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“Ni por las buenas, ni por las malas”

Tomada del NYT

Alonso Moleiro

El comportamiento de las élites chavistas antes y después de los resultados electorales anunciados el pasado 28 de julio ha producido un comprensible estupor, pero la verdad es que estamos frente a un desenlace que tenía mucho tiempo gravitando entre todos como una posibilidad. El asunto fue siempre el cuándo y el cómo.

El debate sobre la probable imposición de una dictadura en Venezuela comenzó en enero de 1999, apenas Hugo Chávez entró al Palacio de Miraflores, con su lenguaje artillado y sus modales armados. El Comandante abrió fuegos el propio día de su toma de posesión, al afirmar que su presidencia podría durar “cinco, diez, quince años, quién sabe”.

Aunque el tema objeto de debate, el proyecto chavista ha sido denunciado como autoritario desde el día número uno. El autoritarismo competitivo en estudio se fue desprendiendo de sus apellidos artísticos politológicos para convertirse finalmente en una autocracia. Un sistema político que se paga y se da el vuelto.

Por lo demás, ha quedado visto que mortificaciones que tenía el campo democrático sobre la deriva dictatorial del chavismo estaban totalmente justificadas. No era jugando que la dirigencia del entonces MVR decía que “esta revolución llegó para quedarse”.

Las corrientes revolucionarias que arribaron al poder con la llegada del siglo asumieron parte de los modales consultivos y electorales entonces imperantes, heredados de la cultura democrática del Pacto de Puntofijo, y fueron construyendo un modelo hegemónico blando, que imitaba algunos procedimientos de la democracia liberal, que permitía la crítica y sobrecalentaba el debate público promoviendo la conflictividad política en un contexto de lucha de clases.

El fin del consenso democrático -estigmatizado luego como “burgués”- que reglamentó Chávez, fue problematizando la cultura del acuerdo, caotizando la cohabitación política nacional y regional, intoxicando al mundo militar con contenidos político-partidistas e imponiendo directrices que usaban la letra constitucional como una mascarada de libre interpretación. Se acabó el proyecto compartido. Regresaron los demonios facciosos del siglo XIX.

 La Constitución Bolivariana, como alguna vez dijo el tristemente célebre José Tadeo Monagas, terminó “dando para todo”: en Venezuela se empezó a construir una fulana “sociedad comunal” que se tradujo en pérdidas patrimoniales millonarias, aún cuando la palabra “socialismo” no es nombrada una sola vez en el texto constitucional; y se problematizó hasta el extremo la propiedad privada, aunque sus derechos sí estuvieran expresamente consagrados en la carta magna.

Al quedar roto el pacto que sostenía el ideal democrático y garantizaba la igualdad de derechos políticos frente a la ley, se radicalizó la polarización y se agravó terriblemente la gobernabilidad del país. El debate cotidiano, los procedimientos administrativos, la rendición de cuentas, la pérdida patrimonial, el deterioro productivo, la propia valoración de la verdad, se fueron degradando progresivamente hasta el nivel actual.

El fin de la lealtad democrática entre corrientes políticas respecto a lo que finalmente manifiesta la voluntad popular -y la ponderación del cambio de mando pacífico entre corrientes adversas, como filamento de las sociedades civilizadas-, regresó a la nación, como era previsible, a las zonas más sórdidas del tercermundismo político.

Hoy la alternabilidad en el poder como conquista ciudadana, incluso a nivel regional, se ha desconfigurado. Es una de las varias circunstancias que explican el colapso de los servicios y el terrible retroceso de la calidad de vida de la población.

El talante permisivo y a primera vista plural que fue modulando Hugo Chávez como parte de su tinglado populista, enmascaraba un propósito hegemónico y continuista que entraba en franca ruptura con el proyecto constitucional que ellos mismos promovieron para ganarse la voluntad de la población.

Los chavistas se rasgaron las vestiduras sobre el valor moral de la democracia mientras estaban bien en las encuestas, y comenzaron a endurecer el tono e imprimirle un sesgo policial a sus procedimientos al extinguirse el apoyo popular.

Y así los oímos, durante todos estos años, de crisis en crisis, de elección en elección, de diálogo en diálogo, afirmando periódicamente que “más nunca” iban a entregar el poder político; que la oposición “no volverá” a gobernar Venezuela; que a Miraflores no se regresa “ni por las buenas ni por las malas”, y que las elecciones presidenciales “no se organizan para perderlas”.

Frases estas soltadas de forma periódica, nada antojada, en cualquier mitin, en cualquier actividad organizativa, en cualquier programa de opinión, y que fueron consolidando una especie de convicción en las zonas más comprometidas de la militancia popular oficialista: que una revolución es un proceso irreversible, que no sabe de alternancias ni de cambios de parecer; y la marcha de la Revolución bolivariana debe ser garantizada a todo evento. Cualquier medio es válido para tal fin.

Para poder hacer realidad este sueño era necesario trabajar duro para modificar el pensamiento militar y divorciarlo del contenido obligante del voto popular, y al mismo tiempo, armar civiles para imponerle su voluntad al resto de los civiles desarmados.  Ese es el legado de Hugo Chávez.

No es cierto que Nicolás Maduro ha desvirtuado la herencia de Hugo Chávez, que ha desviado el proyecto, que no ha cumplido con las directrices del Plan de la Patria o que ha vaciado de contenido la marcha de la Revolución bolivariana luego de lo sucedido el 28 de julio, como afirman muchos disidentes del madurismo del tiempo reciente, todavía chavistas nostálgicos del pasado.

Personalmente estoy convencido de que, desde 2014 hasta hoy, Nicolás Maduro ha hecho en el gobierno todo aquello que Chávez le dejó como encargo. Por eso es que ha logrado retener la legitimidad y la marca de la Revolución bolivariana, además de la obediencia de los militares.  Hugo Chávez no hubiera permitido jamás que le arrebataran el poder en unas elecciones que tendría perdidas, como las tenía Maduro.

La única pulsión que de verdad atiende Maduro es la preservación y la continuidad de la revolución: hacer todo lo necesario para que “no gobierne la derecha”. Independientemente del desmantelamiento del país, o la huida masiva de sus habitantes por la frontera, un incendio que eventualmente atenderán más adelante.

La dirigencia del PSUV considera normal hablar de política en actos militares; colocar a sus dirigentes en todos los sectores del Estado; eliminar los concursos de oposición e imponer la lealtad revolucionaria; colocarle “protectores” designados a los gobernadores electos; expropiar cualquier activo privado; reprimir el descontento e inhibir su salida del gobierno.

La dirigencia chavista debería de dejar de disimular con el tema de la democracia, la participación, mandato sagrado la legitimidad popular y el de la Constitución: ya tenemos un buen rato metidos en esta historia. Tenemos mucho tiempo oyéndolos hablar.

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