
Tomada de Universidad Católica del Maule
Alonso Moleiro
El trauma emocional que ha supuesto para muchos transitar la legalidad del chavismo, y el derrumbe ético de la izquierda en el ejercicio de poder en la región, ha convertido a los venezolanos, como a muchos latinoamericanos de esta hora, en el mercado natural para cualquier propuesta electoral de la derecha o de la extrema derecha.
Circunstancia esta que, para quien escribe, luego de este prolongado predominio de la izquierda disfuncional en este lado del mundo, no entraña un contenido moralizador ni expresa necesariamente un estado de alarma. No es ni buena ni mala: sencillamente es.
La sobredosis de estatizaciones, el abuso unilateral, los estragos en el ultraje a la propiedad privada, la impunidad corrompida de la izquierda populista chavista, con la grave carga de consecuencias que todo esto tuvo para la economía y el valor del trabajo, han ido dotando a parte de nuestras clases medias, pero también a muchos en los sectores populares, en la diáspora o dentro del país, de una clara certeza anticomunista.
En América Latina, entretanto, como en algunos confines de Europa, el fracaso o el estancamiento de las soluciones en democracia segrega de manera cíclica nuevos liderazgos extravagantes, populismos carismáticos cuestionadores del pacto democrático, del centro político, de los procedimientos del Estado de derecho, de la consolidación de instituciones como expresión del aprendizaje colectivo.
Con el paso del tiempo, parte importante de aquellos venezolanos relajados y equidistantes que integraban el mito de la cordialidad criolla, educados para respetar las opiniones ajenas, han ido deviniendo en individuos con parcelas muy concretas de tolerancia, prevenidos en exceso ante determinadas demandas, con un margen más escaso para tolerar opiniones discrepantes.
Sacudidos por el estrés postraumático frente a cualquier cosa que emerja de la izquierda, – sobre todo en la densa nube de la diáspora-, los venezolanos somos una versión mutante contemporánea del exilio cubano; los polacos de Sudamérica. Un gigante reservorio para las iniciativas conservadoras. Ahora, de manera inercial, tendemos a priorizar a las derechas en nuestro arco de simpatías, y queremos prevenir a los indiferentes de otros países porque “venimos del futuro”: cualquier variante de la izquierda democrática –Boric, Petro, y hasta Pedro Sánchez- concretará el advenimiento de una revolución marxista y una tragedia nacional como la nuestra.
El anticomunismo que respira resentido en una capa importante de la población de dentro y fuera del país quizás no ha sido suficientemente estudiado como fenómeno demoscópico, o en el campo de la psicología de masas, acaso porque acá puedan desprenderse algunas conclusiones no demasiado agradables sobre su naturaleza y sus causas.
En las corrientes migratorias venezolanas de este tiempo nace un curioso subproducto cultural de personas que, al mismo tiempo, son inmigrantes y xenófobos, y que con mucha rapidez se enamoran perdidamente de cualquier variante populista conservadora que fomente el desprecio de clases, el asco ante la pobreza y la diferencia, la intolerancia racial, especializada en agitar los instintos más elementales de la población.
Amantes de la democracia que, huyendo de Hugo Chávez, se extravían inmediatamente ante los postulados de VOX, los discursos desmelenados e inconducentes de Javier Milei, o los ardides fraudulentos de Donald Trump.
Desde cierto punto de vista, es cierto, el anticomunismo venezolano podría ser asumido con algo de naturalidad, como una consecuencia legítima ante las magnitudes del desafuero chavista, su fracaso sin atenuantes y la pérdida de la esperanza nacional.
Pero, bien visto, el anticomunismo es una tendencia con una carga emocional muy negativa, potencialmente explosiva, inscrita en la sensación de revancha, que siempre será necesario mirar con recelo y hacerle seguimiento crítico.
Así como se ha matado mucha gente a nombre de la justicia social y el comunismo, también millones de personas han sido asesinadas buscando extirparlo. El anticomunismo termina siendo el otro extremo del planteamiento que expresa la polarización política, el desorden metabólico más común de las democracias modernas en este tiempo.
Aunque es razonable admitir que existen suficientes motivos para adversar al comunismo, los principios abiertamente anticomunistas tienen un sesgo paranoide, un trastorno emocional que lo separa de la realidad. Con una enorme frecuencia, el anticomunismo, como el propio comunismo, se convierte en una camisa de fuerza donde gobiernan los dogmas y los prejuicios.
No es necesario ser anticomunista para tener absolutamente clara la matriz pervertida del comunismo como sistema de estado, su naturaleza castradora, su hipocresía represiva y su carácter oscuro. El problema estribaría en no morder el anzuelo de la provocación para presentarle una réplica dogmatizada desde la derecha.
A comienzos del siglo XX, entre las asimetrías sociales y el conservadurismo eclesiástico, el comunismo lucía atrevido, vanguardista, desafiante, moderno. Su propuesta aparentemente complementaria y cooperativista le robó el corazón a muchas personas en el mundo de las artes, las letras y las ciencias. Muy poco tiempo después, evidenció su verdadera naturaleza y se convirtió en un gigantesco fraude social y ético. Su aporte a la política contemporánea, quizás de forma indirecta, ha consistido en ser uno de los inductores del ingreso de las masas al hecho público.
En lugar de concretar de manera irreversible las revoluciones que profetizó Karl Marx en el norte desarrollado, el relato del obrero como sujeto de la historia tuvo un encontronazo dialéctico con el capitalismo liberal en el siglo XIX, a partir del cual se consolidó, entre la tesis y la antítesis hegeliana, la síntesis del contrato social en una economía de mercado: las relaciones laborales modernas, el derecho a la huelga, el valor del voto directo y secreto, las vacaciones pagadas, los sindicatos autónomos, los pliegos conciliatorios patronales y la protección social de las democracias modernas europeas y norteamericanas, e incluso latinoamericanas y asiáticas.
Conquistas de los trabajadores que tienen un carácter universal, independientemente de que sea cierto que queda muchísimo por hacer, a las cuales, por cierto, no tuvo derecho nadie en Corea del Norte, Cuba, la Unión Soviética y el resto de los engendros en la siniestra extorsión del régimen de partido obrero.
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