
Por: Virgilio Armas A. / 27 de febrero de 2014
Los sucesos del 27 de febrero de 1989 no fueron el inicio de la crisis venezolana. Fueron, más bien, la revelación más trágica e impactante de una crisis que se había estado gestando desde finales de los años setenta, cuando el modelo económico fundado en el consumo y la inversión de la renta petrolera había llegado a su fin.
En efecto, desde la década de 1920, pero en especial desde mediados de la década de 1940, Venezuela experimentó una acelerada acumulación de capital —en infraestructura, maquinaria e instalaciones destinadas a la producción, pero también en viviendas—, sin parangón ni siquiera en el mundo desarrollado. Tal acumulación fue posible por la existencia de la renta petrolera: una transferencia de ingresos internacionales a cuenta de la propiedad que el Estado ejerce sobre los yacimientos y de una enorme diferencia entre los costos de extracción y los precios internacionales de venta del crudo.
Una de las claves de todo el andamiaje rentístico era la transferencia al mercado nacional de tales ingresos internacionales a una tasa de cambio sobrevaluada; es decir, un bolívar con el que se podía comprar más en el exterior que en el mercado nacional. En una palabra, la sobrevaluación se traducía en importaciones baratas, tanto de bienes de consumo como de bienes de capital.
Cuando a finales de 1973 comenzó el auge de precios del petróleo impulsado por la OPEP, el flujo de ingresos petroleros se convirtió en una avalancha que el sector privado y el Estado aprovecharon para realizar enormes inversiones en capacidad productiva e infraestructura, que trajeron consigo una gran demanda de empleo. Aparejados vinieron también aumentos descomunales del gasto público y privado, de las importaciones de bienes de consumo y de los gastos en el exterior. Fueron años en los que el conflicto social y político llegó a mínimos históricos, con un sistema de partidos en torno al binomio AD-Copei, el acuerdo de los sectores sociales dominantes, una guerrilla izquierdista en su mayor parte reincorporada a la vida pacífica y una Fuerza Armada esencialmente obediente al poder civil.
Pero la acumulación de capital no podía ser infinita, pues chocaba con el hecho de la que la sobrevaluación de la moneda había creado lo que se ha venido en llamar una “economía semiabierta”, en la que las importaciones eran baratas pero los productos venezolanos eran caros en el mercado internacional y, por lo tanto, de difícil colocación. En definitiva, a la sombra del petróleo había venido ocurriendo un “crecimiento hacia adentro”, con una producción cuyo único destino era el mercado nacional.
Tras el intenso proceso de inversión en los años setenta, se acumularon capacidades de producción que sobrepasaban la demanda del mercado nacional y que no conseguían salida a sus bienes, pues se estrellaban contra un mercado internacional en el que los productos venezolanos no tenían demanda por lo caros que resultaban. Entonces, paradójicamente, en medio de un enorme boom petrolero, la economía venezolana dejó de crecer: la inversión privada se detuvo abruptamente y, en su lugar, desde 1980 comenzó una fuga de capitales alentada por la sobreinversión realizada y por un bolívar que se había sobrevaluado aún más debido al aumento de la inflación mundial que trajo consigo el auge de los precios del petróleo. En este escenario, con la inflación en aumento y las tasas de interés congeladas, la fuga de capitales puso al gobierno contra las cuerdas: el 18 de febrero de 1983 se decretó el fin de la adquisición libre de divisas a una tasa fija, y en su lugar se establecieron un control de cambio y la devaluación de bolívar.
En balance, la crisis económica de los años ochenta se tradujo en un descalabro de la inversión y del producto interno bruto en medio del, hasta entonces, mayor auge de los precios del petróleo. Al mismo tiempo, el aumento del gasto público, los subsidios y el tamaño del Estado como fórmula para estimular la demanda terminó convirtiéndose en leña de la inflación; el control de precios en desabastecimiento y acaparamiento. La terquedad en mantener la tasa de cambio sobrevaluada estimuló las importaciones y cercenó las exportaciones no petroleras, y obligó a implementar un control de cambio que condujo a la corrupción, la fuga de capitales y el desabastecimiento. El pago de la deuda externa, las importaciones y la caída de los precios del petróleo en 1986 mermaron las reservas internacionales. Lo que sucedió con el ingreso por habitante resume bien esta crisis: cayó 25 por ciento entre 1977 y 1985.
Este era el escenario económico a principios de 1989, pero no explica completamente los sucesos de febrero. La clave está en la pérdida de legitimidad del sistema político, sus representantes, sus organizaciones y sus élites frente a las grandes mayorías populares y la clase media.
El sistema político era de por sí muy centralizado y poco democrático: desde 1958 las decisiones públicas se tomaban en un cónclave formado por las cúpulas de los partidos políticos, las élites económicas, los sindicatos aliados del sistema, los militares y la Iglesia católica. Los gobernadores de estado eran nombrados por el presidente de la República y la autoridad de los concejos municipales estaba diluida. Los partidos políticos se habían transformado en maquinarias electorales alejadas de los ciudadanos, con estructuras muy centralizadas y poco democráticas, minadas de luchas entre facciones y poco preocupadas por el contacto con la calle. La Confederación de Trabajadores de Venezuela, la principal central sindical, mantenía una relación simbiótica con Acción Democrática y los gobiernos adecos, lo que diluía su papel de defensora y representante de los trabajadores.
No es de extrañar que las encuestas de los años ochenta reflejaran una opinión negativa acerca de los políticos, a quienes se los percibía como poco preocupados por la gente, y de los gobiernos, de quienes se pensaba que empleaban mal el dinero y servían a grupos poderosos y no al país. El sentimiento general era de frustración ante la crisis, alentada por el mito de vivir en un país con una riqueza inmensa que había que repartir y que, si había pobres, era porque unos privilegiados se la apropiaban. Una década de crisis económica había revelado y acentuado las diferencias sociales, y ya el petróleo había dejado de ser el lubricante que minimizaba los conflictos.
Por todo ello, a la violencia que se desató el 27 y 28 de febrero de 1989 no había quien la atajara. Lo que en otras circunstancias podría haber sido un suceso local y secundario — el aumento arbitrario, por parte de los choferes, de los pasajes de autobús desde Guarenas y Guatire—, fue en ese año una chispa sobre un bidón de gasolina.
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