Margarita López Maya – 17 de febrero de 2017
En la madrugada del 4 de febrero de 1992, hace veinticinco años, se alzaron militares de mediano rango del ejército contra el segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez. El golpe de Estado se desarrolló en cuatro entidades federales: Zulia, Aragua, Carabobo y el entonces llamado Distrito Federal. En las primeras horas de la mañana el golpe fue controlado en Caracas por militares leales al gobierno. Sin embargo, fue sólo cuando Chávez, el cabecilla del golpe al que le correspondía apresar a Pérez, se rindió al mediodía, cuando se logró control de la situación en otras partes. Francisco Arias Cárdenas, por ejemplo, fue muy exitoso en controlar todos los puntos clave del estado Zulia, incluidos aeropuerto, gobernación y campamentos petroleros. El número de muertos nunca se declaró oficialmente, los números extraoficiales se mueven entre cuarenta y cien. Una tragedia, pues.
La fecha pertenece hoy a la historia oficial del chavismo. Por esta razón resulta difícil interpretar de manera ponderada los hechos entonces ocurridos. Es una fecha polarizada, donde los poderosos de hoy lo han convertido en fecha heroica, y los de ayer, en traición a la democracia de entonces.
En realidad, la situación del gobierno de Pérez era extremadamente frágil. Después del Caracazo de 1989 y la represión desproporcionada que se ejerció para volver a la población a sus casas, no había logrado recuperar popularidad. El programa de ajustes macroeconómico que venía desarrollando, por otra parte, desde un principio careció de consensos políticos. Pérez fue un líder carismático, muy convencido de que las negociaciones con los partidos, incluido el suyo, para darle legitimidad a su propuesta eran engorrosas, la situación muy apremiante para perder tiempo, y poco necesarias. Fue un error que la democracia pagó caro.
Los partidos políticos, por su parte, también estaban en su peor momento. Lo mismo los sindicatos. En los noventa, las encuestas aseguraban que los venezolanos no confiaban en ellos, ni en los poderes Legislativo y Judicial, que consideraban corruptos e insensibles. Para hacer las cosas peor, los medios privados de comunicación, gracias a la atmósfera de la anti política prevaleciente entonces, jugaban a suplantar a los actores políticos como mediadores entre sociedad y Estado. A ellos nadie los elegía, ni podía controlar, así que en la opinión pública tendían a prevalecer emociones e intereses particulares. Pérez parecía inclinarse hacia este nuevo juego, con un equipo ministerial de escasa o nula experiencia política, algunos de los cuales detestaban a AD, al partido del Presidente. Organizaciones sociales venían adquiriendo prestigio, y en algunos casos, jugaban también a disputarle a los partidos espacios. Los acuerdos y supuestos sobre los que se había apoyado la democracia, las instituciones de contención y convivencia pacífica, evidenciaban significativas disfuncionalidades.
Veinticinco años después, y en medio de una crisis peor que la que entonces vivíamos, se tiende a suavizar los aspectos negativos de la democracia y sus elites políticas de los comienzos de la década de los noventa. Pero en aquél entonces, la mayoría de los venezolanos no había vivido antes una situación tan dramática de inflación, desabastecimiento, empobrecimiento abrupto, desigualdad social, denuncias de corrupción, represión, arrogancia y autoritarismo del gobierno. A la luz del desastre chavista, aquello tiende a verse con más tolerancia, creándose condiciones para una nostalgia fácil, que olvida que aquellos polvos trajeron estos lodos.
Venezuela vive hoy un régimen no democrático. Desde esta perspectiva, el chavismo es un mal mayor, que se engendró en ese episodio militar. Sin embargo, si no queremos repetir la historia, buscando una nueva elite que, sobre las actuales heridas de la población, levante un discurso revanchista y polarizador, mejor entendemos por qué pasó el 4 de febrero, en vez de achacarle a la población empobrecida y disgustada, o a la cultura rentística de los venezolanos, la culpa de todo. Actores sociales y políticos, y ciudadanos de a pie, necesitamos entender por qué la mayoría apoyamos a fines de siglo un militar populista y un discurso agresivo, simplista y dicotómico. Al hacer eso, con humildad, podremos buscar maneras para trascender la ya inútil estrategia de la polarización y desde una perspectiva de nuestros intereses comunes y sin tentaciones épicas, dibujar una salida sensata que nos incluya a todos.
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