
Tomada de La Sexta
José G. Castrillo M. (*) 04.04.25
Las relaciones entre Estados Unidos y Rusia representan, sin duda, un dilema estratégico y multivectorial. A lo largo de los últimos 80 años, estas potencias han alternado entre periodos de confrontación (ideológica y geoestratégica) y momentos de cooperación, logrando acuerdos para gestionar problemas comunes cuando sus intereses nacionales coincidían.
Durante la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), ambas potencias eran adversarios ideológicos y sus acciones estaban orientadas a confrontar o contener al otro. Sin embargo, esta confrontación se dejó de lado cuando el nazismo alemán se convirtió en una amenaza existencial tanto para el mundo occidental de la democracia liberal como para la Unión Soviética comunista.
Tras la derrota de la maquinaria nazi y sus aliados —Italia y Japón—, Estados Unidos y la Unión Soviética emergieron como las superpotencias triunfadoras de la Segunda Guerra Mundial, imponiendo sus intereses y neutralizando el poder de las potencias imperiales tradicionales, como Gran Bretaña y Francia. Además, ambos apoyaron los procesos de descolonización en África y Asia.
Más tarde, la cooperación entre Estados Unidos y la Unión Soviética dio paso a una nueva fase de confrontación, conocida como la Guerra Fría. Este enfrentamiento culminó en la década de 1990 con la disolución de la Unión Soviética. Estados Unidos se erigió entonces como la potencia geoestratégica dominante, sin un rival de peso, mientras que Rusia intentaba redefinir su lugar en el nuevo orden unipolar.
En ese contexto, Estados Unidos y sus aliados intentaron cambiar a la Rusia postsoviética de adversario a un aliado estratégico. No obstante, la dinámica política interna, la crisis económica y la falta de comprensión de las inquietudes de seguridad de Moscú impidieron que Rusia se convirtiera en un socio confiable para Occidente.
Rusia, por su parte, trabajó en la reconstrucción de su agenda política, utilizando una combinación de poder duro y blando para recuperar su esfera de influencia. En 2001, tras los atentados del 11 de septiembre, el gobierno de George W. Bush declaró la guerra contra «el terrorismo», señalando que «quien no estuviera con ellos, estaría en su contra». Rusia respondió apoyando a Estados Unidos en su lucha contra actores terroristas, aportando información de inteligencia.
Pero, para 2007, las relaciones entre Estados Unidos y Rusia ya atravesaban un nuevo periodo de confrontación ideológica, que se agudizó en 2008 con la intervención rusa en Georgia, la anexión de Crimea en 2014 y, más recientemente, con la invasión de Ucrania en febrero de 2022.
Hasta la administración de Joe Biden, Rusia era uno de los actores geoestratégicos catalogados como adversario declarado de Estados Unidos. Por tanto, la política de Washington se centraba en confrontar y reducir el margen de maniobra de Moscú. En este contexto, durante la guerra en Ucrania, Estados Unidos se convirtió en el mayor aliado militar y político de Kiev.
Con la llegada de Donald Trump al poder se ha producido un punto de inflexión en la política de Washington hacia Moscú: la nueva administración trabaja aceleradamente para recomponer sus relaciones con Rusia, buscando una paz que favorezca sus intereses con el fin de centrar su atención en la región Asia-Pacífico y confrontar, sin distracciones, a China.
Este objetivo estratégico de la administración Trump, en términos de equilibrio de poder, indica que procurará romper la asociación estratégica entre Rusia y China. Para ello, deberá hacer concesiones a Moscú en su espacio geopolítico, incluso si eso implica prescindir de Ucrania como Estado pivote para contener las ambiciones geopolíticas de Rusia en Europa.
En primera instancia, el gobierno de Trump pareciera reconocer que, en el actual escenario internacional, se están consolidando esferas de influencia de grandes potencias que deben ser aceptadas. En este sentido, ha señalado que es posible que, en algún momento, Ucrania pase a formar parte de Rusia.
Para la nueva élite gobernante de Estados Unidos —la tecnoplutocracia que gira en torno al presidente Trump—, el principal obstáculo para «hacer grande de nuevo a Norteamérica» es China. Por tanto, todo su poder debe enfocarse en evitar que el país asiático se convierta en la superpotencia que desplace a Estados Unidos como líder político, económico y tecnológico global. Ganarse la confianza y el apoyo de Rusia es una prioridad para la administración Trump, aunque ello implique hacer concesiones geopolíticas en Europa, particularmente en la guerra de Ucrania, permitiendo que Moscú conserve sus ganancias territoriales (20% del territorio) y que Kiev no ingrese a la OTAN.
Para una parte importante de la comunidad internacional, el cambio de la política de Estados Unidos hacia Rusia representa un dilema estratégico, al pasar de una relación de confrontación a una de asociación basada en acuerdos y reparto de esferas de influencia.
Lord Palmerston afirmó que los Estados «no tienen aliados eternos ni enemigos perpetuos«. Hoy, esta frase cobra relevancia ante el cambio de política de la Casa Blanca frente a Rusia.
(*) Politólogo / Magíster en Planificación del Desarrollo Global.
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