
Foto: EFE – @NAVSOUS4THFLT
Benigno Alarcón Deza 08.12.25
La situación venezolana se ha precipitado en una fase de alta tensión, dominada por una estrategia de «diplomacia coercitiva» ejercida por el gobierno de Estados Unidos, que busca provocar un cambio político sin la necesidad de una intervención militar a gran escala. El conflicto ha dejado de ser un simple «chicken game» estático para convertirse en uno de avance mutuo, donde el resultado apunta a ser binario: habrá un ganador y un perdedor, con profundas repercusiones estratégicas para ambos actores y para toda la región.
La diplomacia coercitiva y el riesgo binario
La política exterior estadounidense, bajo la administración Trump, ha intensificado la presión contra Maduro y quienes le acompañan en el poder a través de lo que se denomina disuasión coercitiva, una combinación calculada de amenazas creíbles, aumento de la presión y despliegue de señales operacionales cerca de los límites aéreos y marítimos venezolanos. El objetivo es modificar el cálculo estratégico de Miraflores. Este despliegue masivo en el Caribe, si bien limitado, no constituye formalmente una guerra, sino, según la misma narrativa de la Casa Blanca, operaciones de interdicción contra organizaciones criminales y terroristas designadas, una distinción que preserva la autoridad constitucional del presidente como comandante en jefe y evita invocar la Ley de Poderes de Guerra de 1973.
Aun así, el presidente Trump enfrenta presiones internas significativas para evitar una acción militar no autorizada, donde sectores demócratas, e incluso republicanos, han cuestionado el alcance de las operaciones. No obstante, la Casa Blanca mantiene la postura de buscar una fractura dentro del bloque de poder venezolano y se reserva la opción de acciones puntuales y limitadas en tierra, ejecutadas probablemente desde el aire (no boots on the ground), como un posible detonante para forzar la transición. El presidente ha afirmado que el líder venezolano «lo hará o se irá», lo que subraya la contundencia de su apuesta.
El costo de una retirada o un fracaso estadounidense sin resultados es inmenso para la administración Trump. Un desenlace que consolide a Nicolás Maduro en el poder representaría un revés geopolítico de gran magnitud, al evidenciar que la presión política, económica y militar falló en alterar el equilibrio de poder en Caracas. Esto no solo afectaría la credibilidad de Washington frente a desafíos globales (como el caso de China y Taiwán), sino que también tendría costos políticos internos para Trump de cara a las elecciones de medio término y, en especial, para figuras clave como Marco Rubio, hoy vicepresidenciable, cuyo capital político se ha ligado estrechamente a la suerte de Venezuela.
Además, los aliados regionales que han facilitado apoyo logístico o diplomático a Estados Unidos, como Trinidad y Tobago, las Antillas holandesas, Guyana y República Dominicana, sufrirían importantes represalias o verían agravada su situación de seguridad. Asimismo, para una Colombia post-Petro, a la que le tocaría enfrentar a un Maduro fortalecido. Por el contrario, un resultado favorable a Washington reduciría drásticamente la influencia de actores extrarregionales como Rusia e Irán, así como de aliados regionales como Cuba y Nicaragua, que serían los más afectados por un cambio en la correlación de fuerzas.
Resiliencia interna y represión selectiva
Frente a esta escalada, el Gobierno de Nicolás Maduro ha demostrado una notable resiliencia y cohesión interna, habituándose a escenarios de alta presión a lo largo de los años y apostando por resistir mientras se agota la «ventana temporal» de decisión de Trump. El régimen procura proyectar una imagen de normalidad institucional mediante actos castrenses, la celebración de la Navidad, así como otras actividades públicas, mientras refuerza simultáneamente su aparato de seguridad.
Una señal clara del endurecimiento es el reforzamiento de la presencia de cuerpos de seguridad del Estado en puntos de control estratégicos, señalando un incremento del control interno. Además, la narrativa de Miraflores se centra en la victimización, presentando cualquier acción militar como una agresión a la soberanía venezolana y un intento de apropiación de recursos, buscando reforzar la cohesión interna.
El régimen también intensifica la represión interna como un mecanismo de cohesión y disuasión. Esto incluye detenciones y judicializaciones aceleradas, caracterizadas por audiencias telemáticas y violaciones al debido proceso, con el fin de proyectar firmeza hacia potenciales disidencias. Un ejemplo reciente de esta intimidación es la condena impuesta al yerno de Edmundo González Urrutia.
A nivel de estrategia de defensa, el Gobierno ha insistido en el llamado a la incorporación de civiles a la milicia, presentándolo como defensa territorial. Esta política resulta preocupante, ya que los civiles que adoptan funciones beligerantes pierden automáticamente su protección como no combatientes bajo el Derecho Internacional Humanitario, una advertencia que el Gobierno omite al buscar transformar el conflicto externo en un recurso de legitimación interna.
Respecto a la opción de diálogo, si bien el contacto telefónico entre Trump y Maduro demuestra que los canales de comunicación persisten en la lógica de la diplomacia coercitiva, la posibilidad de una negociación fructífera está minada por el historial de incumplimientos de Miraflores, siendo el fracaso del acuerdo de Barbados un ejemplo reciente. La Iglesia católica, con acceso a asesores altamente informados sobre la realidad venezolana, ha sido cautelosa, sugiriendo que la búsqueda de diálogo o de presiones económicas es preferible a una acción militar.
El liderazgo opositor y la percepción ciudadana
La oposición formal venezolana opera bajo restricciones severas impuestas por la persecución, manteniendo un bajo perfil. En este contexto, la figura de María Corina Machado ha adquirido una relevancia creciente, tanto a nivel nacional como internacional. Su narrativa de “un cambio político inevitable” y “la transición en marcha” contrasta con la cautela de la dirigencia tradicional, y se constituye en el polo opuesto a conocidos actores políticos, económicos y sociales que terminaron cooptados por el régimen bajo la lógica de “doblarse para no partirse” porque “aquí nada va a cambiar”. Su visibilidad y legitimidad están a punto de amplificarse con la entrega del Premio Nobel de la Paz, prevista para el 10 de diciembre, un evento que introduce un elemento adicional en la ecuación política.
En el plano de la sociedad civil, existe una expectativa generalizada de que «algo va a pasar», mezclada con incertidumbre y el deseo de que la situación se resuelva rápidamente. Sin embargo, la percepción ciudadana tiende a ver la amenaza de escalada como algo lejano, que «no es conmigo», sin que se reflejen cambios significativos en la dinámica cotidiana. Mientras tanto, la presión económica interna, marcada por el aumento diario del dólar paralelo y el oficial, intensifican la inflación, y con ella la «rabia social» que el Gobierno intenta redirigir, culpando a Estados Unidos y a la oposición por los problemas económicos actuales. Un discurso que no ha calado según las mediciones recientes que responsabilizan de manera casi unánime al Gobierno de la situación país.
Conclusión
La crisis venezolana se define hoy por la evaluación de costos y beneficios que hace la Casa Blanca al contrastar los riesgos de una intervención militar (aun limitada) con los efectos estratégicos de una retirada sin haber logrado el cambio político.
El juego de gallina con una alta asimetría se mantiene con ambos vehículos avanzando lenta, pero progresivamente, hacia una colisión. El Gobierno venezolano, firme y cohesionado, intenta ganar tiempo, mientras que la administración estadounidense, impulsada por la necesidad política trata de tomar todas las previsiones para evitar un fracaso, y sigue buscando el movimiento estratégico, la alternativa, que fuerce a Maduro, o a alguien cercano entre quienes lo sostienen, a girar el volante para evitar los riesgos implícitos en una colisión. La llamada telefónica entre Miraflores y la Casa Blanca pudo haber sido una primera señal en ese sentido, pero es evidente que salió mal.
Mientras tanto, la ventana de oportunidad se estrecha con las complicaciones locales y globales de la Casa Blanca y el agotamiento progresivo de la capacidad disuasiva de la presencia militar, que comienza a normalizase como parte del paisaje caribeño.
La dinámica actual sugiere que la escalada militar, aunque indeseada por sus riesgos, es la alternativa que la Casa Blanca preferiría sobre una derrota política de gran calado, llevando el conflicto a un punto de colisión que hoy luce inevitable. A todo evento, lo que es seguro es que el desenlace redefinirá la arquitectura de poder en el hemisferio.
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