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José Ignacio Guédez Yépez
18 de diciembre de 2018
Hace 2.500 años, Platón definió perfectamente a las tiranías en el libro octavo de su diálogo La República, con una descripción exacta del proceso populista que se genera desde la llegada al poder de autodenominados protectores del pueblo, que luego declaran guerras, ejecutan purgas, saquean riquezas y reprimen finalmente al mismo pueblo que juraron proteger. Un ciclo milenario que se sigue evidenciando hoy con pasmosa rigurosidad.
En aquel momento, Platón hacía una crítica a la democracia directa imperante en Grecia, identificando una de sus más grandes amenazas, el populismo, ese mecanismo mediante el cual se destruye la democracia en su propio nombre y desde adentro. Era esa perversión de la democracia calificada por el autor como “tiranía”, la que Platón buscaba evitar con su modelo utópico, que visto desde los ojos de la actualidad pudiera interpretarse como un proyecto de constitución para separar los poderes y diseñar un sistema que esté por encima de la regla de las mayorías sin límites.
Pero no fue sino hasta el siglo veinte cuando la civilización occidental asumió las democracias constitucionales como el modelo a seguir, promover y proteger. La igualdad ante la ley, la única posible, se convirtió en la regla, y los derechos civiles florecieron sin depender de los gobiernos de turno, justamente porque estaban consagrados en una constitución que limitaba incluso el ejercicio del poder de los gobernantes por más popularidad que tuvieran. Este triunfo histórico de la civilización, se erigió además sobre la convicción de que las tiranías populistas eran el enemigo a vencer, en cualquiera de sus versiones supuestamente antagónicas, caracterizadas en los enunciados ideológicos de comunismo y fascismo. La democracia constitucional polarizaba con ambos, convirtiéndose ésta en un consenso de la modernidad.
Sin embargo, la foto final de la Segunda Guerra Mundial y la guerra fría que continuó después, crearon las condiciones para que al menos un tipo de populismo siguiera actuando impunemente con complicidades de las que muy pocos pueden salir absueltos, y que muchas veces se explican por complejos inconscientes. América Latina es ejemplo de lo señalado, víctima constante del asedio comunista que todavía hoy encuentra refugio en Cuba, Venezuela, Nicaragua y Bolivia.
Fidel Castro murió después de ejercer tiránicamente el poder durante décadas, dejando a su hermano a cargo de la dictadura más larga de la historia reciente que sigue aún en plena vigencia. Sin embargo, para muchos no mereció ninguna condena, siendo todavía referente de democracia. Hugo Chávez también gozó de la misma impunidad, a pesar de haber cerrado medios de comunicación, concentrado todo el poder y cambiado varias veces la Constitución para perpetuar su mando absoluto, dejando a cargo luego a quien tiene sumido a Venezuela en la peor tragedia de su historia, ya sin Constitución ni institucionalidad de ningún tipo. Daniel Ortega, quien ha gobernado durante veintitrés años Nicaragua, lo seguirá haciendo a toda costa como lo demostró este año en el que han sido asesinados más de quinientos manifestantes sin que la comunidad internacional se perturbe demasiado. Y de Evo Morales nadie habla porque tan solo tiene trece años en el poder, y pretende seguir ejerciéndolo sin contrapesos luego de que su propio pueblo le dijera que no. En estos cuatro países se concentran 115 años de dictaduras, con un saldo atroz de asesinados, perseguidos, oprimidos y exiliados. Se trata del mismo fenómeno, sin matices, porque, como dijo el ensayista francés Jean-François Revel: “La ilusión de los procomunistas es el pensar que hay otro comunismo distinto del estaliniano. Pero, el estalinismo es la esencia del comunismo. Lo que cambia no es el sistema, sino el rigor, mayor o menor, con el que se aplica”.
Es hora de sustituir la polarización entre derechas e izquierdas por una más existencial y necesaria, aquella entre tiranías populistas y democracias constitucionales. Ningún dogma puede estar por encima de la defensa de los derechos humanos. Debe ser la izquierda democrática la más interesada en condenar el estalinismo y establecer una frontera clara para deslindarse de tantos crímenes inhumanos. Al igual que la derecha democrática debe estar muy atenta de los nuevos fenómenos populistas que desde su acera comienzan a aparecer. Debemos resolver los saldos del siglo pasado para poder enfrentar con éxito los retos de esta época que se vislumbra convulsionada pero llena de oportunidades a la vez. Es hora de reivindicar la gobernabilidad democrática, entendiendo que solo desde el centro se polariza con los extremos que en cualquier caso destruyen ese sistema de garantías ciudadanas que debe ratificarse como el hábitat indispensable para una sociedad libre.
@chatoguedez
El autor es el presidente de la Asociación Causa Democrática Iberoamericana. Secretario general del partido venezolano La Causa R y exsecretario de la Asamblea Nacional de Venezuela.
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