en su gran mayoría, se abstienen de participar (y muchas veces de votar) por miedo, porque no quieren “meterse en líos,” porque “no tuvieron tiempo” de registrase o porque les da flojera hacer la cola.
Ese es el drama de la democracia. El consuelo, malo porque no sirve de mucho realmente saberlo, es que no estamos solos en ese drama. Mientras el fanatismo de derecha o de izquierda son tragedias que han llevado a muchos países a situaciones de extrema perversión política (el nacional-socialismo, el socialismo estalinista o el régimen de Bush), el populismo latinoamericano (de derecha a la Fujimori o de izquierda a la Chávez) suena más a comedia de mala factura que intenta remedar sin suerte las tragedias del comunismo, el fascismo o el liberalismo salvaje de otros países. En clave de drama o de comedia, la democracia es la principal víctima del radicalismo de los extremos y de la apatía de los moderados.
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