Luis Salamanca – 9 de octubre de 2015
El siglo XXI era el símbolo del futuro, de las invenciones fantásticas, de una nueva revolución científico-técnica que elevaría el nivel de vida de la gente a nivel mundial. Nuestro país no escapaba a esa expectativa y esperaba mucho del año 2000. Sin embargo, la promesa de mayor progreso terminó estrellándose ante una realidad diametralmente opuesta a la que soñábamos, justo cuando tuvimos una montaña de recursos a nuestra disposición, la más grande de la historia nacional.
Mientras otros países buscaron su mejor acomodo en lo prometido por el tercer milenio, el gobierno venezolano se salió del milenio y produjo una involución histórica sin precedentes en la historia mundial. Lejos de aprovechar la llegada del siglo XXI, el Estado venezolano despilfarró la oportunidad histórica más clara de relanzar a la nación a niveles superiores de desarrollo. Y al final de esta incomprensible voltereta se encuentra hundida en una dramática situación de la cual no da señales de salir sino de hundirse más. El país terminó sumergiéndose en una ciénaga histórica de pobreza, ruina económica, escasez, inflación, inseguridad y falta de servicios.
Venezuela está viviendo en mínimos históricos. Nunca antes en la historia contemporánea los habitantes de este país habían presenciado y sufrido niveles tan bajos de funcionamiento institucional que arrastra consigo a todo el mundo, incluido el sector privado que siempre estuvo a la cabeza de la innovación y la eficiencia.
Venezuela vive el fin de una época que genera perplejidad en la gente que busca salvarse como pueda. La forma de vida económica, social y política que habíamos conseguido articular después de la muerte de Juan Vicente Gómez, está descomponiéndose acelerada y pasmosamente. Todo está en crisis y tanto los aspectos materiales como los espirituales, la dimensión valorativa y la normativa de la existencia, saltan por los aires llevándonos a vivir una vida precaria, brutal e insegura. Al estar todo en crisis, ésta cambia de calidad y se transforma en otra cosa incesantemente, si no es detenida o superada.
Según el DRAE, la crisis es un cambio profundo y de consecuencias importantes en un proceso o una situación, o en la manera en que estos son apreciados. Es una intensificación de los síntomas de una enfermedad, o un cambio brusco en el curso de la misma; una situación mala o más difícil. Pero ya hemos pasado los límites de una crisis y nos encontramos en un territorio inédito, mezcla de caos y descomposición. El modo de vida está virtualmente desaparecido y se vislumbra otro primitivo, hobbesiano, en el que la incertidumbre marcará la vida diaria, en busca de alimentos, medicinas y demás. Sobra decir, que la revolución nos sacó de la vida moderna que llegamos a practicar.
El siglo XXI es un siglo perdido hasta hoy. Si no se detiene la maquinaria infernal de la destrucción nacional la pérdida se extenderá al siglo XXII. Las próximas generaciones nacerán perdidas. Lo que empezó como una promesa de redención se convirtió en una operación de desquiciamiento republicano que nos ha empujado a un orden leviatánico y anárquico. Vivimos una guerra de todos contra todos, afluente de una guerra mayor declarada por el Estado contra la fuentes de producción de riqueza. Vivimos en un Estado paquidérmico, absolutamente inútil para la vida, la que solo es posible en condiciones de igualdad de oportunidades y de libertad.
Mientras más ha crecido el Estado en el siglo XXI, más bajos niveles de funcionamiento general muestra el país. Lo que quiere decir que el Estado ha crecido no para asistir a la sociedad y darle mejores servicios sino para controlar a los ciudadanos políticamente, para crear clientelas políticas y para enquistar una clase política. Para la previsión de problemas y sus soluciones no existe Estado, pero para regimentar a la sociedad en la producción, en la expresión del pensamiento y en el consumo de alimentos escasos, si existe Estado.
Vigilar y castigar es el móvil de este Estado; pero no vigilar y castigar a la criminalidad sino a quienes los molestan en su búsqueda del poder total. Nos aproximamos a una situación de poder desnudo, donde la fuerza podría tener la última palabra visto el agotamiento de la vía electoral para el régimen autoritario que se enfrenta a una derrota el 6D.
El fin de época llega en medio de la mayor mortandad criminal habida en nuestra historia. Nada mejor que los 225.000 muertos del siglo XXI para comprobar que un país está desapareciendo y va emergiendo otro: el de la desolación, el de las calles fantasmales y las noches perdidas. La colonia desapareció tras la Guerra de Independencia con una cifra de 260.000 muertos; el país que se construyó a partir de 1830, lo destruyó la Guerra Federal, con una cifra de 60.000 fallecidos. En ambos casos se destruyó la economía existente. Hoy vivimos los efectos de la destrucción económica e institucional sin haber tenido una guerra pero si un proyecto de demolición de la Venezuela moderna. Nada expresa mejor el fin de una época que el éxodo de más de un millón de venezolanos huyendo del espanto que recorre al país.
Este es el verdadero contexto de las elecciones de 2015. Son ellas el último recurso civil de las generaciones que convivimos en los inicios del siglo XXI. Está en manos de la gente, en el sencillo acto de votar, de presionar una tecla en una máquina, detener esta megatendencia a la destrucción definitiva de lo que queda. La apuesta del madurismo no es recuperar la racionalidad económica sino aprovechar la ruina económica y social, para construir el modelo de sociedad que tiene en mente: una sociedad sometida al gobierno, que decide todo: lo que se come, las medicinas, los carros, etc. Basta ver a Maduro anunciando en cadena nacional que llegaron toneladas de pollo, de medicinas, de carros, que repartió autobuses y casas, que abrió los mercales a cielo abierto. Ahí está el modelo que se aspira: uno en el que el gobierno hace el mercado por nosotros y nos distribuye según su criterio la comida, las medicinas y demás. A eso nos enfrentamos el 6D.
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