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Antipolítica con A mayúscula

Tomada de Nueva Revista

Rafel Quiñones

Tanto en una democracia como en una autocracia, se puede resumir el papel de la oposición política en dos roles: tratar de influir sobre la agenda pública del gobierno y aspirar a arrebatarle el poder a futuro a ese mismo gobierno. En autocracia, la oposición tiene la misión adicional de general un contexto político, sea a través de la negociación o procesos insurreccionales, que permita un sistema democrático donde la oposición cumpla esos dos roles. En resumidas cuentas, el papel de una oposición es generar influencia en el uso del poder político e intentar alcanzarlo.

Pero ¿se puede llamar oposición política a quien no cumple con estas dos funciones, especialmente en una autocracia? Política para Kant era gobernar rectamente según la Constitución. Para Arendt y Aristóteles sería ejercer el poder según las leyes de la Polis. Para Maquiavelo, Hobbes y Weber, sería la lucha por obtener el poder, conservarlo e incrementar su radio. En el primer caso, es usar el poder para fines virtuosos, mientras que, en el segundo, los mecanismos para alcanzarlo y conservarlo. En ambos casos, la obtención del poder y su uso implican confrontaciones. Y con una autocracia, en que los esquemas autoritarios impiden que la ciudadanía ejerza control alguno sobre la agenda pública y especialmente en competir por la obtención de poder bajo reglas libres y justas, la confrontación es mucho mayor. Por lo tanto, la oposición tanto en democracia, pero especialmente en autocracia, debe estar preparada para un juego político conflictivo, antes de hablar de negociación, acuerdos y consensos.

Sin embargo, en Venezuela es cada vez más popular dentro de ciertos círculos intelectuales, políticos y empresariales el argumento de que el país necesita “hacer política con P mayúscula”. En esa definición “curiosa” de política, la idea es que la oposición no debe ni aspirar a un cambio político que la lleve al poder ni presionar al poder del Estado para que responda a las estructuras institucionales que regulan el poder como la Constitución y otros mecanismos. El argumento es que al renunciar al conflicto en torno al poder, se pueden construir consensos “para los intereses comunes de todos los venezolanos”. Sinceramente ¿esto tiene sentido?

Todo ejercicio de política implica conflicto, ya sea para obtener o mantener el poder, como para utilizarlo. No hay ninguna visión de poder conocida en la que la lucha del poder y el conflicto no esté presente. Manuel García Pelayo, en su obra “Idea de la política”, nos orienta al sostener que en una sociedad libre y democrática, la lucha de poder se intenta encauzar en vías civilizadas, creando espacios donde la competencia por el poder sea intelectual y pacífica en vez de violenta, eliminando total o parcialmente los medios violentos de lucha, y civilizando la lucha por el poder pasando de medios violentos a una lucha agonal bajo reglas aceptadas por todos. NUNCA se habla de renuncia al conflicto por el poder en ninguna concepción de política que hasta el momento se conozca.

En democracia, por ser un sistema basado en la libertad y la pluralidad, la política se disputa con base a la competencia entre adversarios de forma agonal y estructuras institucionales que obligan a todas las partes a cumplir las normas. En autocracia, donde el poder es usado arbitrariamente por el autócrata, la lucha es existencial, sólo el autócrata busca el exterminio existencial de sus adversarios políticos. En ambas, el conflicto por la obtención, conservación y uso del poder se mantiene.

En autocracia, los grupos opositores, justamente para posibilitar un sistema político en donde la persecución del poder sea civilizada, competitiva y agonal, tienen que buscar claramente un cambio del sistema político. Ese cambio puede ser radical, con uso de la violencia para cambiar rápidamente el sistema, o uno basado en la negociación política, que implica un proceso de liberalización de las condiciones políticas que se viven en autocracia, que lleven a una transición hacia un sistema democrático (a través de elecciones libres y competitivas) que a su vez conduzcan a la consolidación de ese sistema.

Si ya en democracia es inconcebible hacer política sin confrontación por el poder, en autocracia es aún más imposible. El autócrata busca la eliminación existencial de sus adversarios (ahora convertidos en enemigos) y no hay otra forma de combatir el exterminio propio que por la confrontación, ya sea igualmente existencial o para obligar al autócrata (por diversos mecanismos que no toca a este escrito detallar) entrar en un esquema agonal de luchar por el poder. Simplemente renunciar a presionar sobre el uso del poder y competir para su obtención no se puede llamar “hacer política con P”. Simplemente se llama sumisión. Una que se origina porque el hacer resistencia y confrontación a una autocracia simplemente puede llevar a la exterminación física de quien lo adversa.

Suele utilizarse frecuentemente el término política como “la actitud de quienes se oponen a la política”. En un sentido más estricto, se suele catalogar como antipolíticas a las organizaciones, candidatos o propuestas políticas que participan electoralmente mediante la crítica al sistema político existente y posicionándose como opuestos o externos al mismo como estrategia electoral. La antipolítica no es la ausencia ni la negación de la política ni el apoliticismo, sino una postura política hostil hacia la política existente. Pero esta “Política con P mayúscula”, es la verdadera antipolítica, porque política verdadera es esencialmente conflicto por el poder, no su renuncia para evitar confrontaciones.

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