
Elsa Cardozo
A las iniciativas de reanimación de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños desde las presidencias rotativas de Andrés Manuel López Obrador en 2021 y Alberto Fernández en 2022, se han ido sumando las de ampliar la Comunidad Andina con la reincorporación de Venezuela y Chile, planteada por Gustavo Petro en Lima a finales de agosto pasado, la de reincorporar a Venezuela al Mercosur que ha venido promoviéndose desde Buenos Aires y que ahora Alberto Fernández se ha propuesto mover asumiendo que contará con el apoyo de Lula da Silva. Se ha sumado luego la carta de siete expresidentes y once excancilleres dirigida a los presidentes suramericanos para solicitar la recreación de la Unión de Naciones Suramericanas.
Cada una de estas iniciativas merece atención: por sí mismas y para la región, pero también por lo que en este momento significan para Venezuela y para la posibilidad de su recuperación democrática.
Regionalmente, hay señales tan abundantes como diversas sobre la importancia de concertar, sea para procurar –una vez más– incrementar el comercio regional, para impulsar la cooperación ante problemas regionales comunes o para fortalecer la voz regional en temas y foros internacionales de interés estratégico. Los nuevos gobiernos progresistas, para utilizar un calificativo genérico de izquierdas que no oculta su diversidad, han sido motores de este nuevo impulso en la región económicamente menos integrada del mundo. Lo han dicho y evidenciado en los meses recientes ante diferentes instancias – desde la Cumbre de las Américas en Los Ángeles hasta la reunión ministerial de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños en Buenos Aires– pero siempre desde referencias muy centradas en los problemas de gobernabilidad que tanto condicionan las perspectivas geopolíticas de cada cual. El reto está en identificar los asuntos de interés común y disponerse a concertar posiciones y políticas en torno a ellos. Por lo pronto, sin embargo, apenas se perfilan denominadores comunes mínimos, muy generales, con pocas referencias a la institucionalidad. Esto último es especialmente crítico cuando se consideran los alientos a la reincorporación de Venezuela a la CAN y el Mercosur y, particularmente, a la recreación de la UNASUR, en un momento nacional e internacional muy complicado: tanto para el régimen que busca normalizar sus relaciones exteriores como para las causas humanitarias y democrática, que a fin de cuentas son una sola.
La invitación al retorno de Venezuela –también de Chile más el ingreso de Argentina– propuesta por Gustavo Petro a la CAN a finales de agosto en Lima, fue reiterada al lado de Maduro el primero de noviembre en Caracas. En Lima, su discurso ante el Consejo Presidencial Andino habló de esa ampliación como vía para fortalecer la integración regional con más planificación, impulso a energías limpias, tratados de recuperación de la selva Amazónica e inversión en educación, más la idea de convocar una cumbre regional para discutir la política antidrogas. Con indudable énfasis en la transición energética, valoró la ampliación de la actual CAN, pero también insertó una referencia al valor de la Convención Americana de Derechos humanos. Lo hizo inmediatamente después de afirmar que “si los caminos de la democracia se están desgastando, qué bien sería que la Comunidad Andina pudiera ampliarse bajo un acuerdo mínimo”. En Caracas, después del encuentro privado con Maduro, Petro insistió en la solicitud a la CAN de invitar a Venezuela a volver como miembro “con todos los poderes, con todos sus derechos y deberes” y enseguida reiteró la propuesta de que Venezuela regrese al Sistema Interamericano de Derechos Humanos que
“en la práctica, es la democracia liberal”, añadió. Por su parte, la respuesta de Maduro fue breve e imprecisa en estos dos asuntos, que no figuraron en la declaración conjunta firmada el día de la visita. Aunque días después afirmó: “Estamos decididos a incorporarnos a la Comunidad Andina de Naciones (sic) con toda nuestra capacidad productiva, con nuestra capacidad comercial y una economía creciendo”. Fue la vicepresidente Delcy Rodríguez quien precisó ante la Corporación Andina de Fomento que “retornar a la CAN implica llevar a cabo una revisión que permita identificar la manera adecuada de participar en el sistema andino de integración”. Sobran razones para pensar que se trata principalmente de razones comerciales. La institucionalidad de la CAN incluye el Compromiso de la CAN por la Democracia y la Carta Andina para la promoción y Protección de los Derechos Humanos, que no fueron mencionados por los presidentes Maduro y Petro tras su encuentro, ni en la declaración conjunta que firmaron ese día, como tampoco lo fue el tema del regreso a la Convención Americana de Derechos Humanos.
Más opaco en estos asuntos es el recientemente reiterado planteamiento argentino sobre el reingreso de Venezuela al Mercosur, de donde no salió –como de la CAN en 2006– por voluntad propia. Su membresía fue suspendida en agosto de 2017 como resultado de la aplicación de las medidas previstas en el Protocolo de Ushuaia, la cláusula democrática del Mercosur. Este acuerdo también cuenta con el Protocolo de Asunción, su compromiso con la promoción y protección de los derechos humanos. La propuesta del gobierno de Alberto Fernández –precedida por declaraciones en las que relativiza el tema de derechos humanos y enfatiza sobre argumentos económicos y geopolíticos– deja de lado expresamente el compromiso democrático que los socios del Mercosur consideraron violados por la inconstitucionalidad de la convocatoria y elección de la Asamblea Constituyente. También, por cierto, desestima, en lo comercial, las obligaciones que tenía pendientes Venezuela antes de ser suspendida y las que ahora tendría que honrar. Por lo pronto, se mantienen las reservas ante una iniciativa que requiere de consenso y no parece probable que lo logre.
De otras complejidades es la carta-propuesta de expresidentes y excancilleres de recrear la Unasur a partir del diagnóstico y la defensa de la vigencia de un foro regional suramericano. Tras un diagnóstico en varios aspectos debatible a la vez que innecesario para la constatación de la necesidad y beneficios potenciales de la integración regional, señala demasiado brevemente que “no se trata sin embargo de una reconstitución puramente nostálgica de un pasado que ya no existe. Una nueva UNASUR debe hacerse cargo autocríticamente de las deficiencias del proceso anterior”. Enseguida, pasa a hacer propuestas políticas-institucionales que enmendarían deficiencias que se fueron agravando con el paso de los años hasta provocar la disolución del acuerdo por la salida de sus miembros. No es el caso ahora hacer el examen de las deficiencias que la propia carta propone superar, entre las que se encuentran una institucionalidad aparatosa, ineficiente –por la regla de consenso (y en consecuencia, poder de veto) y por la amplitud de su agenda (que la carta propuesta reduce y actualiza) – y vulnerable por su dependencia de las afinidades políticas y personales entre los presidentes.
Sí conviene, en cambio, pensando en Venezuela y también en Bolivia y el resto de Suramérica, detenerse en dos referencias ausentes. La primera, es el Estatuto del Consejo Electoral de la Unasur, que debilitó la observación electoral integral con la figura del acompañamiento electoral, con menores competencias y tareas, muy sujetas al control del gobierno solicitante. La segunda es el Protocolo Adicional al Tratado Constitutivo de UNASUR sobre Compromiso con la Democracia que, aunque aprobado nueve años después de la Carta Democrática Interamericana, limitó sus enunciados de modo que se concentraron en la protección de los gobiernos democráticamente elegidos independientemente de la constitucionalidad de sus desempeños. No es el caso negar que la Unasur tuvo iniciativas importantes ante crisis regionales, como las de Bolivia (2008), Honduras (2009), Ecuador (2010) y Paraguay (2012). En el caso de Venezuela (entre 2013 y 2015) fue la única organización multilateral de alcance regional cuyo acompañamiento en elecciones (2013, 2015) y diálogos (Diálogo Nacional 2014) fue aceptable para el gobierno, siempre que este lo condicionara y convocara. Pero tampoco cabe ignorar cómo y cuánto comenzaron a pesar los apoyos y vetos de Venezuela en la parcialización, debilitamiento y disolución de hecho de la Unasur entre abril y junio de 2018.
De vuelta al presente y a las propuestas e invitaciones a Venezuela, valgan tres breves comentarios finales. El primero es coincidir en que a Latinoamérica le sigue haciendo mucha falta concertarse en temas fundamentales para la gobernabilidad de cada país y para lograr más eficientes vinculaciones internacionales. El segundo es que esa revinculación regional es tan necesaria como complicada, especialmente en tiempos en los que, junto con múltiples emergencias propias y ajenas, crecen las tentaciones engañosas de protagonismo. El tercero es que, en su diversidad, las secuencias de la Comunidad Andina, el Mercosur y, especialmente, la Unasur parecen ilustrar lo mucho que sigue pesando –como lastre– las debilidades y conveniencias frente a los liderazgos y conductas autoritarias.
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