
Elsa Cardozo 19 de septiembre de 2019
El pasado 11 de septiembre, durante la reunión del Consejo Permanente de la OEA, fue aprobada la convocatoria del Órgano de Consulta del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca para atender la crítica situación venezolana. No se trata de desestimar la polémica sobre si es o no factible el empleo de la fuerza armada, tanto más cuando en la misma sesión del Consejo Permanente fue ese el asunto más debatido. Pero más allá de la discusión sobre la medida extrema que contempla ese tratado, ya convocada como ha sido esta Reunión de Cancilleres, conviene poner en perspectiva el hecho de que la situación venezolana haya llegado a este punto en la OEA, los asuntos que se han sumado a la agenda sobre Venezuela y la utilidad de su consideración en la instancia recién convocada.
La solicitud fue presentada por los gobiernos de Argentina, Brasil, Colombia, Guatemala, Haití, Honduras, El Salvador, Estados Unidos, Paraguay, República Dominicana y el gobierno interino de Venezuela, por considerar que la situación venezolana “tiene un impacto desestabilizador, representando una clara amenaza a la paz y a la seguridad en el Hemisferio”. Esta calificación viene precedida por una larga secuencia de informes y resoluciones del Sistema Interamericano en los que quedaron definidos problemas, condenas, demandas y propuestas de actuación ante la agudización de la crisis venezolana en todas sus dimensiones.
Los cuatro informes del Secretario General, Luis Almagro, de junio de 2016; marzo, julio y septiembre de 2017, y el “Informe de la Secretaria General de la Organización de los Estados Americanos y del Panel de Expertos Independientes sobre la Posible Comisión de Crímenes de Lesa Humanidad en Venezuela”, de mayo de 2018, siguen siendo referencia fundamental como diagnósticos, demandas al gobierno y propuestas de medidas en el marco de la Carta Democrática Interamericana y la justicia penal internacional. No menos fundamentales han sido los Informes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos: tanto los especiales publicados en octubre de 2003 (luego la última visita in loco autorizada por el gobierno venezolano), diciembre de 2009 y febrero de 2018, como la inclusión de Venezuela desde 2002 en el Capítulo IV –sobre situaciones críticas– de sus informes anuales, salvo en 2004 cuando el caso fue tratado en la sección de evaluación de seguimiento de las recomendaciones del año previo.
Tarea importante, inabarcable en estas líneas, es seguir el rastro de los debates, las resoluciones y medidas resultantes de reuniones del Consejo Permanente y la Asamblea General. La secuencia de la aceleración del deterioro de la situación de Venezuela puede evaluarse allí en dos registros: el de la gravedad creciente de los temas y el de la dificultad para responder colectivamente a una crisis cuya agudización fue desbordando en todas sus facetas a las fronteras venezolanas. Entre 2002 y 2004 la participación del Secretario General en la Mesa de Negociación y Acuerdos había revelado la atención especial de la OEA a una emergencia política que, sin embargo, fue dada por resuelta sin reparar en las violaciones a los acuerdos logrados. De poco valió la alerta del segundo informe de la CIDH, en 2009, cuando la llamada “ola rosada” de alianzas y silencios favorecía la omisión. Mientras tanto, el gobierno venezolano buscaba apoyos en foros de su elección y desechaba obligaciones: tras el incumplimiento de las sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos desde 1995, presentó en 2012 su denuncia de la Convención Americana sobre Derechos Humanos materializada en 2013.
A partir de 2015, cambios en el mapa político regional y los informes del nuevo Secretario General volvieron a colocar el tema en la mesa hemisférica, pero siempre con atascos cuando se asomaban, de manera muy limitada, los alcances del artículo 20 de la Carta Democrática, es decir, la calificación de la ilegitimidad democrática en el ejercicio del gobierno y el acuerdo sobre los pasos a seguir para responder diplomáticamente. En abril de 2017 el gobierno venezolano presentó su solicitud de retiro de la OEA, efectivo en abril de 2019. Es dato importante de ese momento que, si bien se lograron los votos para la convocatoria de una Reunión de Consulta de Cancilleres tras la Resolución del Consejo Permanente 1078, del 3 de abril 2017 sobre la alteración del orden constitucional, en la Asamblea General de junio de 2017, en México, no fue posible aprobar resolución alguna sobre medidas a adoptar.
No por casualidad, en agosto de 2017 se produjo la primera declaración del conjunto de países democráticos reunidos en el Grupo de Lima, con disposición a hacer suyos los compromisos de la Carta Democrática. Tampoco es extraño que en ese mismo mes, a las sanciones focalizadas en personas en el marco de la Ley de 2014 , se sumaran las primeras de naturaleza sectorial impuestas por el gobierno de Estados Unidos.
Lo cierto es que el deterioro de la situación venezolana mostró cada vez más crudamente que la pérdida de la democracia y de la garantía de los derechos humanos en su más amplio espectro tenía efectos inmediatos y consecuencias de largo aliento fuera del país: migración forzada de millones de personas en condiciones cada vez más precarias; evidencias crecientes de corrupción e ilícitos transnacionalizados; destrucción ambiental incontenible en las fronteras nacionales; apertura amenazante a asistencia, armamento y presencia de militares de otros países; evidencias discursivas y materiales sobre grupos irregulares armados operando en y desde territorio venezolano. Esos son temas incorporables a la agenda del Órgano de Consulta del Tiar, entendido como una reunión de Cancilleres de un menor número de países pero más sinceramente comprometidos con la activación de medidas que contribuyan la solución de la crisis venezolana y sus efectos regionales.
Es ya bien conocido el abanico de medidas posibles prevista en el artículo 8 del Tiar –desde diplomáticas y consulares hasta económicas, de comunicaciones y militares– pero también lo es, o debería serlo, la evolución en el uso de medidas internacionales para hacerlas más eficientes.
Al aprobar la convocatoria del Órgano de Consulta, con los votos de doce de los diecisiete países parte del Tiar presentes en la reunión del 11 de septiembre, se abstuvieron los representantes de Costa Rica, Uruguay, Trinidad y Tobago, Panamá y Perú. Una enmienda para descartar el uso de la fuerza fue presentada por Costa Rica, Chile y Perú, si bien fue derrotada con los votos de El Salvador, Estados Unidos, Guatemala, Honduras, Paraguay, Venezuela, Argentina, Brasil y Colombia basados en el argumento de que es al Órgano de Consulta al que corresponde decidir al respecto. La aprobación de una u otra medida es decisión a tomar por mayoría calificada, de modo que no sobra tomar nota de los votos y las posiciones manifiestos en la sesión del 11 de septiembre. Añádase que durante la discusión abierta a todos los miembros presentes en el Consejo Permanente, el representante de Colombia se esmeró en explicar que en dos decenas de convocatorias nunca la invocación del Tiar había dado lugar a intervenciones militares. Posteriormente, el 17 de septiembre, una declaración del Departamento de Estado sobre la suspensión de las conversaciones en Noruega también precisó el alcance económico y político de las medidas a concertar. En suma, las reservas ante la última de las opciones se mantienen.
Concertación de estrategias de presión y persuasión para el retorno a la democracia, de medidas para facilitar la asistencia humanitaria y para apoyar la atención a los migrantes y coordinación en seguridad ante la crisis venezolana, son parte del repertorio que este foro podría considerar. A fin de cuentas, la más importante ventaja de esta convocatoria es que, en el marco del sistema interamericano, ofrece a la comunidad democrática hemisférica más interesada en la solución de la emergencia venezolana la oportunidad de coordinar respuestas prontas y eficientes, entre sí con la Asamblea Nacional y la Presidencia interina de Venezuela.
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