Opinión y análisis

Cotidianidad

urlddPor: Prof. Lorena Rojas Parma

Hacer alguna precisión sobre la democracia en unas pocas líneas, es siempre una empresa difícil, por todo lo que se implica con esa palabra y lo complejo de su expresión. Sea como fuere, estos espacios que ahora son comunes y constituyen la vida cotidiana, forman parte de las expectativas de los ciudadanos y de la libertad de expresión que se disfruta en un régimen de mayorías. Con todo, y a pesar de la ‹‹normalidad››, ser gobernados por la mayoría, involucrando a prácticamente todos los miembros de la sociedad, no siempre fue lo bueno o lo justo.

Basta recordar una célebre y representativa expresión de Leibniz, en la que decía que prefería ser gobernado por el peor principado que por la mejor de las democracias. Eran otras épocas, por supuesto, y otra cosmovisión la de Occidente.

No siempre ‹‹lo normal›› fue poder expresar la propia opinión, y expresarla sin represalias o consecuencias. Si le damos un vistazo al pensamiento político griego, por ejemplo, vamos a encontrar críticas fortísimas y todavía conmovedoras contra el régimen democrático. Hallamos problemas y preguntas que nos hacen pensar que no hemos aprendido mucho en dos mil quinientos años.

Cuando Platón describe tan detalladamente el origen de la tiranía, tiene la astucia de recordarnos que procede de la democracia, régimen que tiene la particularidad de poder darse a sí mismo su propio tirano. Si bien, espacios tan breves se prestan para decir perogrulladas, quizá no sea del todo inútil traer desde la memoria que la normalidad democrática, es una conquista, obra de un desarrollo orgánico y espiritual muy complejo, en el que somos iguales ante ley, tenemos derechos y podemos expresar públicamente lo que realmente pensamos. Pero no es una realidad que nos exceda, quiero decir, que no se cultive, se cuide o se perfeccione; por el contrario, es capaz de envilecerse a tal punto que, como decía Aristóteles, puede convertirse en un gran tirano.

Así las cosas, siempre ha sido paradójico que el gobierno de las mayorías, con todo y los privilegios de los que goza por ser precisamente de mayorías, pueda volverse un tirano voraz. Platón describe un proceso psicológico lento de transformación del ciudadano, que va inclinándose cada vez más a la posibilidad de ser presa de un discurso violento y agresivo que ‹‹representa›› una suerte de ira solidificada en el espíritu. Una democracia en mal estado, viciada, por supuesto, es el caldo de cultivo del tirano. ¿Qué hace que nos volvamos contra nosotros mismos? No hay respuesta única para eso; menos en unas breves líneas.

Los antiguos y pioneros pensadores políticos vieron en el gobernante un alma capaz de hacer ‹‹mejores›› a sus ciudadanos, le otorgaron una actividad educadora de buenos hombres que, eventualmente, haría mejor a toda la polis. Sócrates denunciaba que la labor del político no era construir puentes o murallas, denunciaba que no todos eran capaces de ser auténticos políticos, licenciosos y despreocupados de sí mismos. Y el exceso de libertad, la ausencia de la eficacia de la ley, junto a un discurso ‹‹retórico›› capaz de encantar y complacer los gritos de deseo de las multitudes, son los ingredientes esenciales del paso lamentable de la mayoría a la unidad pervertida del tirano. El pueblo envilecido, por supuesto, con rabia contenida desde su desenfreno y su falta de cultivo político, se vence ante la apariencia salvadora y amable de un líder que, como dice Platón, se erige desde el pueblo para elevar su voz y sus demandas.

Cuando el pueblo elige a su tirano, dice el filósofo, no sabe lo que realmente hace: el tirano tiene que mostrar su apariencia justa y barnizada de civilidad para que cumpla con las formas y agrade a los votantes. Éstos, cegados por su propia situación, se vuelven candorosos cuando lo eligen, pero, cuando se dan cuenta de lo que han hecho, ya es demasiado tarde.

Es entonces cuando empezamos a recordar dichos célebres como el de Leibniz, o empezamos a extrañar ciertas formas de vivir que nos permitían decir lo que pensábamos sin represalias, adquirir lo que buenamente requeríamos, o sentir que podíamos confiar en el otro. Fijamos nuestra mirada en lo pasado, y sentimos en las entrañas que nuestra ‹‹normalidad›› va progresivamente tomando otro tono, que las instituciones reconocidas como democráticas se deforman, se envilecen, y desde la ‹‹representación popular›› se vuelven groseras represoras de la vida. Quizá no sea vano detenerse, hacer una pausa, en medio de la paradójica rapidez de la cotidianidad, que con la lentitud requerida por el ‹‹proceso›› va haciendo turbia la experiencia democrática.

En una ocasión, cuenta Esquilo en Las Suplicantes, llegaron las danaides a pedir auxilio al rey Pelasgo, pues iban a ser víctimas de un matrimonio forzoso. El rey, para otorgar el asilo que le ha sido solicitado, contesta a las mujeres que debe consultarlo con su asamblea. Ellas, en medio de su situación, no comprenden lo que el rey, si es rey, quiere decir. Parafraseando sus líneas, preguntaban con auténtica sorpresa si él no era la ciudad, si él mismo no era la ley. Pelasgo, con su sentido democrático, les aconsejó presentar unas ofrendas y se encomendó a los dioses, para ir a la consulta.

Cuando nosotros, una y otra vez, escuchamos que alguien encarna la ley, el Estado, o vemos que su voluntad es lo que procede en las instituciones, poco a poco nos vamos desacostumbrando a que la ley, las instituciones y la vida política, son independientes del real querer de una voluntad. El temor más profundo es que un día de esos de la cotidianidad, nos sintamos como las hijas de Danao, absolutamente extrañados, cuando estemos en otra polis,  en medio de una democracia donde los ciudadanos no se odian, confían unos en los otros, y confían en el poder de la ley que, ya desde antiguo, en Atenas, hasta el mismo Zeus obedecía. Ojalá que no terminemos como la Fedra de Eurípides, diciendo que aunque sabía lo que era lo bueno, igualmente, hizo el mal.

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