
Tomada de France 24
Alex Fergusson 01.10.25
Hace pocos días, el presidente Nicolás Maduro anunció un decreto que se hizo público recientemente para declarar el “Estado de Conmoción Exterior”, en respuesta al despliegue marítimo de los Estados Unidos en el sur del Caribe, muy cerca de las costas de Venezuela, y argumentando agresiones y amenazas extranjeras.
Al respecto dijo que se trataba de “el primer decreto constitucional para que toda la nación, toda la república, toda la institucionalidad, todo hombre y mujer, ciudadano y ciudadana de este país, tenga el respaldo, la protección y la activación de todas las fuerzas de la sociedad venezolana para responder a las amenazas, o si se diera el caso, a cualquier ataque que se hiciera contra Venezuela”.
El estado de conmoción exterior es uno de los cuatro estados de excepción contemplados en la Constitución venezolana, y se aplica en casos de conflicto externo que amenace la seguridad nacional, pero debe ser aprobado por la Asamblea Nacional y la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia dentro de los ocho días siguientes a su presentación formal.
Su base legal se encuentra en los artículos 337, 338 y 339 de la Constitución: el artículo 337 establece que los estados de excepción son medidas temporales y extraordinarias; el artículo 338 define los tipos de estados de excepción, incluyendo la conmoción exterior; el artículo 339 estipula que el decreto debe ser presentado a la Asamblea Nacional (o a la comisión delegada) para su aprobación dentro de las 72 horas siguientes, y que debe cumplir con los principios de necesidad, proporcionalidad y temporalidad. También se apoya en la Ley Orgánica sobre Estados de Excepción (2001), la cual desarrolla en detalle los procedimientos, alcances y limitaciones de estos decretos.
Esta medida puede durar, inicialmente, 90 días prorrogables por otros 90 con aprobación de la Asamblea Nacional. Entre sus implicaciones están: restricción temporal de garantías constitucionales, excepto derechos fundamentales; medidas extraordinarias para restablecer el orden; limitaciones a la libertad de tránsito; suspensión temporal de ciertas libertades y movilización de fuerzas armadas. Y es que la relación entre Venezuela y los Estados Unidos ha estado marcada por una profunda y constante tensión diplomática y económica, y escalando a lo largo de los años. Aunque ha habido momentos de comunicación, la postura de Estados Unidos hacia el gobierno de Nicolás Maduro ha sido de máxima presión, mientras que Venezuela ha respondido con una postura de defensa de su soberanía frente a lo que considera una agresión extranjera.
Quizás, un punto de inflexión en las relaciones fue la declaración de la administración de Barack Obama en 2015, que designó a Venezuela como una «amenaza inusual y extraordinaria» a la seguridad nacional de EE. UU.
Esta declaración fue renovada por las administraciones posteriores, incluyendo la primera presidencia de Donald Trump, luego por la de Joe Biden, y ahora, con la segunda Administración de Trump, ha servido de base para la imposición de numerosas sanciones, las cuales se intensificaron con el tiempo, incluyendo el bloqueo de activos de altos funcionarios venezolanos, retiro de visas y restricciones al comercio, especialmente del petróleo, con un impacto significativo en la economía venezolana.
A pesar de ello, se han observado gestos de apertura. Por ejemplo, en 2022, la Casa Blanca permitió a la compañía petrolera estadounidense Chevron reanudar operaciones limitadas en Venezuela. Sin embargo, estas acciones no han aliviado la mayoría de las sanciones, y la política de presión se mantiene, siendo ahora más agresiva.
Como señalamos, este decreto de conmoción exterior se basa en la figura constitucional que permite al Estado activar poderes extraordinarios para salvaguardar la seguridad nacional en caso de un conflicto que ponga en peligro grave al país, y viene en un contexto de alta tensión, con reportes de varios incidentes marítimo que provocaron la muerte de 17 personas que navegaban en embarcaciones rápidas que Washington declaró como “narcolanchas”, así como un incidente entre aeronaves militares venezolanas y un buque de guerra estadounidense.
A partir de allí se instaló una retórica agresiva por parte de los líderes de ambos países, y el Gobierno venezolano ha justificado la referida medida aludiendo a la presencia de naves militares y tropas estadounidenses en aguas caribeñas.
Este decreto es visto por el gobierno venezolano como una herramienta para hacer frente a lo que cataloga como una «guerra comercial y económica» y una amenaza de «agresión militar», y le permitiría tomar medidas excepcionales, movilizar a la ciudadanía y reforzar la defensa nacional.
Por su parte, la oposición y algunos analistas han expresado su preocupación de que esta medida pueda ser utilizada para restringir los derechos civiles.
No hay dudas acerca del hecho de que se ha abierto un camino lleno de desafíos que podrían liquidar, definitivamente, la búsqueda de cualquier solución pacífica al conflicto entre Venezuela y Estados Unidos, y conducir a un diálogo pragmático que permitiera: un levantamiento gradual y creíble de las sanciones económicas y personales, a cambio de pasos concretos para fortalecer la democracia interna; garantizar la estabilidad política regional y reducir la crisis económica que han provocado una de las mayores olas migratorias en la historia de la región, así como combatir eficientemente el flagelo del narcotráfico, o crear las bases para una cooperación genuina y amplia fundada en el reconocimiento mutuo y, finalmente, abrir el camino para la reconciliación nacional, tan anhelada.
Así pues, tal como están las cosas, el presente y el futuro de las relaciones entre Venezuela y EE. UU. es incierto. Ya no hay señales de que esté abierta alguna línea de comunicación, y, mientras tanto, los desafíos persisten y las tensiones crecen.
Amanecerá y veremos.
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