
José G Castrillo M (*)
Los Estados Unidos y Brasil son dos grandes naciones en términos de población, territorio y de capacidades económicas y productivas, que tienen diferencias culturales y sociales importantes. Hoy, son dos democracias que luchan para preservarse ante la amenaza del populismo, la polarización y la postverdad.
Ambas naciones cuentan con tradición política democrática: Estados Unidos desde hace doscientos años viene evolucionando hasta llegar a ser una república democrática, con un tipo muy particular de régimen: el presidente se elige por elecciones de segundo grado; los estados tienen autonomía política y los miembros del tribunal supremo son propuesto por el presidente y electos por el Congreso, como jueces vitalicios.
En Brasil, cuya democracia electoral se recuperó en 1985, después de estar bajo control de una dictadura militar desde 1964, el presidente es electo por voto directo y el Congreso Nacional tiene mucho peso en la gestión y administración del gobierno. Parte de la burocracia y altos funcionarios son fichas de los partidos políticos que hacen vida en el parlamento, con el cual el presidente debe transar cuotas de poder y cargos para que los proyectos de ley que necesita para alcanzar los objetivos y metas de su programa de gobierno, sean aprobados. Es, por tanto, una democracia de acuerdos-consensos, y transacciones entre el Ejecutivo y el Legislativo.
En los Estados Unidos, con un dominante sistema bipartidista-republicanos y demócratas- que después de la segunda guerra mundial, a pesar de sus diferencias ideológicas y sociales, impulsaron acuerdos bipartidistas en función del bien común, permitió un proceso de evolución y desarrollo político progresista e inclusivo. La Constitución de Estados Unidos fue diseñada para inducir a los partidos a buscar acuerdos mediante el diseño de un sistema de control y equilibrio. El presidente de Estados Unidos lidera la política del gobierno, pero el Congreso (bicameral) controla el presupuesto y el presidente de la cámara de representante (cámara baja), establece la agenda de actuación del Poder Legislativo sobre las propuestas del Poder Ejecutivo.
Podemos destacar que, en ambas naciones, los regímenes políticos dominantes fueron sostenibles y funcionaron porque había una cultura política de la negociación y el acuerdo, que se imponía en los momentos de mayor crispación entre las facciones enfrentadas. Al final, cada partido o facción cedía en función del interés común, dejando de lado sus intereses partidistas.
Hoy somos testigos de la crisis de la cultura política de la negociación y el acuerdo entre fuerzas políticas legítimas, crisis que se expresa en una lucha existencial entre facciones que ven al adversario político no como tal, sino como una amenaza que hay que destruir o neutralizar.
En ese contexto del fin del acuerdo político y la búsqueda de puntos de coincidencias en la diversidad y pluralidad, emergen voces y líderes políticos que ahondaron las diferencias y propician la polarización social y política, amenazando, por tanto, a la democracia como aquel régimen político donde la mayoría se impone, pero las minorías se respetan y reconocen.
En Brasil emerge Bolsonaro, quien con un discurso radical mete el dedo en la grave crisis política y económica que vive ese país luego de la salida de Dilma de la presidencia y la detención de Lula por un caso de corrupción. Él promete acabar con el Partido de los Trabajadores y con todo lo que este representaba para la sociedad brasileña: decepcionada y cansada de los gobiernos del PT por lo bueno, lo malo y lo feo de sus ejecutorias. Con un discurso revanchista gana la presidencia en 2018 y asume el poder, no para unir sino para dividir más al país, a lo cual agregamos su terrible gestión de la pandemia de COVID -19 y su rechazo a los controles o contrapesos institucionales.
Bolsonaro, es derrotado en octubre de 2022, por Lula Da Silva, al cual no reconoce explícitamente como ganador, manteniendo una ambigüedad que generó duda en sus seguidores que pedían que las fuerzas armadas no reconocieran al nuevo presidente: el 08 de enero los bolsonaristas toman las sedes de los poderes públicos (presidencia, Congreso Nacional y el Tribunal de Justicia), causando graves destrozos.
En los Estados Unidos, llega al poder en 2016, Donald Trump, empresario devenido en outsider de la política del Partido Republicano, ganando por el voto electoral (colegio electoral), pero con menos votos populares que su rival demócrata, Hilary Clinton (sistema electoral muy sui generis). Trump desde el primer día de su administración se dedicó a pelear con todos los poderes institucionales del Estado, denigró a minorías importantes, manejó en forma irresponsable la gestión de la pandemia de COVID -19 y puso en cuestionamiento los resultados de la elección presidencial de 2020, la cual perdió frente al demócrata Joe Biden, a pesar de la evidencia que le dieron el fiscal general de la república, los gobernadores de estados, que son los responsables de los procesos electorales (la mayoría del partido republicano), el Tribunal Supremo, el FBI y hasta la Agencia de Seguridad Nacional (NSA), que le confirmaron que los resultados electorales fueron claros y evidentes: Biden había ganado en buena lid.
Estados Unidos y Brasil son grandes naciones, sin embargo, sobre ellas revolotean amenazas a sus regímenes políticos: el populismo simplista y chabacano del trumpismo y el bolsonarismo, respectivamente. Ambos son movimientos políticos y sociales de peso y cuyos seguidores creen las mentiras, las terribles simplificaciones y visiones distorsionadas sobre lo que debe ser el ejercicio de la política de sus respectivos líderes: Donald Trump y Jair Bolsonaro, porque ambos desprecian a la democracia con sus reglas de juego y contrapesos.
(*) Politólogo / Magister en Planificación del Desarrollo Global