Opinión y análisis

Negociación en puertas: ¿idealismo o pragmatismo?

Tomado de Call Centre Helper

Hasler Iglesias

El idealismo es parte importante de la política. Sin una visión de futuro alentadora, un propósito transformador, o un ideal que perseguir, la política sería simplemente la administración de personas y cosas. Un dirigente político sin un ideal para la sociedad que aspira conducir sería un sinsentido: el ejercicio de la política no se reduce a la gerencia eficiente de recursos; es, sobre todas las cosas, la construcción del bien común y la conducción de la sociedad hacia un futuro mejor. Sin esos elementos orientadores, la acción pública se reduciría a procesos contables y tomas de decisiones basadas únicamente en la eficiencia. Sin ideales, valores, propósito y sin visión, la política se vaciaría de contenido y, en estos tiempos cada vez más automatizados, podría hasta ser asumida por inteligencia artificial.

Sin embargo, el extremo del idealismo -o dogmatismo, en algunos casos- no conduce a los objetivos que se ha planteado. Sin una fuerte dosis de realidad, todo ideal se desvanece. Se esfuma tan rápido como un sueño al despertarse. Cuando se habla de la política como el arte de lo posible se hace referencia precisamente a esto: ocurre en la realidad, aun cuando esta esté orientada por valores e ideales.

En Venezuela, producto de la polarización, hemos tendido mucho al idealismo o dogmatismo, alejándonos por momentos de la realidad. Como todo sistema polar necesita de contraste, otros grupos se han aferrado exclusivamente a lo pragmático, sin pizca aparente de un objetivo estratégico elevado. Entre esas dos aguas se ha movido la dirección política democrática en los últimos años (y pudiéramos decir que también la dirección de régimen, pues no son pocos los análisis que los caracterizan en dos bloques ideológicos, al menos en lo económico: los dogmáticos y los pragmáticos). La tensión entre el ser y el deber ser, entre el positivismo y el naturalismo, se ha vuelto común en la dinámica venezolana. Los señalamientos no han escaseado: colaboracionistas y radicales, maximalistas y realistas, y pare usted de contar.

La realidad es que la solución rara vez se encuentra en los extremos. Más aún cuando los extremos carecen del poder para sacar adelante sus tesis de manera unilateral.

En los últimos años los debates han sido sobre votar o no votar, protestar o no protestar, promover la aplicación o el levantamiento de sanciones, apelar a potencias extranjeras o a la población venezolana, y un largo etcétera. Hoy somos testigos de un portafolio de rutas exploradas, con mayor o menor éxito, pero que no nos han llevado hasta la tan ansiada libertad. Algunos, con los pies en este frustrante y doloroso currículum afirman que hay que hacer algo distinto, citando confiadamente a Einstein: «Locura es hacer lo mismo una y otra vez esperando obtener resultados diferentes». Esta frase, sin duda es válida en las ciencias exactas, y siempre y cuando se haga lo mismo en condiciones idénticas. Pero cuando hablamos de seres humanos, los mismos estímulos, bajo condiciones diferentes, internas o externas, pueden generar reacciones distintas.

Aplicando esta idea a las alternativas que tiene la resistencia democrática venezolana para lograr el cambio del régimen, nos encontramos con lo siguiente:

Las opciones de fuerza militar externa han sido descartadas explícitamente por países aliados. Esto tiene implicaciones no solo en el derecho internacional, sino también en la dinámica política interna de cada uno de estos países que no están en absoluto alineados con favorecer una acción militar para deponer la dictadura venezolana. Las opciones de fuerza interna se han intentado numerosas veces: movimientos militares con mayor o menor visibilidad han intentado generar una transición y hasta el momento todos han fracasado. Una buena cantidad de uniformados salieron del país, otros se encuentran presos, y algunos incluso han sido asesinados por la dictadura. Pareciera que el control y la inteligencia que pone el régimen sobre el sector militar han quebrado toda la confianza y capacidad de articulación necesaria para que una iniciativa de este estilo dé sus frutos.

Bajo la lógica de la acción estratégica no-violenta se han explorado infinidad de alternativas, desde las más pequeñas protestas simbólicas hasta las más audaces manifestaciones multitudinarias. El objetivo de este tipo de acciones es siempre fracturar los soportes del régimen, de manera que se promueva una transición. Esta ruta ha tenido dos derroteros: por un lado, la represión desmedida que ha elevado considerablemente el costo de participar en estas acciones para los ciudadanos, y las fracturas que efectivamente han ocurrido pero que no han generado mayor efecto que un vocero que antes defendía al régimen, ahora lo señale -teniendo que exilarse o exponerse a la prisión-.

El camino electoral sería, sin duda, la opción deseable por todos: permite la movilización ciudadana, ocurre dentro del marco de la institucionalidad democrática, y cuenta con legitimidad y apoyo nacional e internacional. El problema de esta ruta hoy en día es que el régimen ha demostrado no estar dispuesto a ceder ni un ápice que ponga en riesgo su estabilidad. Ha hecho concesiones impensables hace algunos años, pero no pareciera que estas signifiquen verdaderamente una oportunidad de deponer a la dictadura por la vía electoral. No hablo aquí de la posibilidad de ganar espacios locales, regionales o parlamentarios, no. Me refiero a la posibilidad real de ganar un proceso electoral fraudulento y que el resultado sea reconocido y ejecutado. Otra visión de la ruta electoral es que potencie el impacto de la acción estratégica no-violenta: usando los procesos electorales para generar fracturas en la estructura del régimen que hagan posible el comienzo de una transición democrática. Esta última tesis pareciera difícil de adoptar por los dirigentes políticos, visto que se concibe el proceso electoral para «ganarlo» y no para «usarlo» como herramienta para cambiar al régimen.

Finalmente queda la alternativa de la negociación. No es innovadora, pero es el mecanismo que históricamente ha generado transiciones democráticas más duraderas y estables, acompañado de la suficiente presión necesaria. Toda negociación es distinta, por los actores que toman parte en ella, sus intereses, y el contexto en el que se mueven. Quizás hoy estamos, salvo por la inexistencia de movilización ciudadana, en uno de los momentos más propicios para que un proceso de negociación permita iniciar otros que desemboquen en una transición democrática. Seleccionar esta ruta implica reconocer las fortalezas propias, pero también sus debilidades -que humildemente he intentado exponer en el texto-. Y por supuesto, conocer los intereses de la otra parte, y los apoyos que puedan articularse para los propios.

En definitiva, requerimos una combinación de pragmatismo e idealismo, ya que por sí solos pueden no llevarnos al objetivo deseado, sino, incluso, a una situación peor de la que tenemos hoy. El rol de todo demócrata ante la apertura de un proceso de negociación entre las fuerzas democráticas y la dictadura, es el de promover la mayor cantidad de incentivos para que el acuerdo alcanzado beneficie a los venezolanos y no a sus captores.

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