Mesa de Análisis

Venezuela: país “No Libre”

Cortesía

Juan Manuel Trak

04 de febrero de 2018

El proceso político venezolano es cada vez menos democrático. En su reciente informe sobre la Libertad en el Mundo 2018, la organización Freedom House cataloga a Venezuela como una nación “No Libre”[1]. Las razones de tal clasificación son obvias para quienes vivimos en un país donde el Demos ya no tiene capacidad de gobernar mediante sus representantes electos, mucho menos a través de su participación directa en el proceso de toma de decisiones políticas. Pero, peor aún, estamos en una situación en la que el Gobierno no solo busca cambiar el régimen político (es decir las normas mediante las cuales se toman las decisiones políticas), sino que busca transformar la sociedad misma limitando la posibilidad de cada uno de los ciudadanos de decidir nuestro propio destino.

Fuente: Freedom House, 2018

Así, el reporte de Freedom House expresa cuantitativamente una realidad cualitativamente compleja que afecta la vida de millones de venezolanos.  En primer lugar, observamos que los mecanismos de acceso y mantenimiento del poder no responden a los principios democráticos básicos. Si bien la Constitución de 1999 ofrece suficientes elementos para tener una democracia electoral mínima, lo cierto es que la misma es letra muerta en el momento que las rectoras del Consejo Nacional Electoral (CNE) manipulan el sistema electoral para favorecer abiertamente al partido de Gobierno, o cuando el Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) toma decisiones que favorecen abiertamente a la élite en el poder

Luego de la elección de diciembre de 2015, las condiciones y prácticas electorales son cada vez menos justas, trasparentes o equitativas. Ya no es suficiente decir que hay ventajismo por parte del Gobierno, lo cual era suficientemente malo para la democracia, sino que ahora nos enfrentamos a un sistema de simulación electoral cuyo propósito es que la gente vote, sin que ello suponga cambio en el funcionamiento del proceso político.

La consecuencia de lo anterior se evidencia en la anulación de las funciones de la Asamblea Nacional por parte del TSJ, el cual lleva dos años consecutivos aprobándose a sí mismo el presupuesto de la nación sin contar con la aprobación del Poder Legislativo. O también la creación de normas ad hoc para la recolección de manifestaciones de voluntad para activar el referéndum revocatorio, suspendido por tribunales sin competencia para tal fin. O bien, la celebración de la “elección” de los miembros de una asamblea nacional constituyente no aprobada por los venezolanos, tal como exige la Constitución (sin mencionar que el sistema electoral usado para esa elección violó todos los principios democráticos), la cual se ha convertido en un poder legislativo de facto, unipartidista y antidemocrático.

En segundo lugar, observamos cómo el pluralismo político se va reduciendo de manera abrumadora. Los medios de comunicación han sido las primeras víctimas de este proceso de autocratización que inició hace más de 15 años, y ahora los partidos políticos y sus miembros han sido perseguidos, encarcelados u obligados a exiliarse. La institucionalidad autocrática impone cada vez más requisitos inalcanzables para que las organizaciones políticas puedan seguir existiendo, y castiga con la ilegalización a aquellas que no están dispuestas a someterse al simulacro electoral o los poderes de facto existentes

Foto: Reuters

Pero más grave aún es la destrucción del tejido social. Si bien Venezuela nunca se ha caracterizado por tener una sociedad civil vigorosa y fuerte, lo cierto es que al día de hoy la comunidad política está seriamente fracturada. El Estado, como institución que tiene como propósito el monopolio de la violencia, ha entrado en descomposición y quienes ocupan las posiciones en su estructura lo han convertido en una maquinaria de extracción de rentas para fines particulares. Así, el Estado no existe para defender los derechos y libertades de los ciudadanos de aquellos que los amenazan –mucho menos para proveer los servicios mínimos para que haya una sociedad productiva– sino que abandonó dichas funciones para el beneficio de la élite en el poder.

Así, ante la ausencia de un Estado funcional, la anomia se ha generalizado. Hemos sido testigos de episodios de rapiña y atropello comparables con aquel estado de naturaleza que describía Thomas Hobbes en el Leviatán, donde el hombre está en guerra perenne contra el hombre. De cuyo contexto se deduce, dice Hobbes: “…que nada puede ser injusto. Las nociones de lo moral y lo inmoral, de lo justo y de lo injusto no tienen allí cabida. Donde no hay un poder común, no hay ley; y donde no hay ley, no hay injusticia. La fuerza y el fraude son las dos virtudes cardinales de la guerra. La justicia y la injusticia se refieren a los hombres cuando están en sociedad, no en soledad. En una situación así, no hay tampoco propiedad, ni dominio, ni un mío distinto de un tuyo, sino que todo es del primero que pueda agarrarlo, y durante el tiempo que pueda conservarlo”.

En este sentido, toda solidaridad se desvanece, los vínculos sociales han sido minados hasta en los cimientos de las familias, cuyos miembros o han sido víctimas de la inseguridad, de la carencia de un sistema de salud pública decente, o se han visto obligados a emigrar para buscar “oportunidades” fuera de nuestras fronteras. Una sociedad fragmentada, en la que sus miembros solo buscan sobrevivir parece incapaz de promover un proyecto colectivo. Mientras tanto, los liderazgos de las oposiciones siguen enfrascados en su lucha por monopolizar la representación de una ciudadanía que desconfía de ellos y se siente abandonada en sus penurias.

Así las cosas, no existe posibilidad de retomar la normalidad democrática sin que se recupere la institucionalidad estatal. En este momento, el Socialismo del Siglo XXI nos condujo al siglo XIX, en el que la miseria, la rapiña y los intereses de una oligarquía divorciada de las necesidades de la gente, condenaron a Venezuela a la pobreza por más de un siglo.

@JuanchoTrak

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