
Alonso Moleiro
Con disciplina e innegable eficacia, el chavismo como movimiento –el partido de gobierno, sus aliados y sus acólitos, incrustados en las entrañas del Estado nacional- lleva adelante una persistente y ubicua campaña para ubicar a las sanciones internacionales en contra de Nicolás Maduro como la causa por excelencia, el nudo gordiano de las insuficiencias cotidianas que debe padecer la ciudadanía en este tiempo.
Se trata de una estrategia propagandística en toda la regla que ha hecho suya la dirigencia y la militancia oficialista, y se exhibe entre la población como un elemento para el regateo, como un argumento en descargo, tocado por la obligación urgente de triangular responsabilidades ante las demandas salariales y el malestar social. Es una campaña que se apoya en la censura y el caos de la opinión pública.
Algunos militantes de base se creen con sinceridad los elementos de esta ofensiva comunicacional: Venezuela llegó a una ruina que ya nadie puede negar, gracias a que el imperialismo la ha sancionado. Otros, especialmente los dirigentes, saben que están mintiendo, pero igual disimulan, porque necesitan argumentos para retener el poder a cualquier costo.
Lo cierto es que, en el marco de la ruptura del pacto cívico que comporta todo proceso revolucionario, este es el discurso del chavismo: si Venezuela ya no es la misma, y está tan mal que ni sueldos decentes puede pagar, es únicamente por culpa de las sanciones internacionales.
Las directrices de esta campaña son decididas por el PSUV. Los contenidos de la “línea” discursiva oficialista, apalancados por el sistema nacional de medios públicos, bajan sin problemas al regazo de su militancia y sus zonas de influencia, que los hace propios para reproducirlos con una coherencia que ya quisiera para sí la Oposición.
Este despliegue tiene un carácter continuo, sistemático, prescinde de los argumentos y rehúye del contraste de evidencias y el cruce de opiniones. Es una bandera levantada en voz alta que está evitando ser analizada. Avanza cuando es posible, y se detiene, o se repliega momentáneamente, cuando las circunstancias lo aconsejan.
El “partido-Estado” impulsa etiquetas en las redes, diseña spots televisivos, convoca encuentros de solidaridad, organiza mitines enardecidos, presiona con el lobby internacional, financia la compra de voceros adversarios, busca aliados en el exterior y trabaja con el estado anímico de su militancia en sindicatos, universidades y fábricas.
La promoción de bulos y el fomento de verdades a medias sobre el impacto de las sanciones, presentados como constructos incontestables en los entornos informativos oficialistas, se abre paso con bastante naturalidad en el contexto actual de la opinión pública, apoyándose en la dispersión y el canibalismo de las facciones opositoras.
La campaña sobre las sanciones internacionales ha permitido al chavismo anclar su defensa en torno a una circunstancia concreta, procurando darle cuerpo a lo que antes eran argumentos relativamente infusos para evadir su responsabilidad sobre la actual catástrofe nacional, como aquel de la guerra económica de la burguesía. Permite al ejecutivo chavista victimizarse y evadir los reclamos ciudadanos sobre el derrumbe de la gobernabilidad en Venezuela vigente a partir del año 2014.
Por supuesto que un sector mayoritario del país tiene claro que la grave crisis que ha hecho casi imposible la vida en Venezuela en estos años –el desborde delictivo, la crisis eléctrica, la pulverización de los sueldos, el desabastecimiento, la hiperinflación, la crisis hospitalaria- tienen una data larga, con responsables concretos en la administración de los recursos del país, y que en eso han consistido los sobresaltos y enardecidas protestas de este tiempo.
Sin embargo, el inciso de “las sanciones” que ha desarrollado el chavismo como estrategia comunicacional, a fuerza de ser repetido, cristalizó como palanca movilizadora y se va convirtiendo en el argumento por excelencia de los defensores del status quo. Una consecuencia que ha querido ser presentada como una causa.
La tragedia histórica multifactorial que vivimos –que se alimenta de la renuencia del chavismo a rendir cuenta de sus desafueros administrativos y asumir las consecuencias de sus excesos- fue advertida como una posibilidad, y el PSUV pasó años negándola. Ha forjado una diáspora de millones de personas, en el marco de una crisis humanitaria denunciada con todas sus letras por varios años.
La oposición no pudo mantener en su lugar la acusación sobre las causas de una crisis humanitaria reiteradamente denunciada, cuyos ecos llegaron a Naciones Unidas, ni ningún otro relato, gracias a la mediocridad de su aparato político, a la falta de horizontes compartidos de sus líderes fundamentales, y a la crisis moral de la sociedad venezolana, que también se expresa en las estructuras de la sociedad democrática.
El chavismo decide y ejecuta. La dirigencia opositora sigue metida en su laberinto: tendiéndose zancadillas, contradiciéndose, hablando mal los unos de los otros, incumpliendo sus pactos, defendiendo sus zonas de influencia, quebrantando su confianza, destruyendo lo logrado para siempre volver a comenzar.
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