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Programa mínimo, política e historia

Tomás Straka

El pasado 4 de agosto los candidatos que se presentarán a las primarias de la oposición firmaron el documento “Principios comunes del programa mínimo de gobierno de cambio, unidad y reconstrucción nacional”.  Aunque no es la primera vez que el sector opositor acuerda un proyecto común, el que acaban de suscribir los trece candidatos se destaca por tres razones: la sencillez, como suelen ser, de las Tablas de la Ley para acá, de los programas exitosos; el compromiso de un plan común pero respetuoso de la autonomía de los candidatos, cosa importante en medio de las notorias divergencias entre varios de ellos y, sobre todo, después del gesto de desunión de María Corina Machado en el evento realizado en la Universidad Católica Andrés Bello el 12 de julio; y la carga histórica de la frase programa mínimo en el contexto venezolano.  Es esto último en lo que nos vamos a detener.

La evocación de la Historia siempre ha sido un recurso de la política.  Fuente de legitimación de distintas causas (“los derechos históricos” sobre un territorio o las “leyes históricas” que explican una revolución) o de referencia para inspirar  determinados valores (“hoy por una feliz coincidencia conmemoramos la fecha clásica de la gran batalla decisiva de la Libertad Sudamericana, la batalla de Ayacucho, hagamos votos porque nuevos Sucres vengan a ilustrar las gloriosas páginas de nuestra Historia Patria…”*), la memoria es un tema central de los  discursos políticos y de la legislación de los Estados.  A veces simplemente como excusa, como imitación –parodia, dijo Karl Marx- para revestir de solemnidad peleas de la hora o ambiciones personales; pero en muchas otras como herramientas eficientes para adelantar amplios proyectos sociopolíticos, cimentar ciudadanías, meditar y diseñar legislaciones, por lo general las tres cosas alineadas entre sí.  Ya la dirección y contenido de aquellos proyectos, ciudadanías y legislaciones dependerá de lo que se interprete de la historia, porque una cosa es elaborarla desde la versión impuesta por la Academia de Ciencias de la URSS o “la historia me absolverá” de Fidel Castro, y otra desde la vergangeheitspolitik de los demócratas alemanes de la postguerra.

Los venezolanos hemos tenido bastante de todo esto, en especial en el último cuarto de siglo del chavismo, cuando el tradicional bolivarianismo se transmutó en socialismo bolivariano o “la Cuarta” (Cuarta República), pintada con los peores colores, en la gran justificación de la proyecto revolucionario que habría de acabar con todos sus males.  En la otra acera ideológica, como respuesta, se dio una revaloración de la democracia nacida en 1958 (y ya no tan querida cuarenta años después, lo que explica en gran medida el triunfo electoral de Hugo Chávez), y de algunos de sus personajes, como Rómulo Betancourt o incluso Carlos Andrés Pérez.  El rescate de la idea de un programa mínimo como guía para construir el futuro, responde a ello.  Después de todo lo que se denostó del puntofijismo, tanto en los años inmediatamente anteriores al chavismo, como después de 1998, cuando Chávez estiró hasta el extremo la connotación peyorativa del término, desempolvar uno de los acuerdos esenciales del modelo de Puntofijo, demuestra no sólo una reconciliación con lo que significó.  En especial la toma de consciencia de lo que representó políticamente: una medida eficiente para consolidar a la democracia.

La idea de programa mínimo entró a la política venezolana de la mano de Betancourt, tres décadas antes de los acuerdos de 1958.  La tomó de sus lecturas leninistas, en la cuales se señala que el camino hacia el comunismo comienza con un programa mínimo de democratización y socialización, para después, dadas ya las condiciones, llegar al programa máximo (en particular se puede leer al respecto en el texto de 1905 de Lenin, Dos tácticas de la socialdemocracia en la revolución democrática, que puede bajarse de varios sitios en Internet).  Se trata de un programa reformista que en muy poco tiempo marcó la diferencia entre la socialdemocracia y el comunismo, ya que la primera corriente, formada por los discípulos y herederos inmediatos de Karl Marx (que al cabo había delineado el programa en su famoso Manifiesto comunista de 1848), concluyó que con las reformas graduales, en un marco de libertades económicas y políticas más o menos liberales, se podía llegar más lejos en la justicia social que dentro de la dictadura del proletariado comunista.  Cuando Betancourt y el grupo de exiliados que lideraba en Colombia publicaron su famoso Plan de Barranquilla en 1931, lo planteó como un programa mínimo, que rápidamente fue condenado por los comunistas.  Fue el programa democrático, que no contemplaba la supresión de la propiedad privada ni la dictadura del proletariado (eufemismo de la dictadura de los Partidos Comunistas) que finalmente ejecutarían a partir de 1958, plenamente alineados con Occidente.

Cuando en 1958, después de la dolorosa experiencia de diez años de dictadura, los partidos políticos se vieron ante el reto de fundar una democracia estable, decidieron diseñar una ruta común a través de varios pactos.  Era un poco el espíritu de la época, ya que se contaba con los antecedentes de los pactos Sitges y San Carlos, que en Colombia habían facilitado el retorno a la democracia y la creación del Frente Nacional; del Pacto Frondizi-Perón, conocido como Pacto de Caracas, por haberse comenzado a negociar en la capital venezolana en enero de 1958; y el también llamado Pacto de Caracas, de julio de 1958, entre toda la oposición cubana que luchaba contra la dictadura de Fulgencio Batista.  El 20 de enero de 1958, cuando Marcos Pérez Jiménez daba muestras de no poder controlar la insurrección que se había desatado y que al día siguiente desembocaría en una huelga general, Rómulo Betancourt, Rafael Caldera y Jóvito Villalba acordaron unir sus acciones en una reunión en Nueva York (por ello algunos lo llaman Pacto de Nueva York). No era poca cosa, después de sus agrias diferencias durante el ensayo democrático 1945-48. Caído ya el dictador, siguieron los acuerdos: el Avenimiento Obrero-Patronal del 24 de abril de 1958, la Declaración de principios de los profesionales universitarios y profesores, del 21 de agosto de 1958; el Pacto de Puntofijo, de respeto a los resultados electorales, del 31 de octubre de 1958; el Pacto de unidad estudiantil, del 21 de noviembre de 1958; y finalmente el Programa mínimo conjunto, de los tres candidatos presidenciales (Betancourt por Acción Democrática, Caldera por COPEI, y Wolfgang Larrazábal por Unión Democrática Republicana y el Partido Comunista de Venezuela), que postulaba un gobierno de unidad nacional, con miembros de todos los partidos, con unas políticas de Estado cuyos lineamientos todos se comprometían a respetar.  Este programa recoge y amplía muchas de las cosas del Plan de Barranquilla, entre otras cosas porque no fue una hechura sólo de Acción Democrática, y porque ya se había abandonado cualquier idea de un programa máximo de cualquier otra índole.  Venezuela entraba al “consenso socialdemócrata”, como lo llamó Tony Judt (o en todo caso socialdemócrata-socialcristiano) del Occidente de la postguerra.

Aunque el Pacto de Puntofijo tenía objetivos muy delimitados, terminó dándole el nombre a todo el sistema de una democracia que seguiría funcionando con pactos, como el  Modus vivendi con la Iglesia Católica de 1964 y llamado Pacto Institucional de 1971, y que de ese modo logró sortear los golpes militares de derecha, la guerrilla comunista y la crisis económica de los primeros años.  A partir de la década de los setenta, cuando se combinó el boom de los precios del petróleo con la aparente desaparición de los peligros, de los pactos quedaron sobre todo su parte más operativa, en especial la repartición de cargos entre los distintos partidos, que pronto favorecieron a la corrupción y a la progresiva pérdida de la meritocracia en el funcionariado público. De allí que puntofijismo y pacto se asociaran finalmente a componenda, incluso a cohecho. Nunca se llegó a los extremos de desprofesionalización y desinstitucionalización que se verían después, pero hay indicios claros de que aquella lógica se mantuvo (y potenció) en el sistema impuesto por Hugo Chávez, en parte porque sus dos grandes pilares, las Fuerzas Armadas y los partidos de izquierda, habían participado activamente en el puntofijismo (los guerrilleros pacificados obtuvieron también cuotas de poder y cargos, sobre todo en el ámbito cultural y educativo).   

El acuerdo de programa mínimo firmado por los candidatos a las primarias de la oposición, recoge el espíritu de los acuerdos de Puntofijo.  Sus firmantes se han comprometido a atender a la emergencia humanitaria compleja y a estabilizar la economía, y aceptaron respetar un conjunto de valores básicos: el Estado de derecho democrático, los Derechos Humanos, la descentralización, una economía “próspera y socialmente incluyente”, cambios en la política energética, “restablecimiento de los principios históricos y constitucionales de la política exterior venezolana”, “defensa de la misión constitucional encomendada a la Fuerza Armada Nacional” y respeto a la alternabilidad. Es un texto mucho más general que el de 1958, que elude señalar cualquier política específica (¿cómo se construirá una economía “próspera y socialmente incluyente”? Es más, ¿qué significa eso?).  Acaso en lo de la política exterior haya algunas referencias más claras, con base en lo que señalen los historiadores al respecto; así como con lo referente a la Fuerza Armada, que puede remitirse al texto constitucional.

Pero se trata de un importantísimo paso.  Hay que recordar que a diferencia de 1958, son trece candidatos en vez de tres; y aunque sus discrepancias no han llegado hasta ahora a los enconos que durante el Trienio tuvieron AD y COPEI, es probable que la lectura de las desventuras de la oposición en el último cuarto de siglo no sea tan coincidente como llegaron a tenerla Caldera, Villalba y Betancourt sobre las suyas en Nueva York (lo cual es un tanto en contra de los actuales firmantes). Otra diferencia, no menor, es que los tres firmantes de 1958 contaban una certeza que los trece de 2023 carecen: que uno de ellos llegaría al poder el año siguiente.  No tenían frente a sí un adversario radicalmente opuesto a sus valores –y a la vez con un enorme poder-  ni había temores importantes sobre las elecciones, al menos no de ese tipo, sino sobre lo que podría pasar después.   De allí que si esta apelación a la Historia encierra lo fundamental de lo que el pasado da a la política –inspiración, valores a emular, legitimidad- requiere aún de muchos pasos concretos para que no termine en parodia, sino en un logro concreto, alineado con los grandes principios y victorias de nuestras luchas democráticas.     


* Proclama de Cipriano Castro del 9 de diciembre de 1902 a propósito del bloqueo y bombardeo de las costas venezolanas por las armadas de Gran Bretaña y Alemania.

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