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El centro sí existe y se llama democracia

Antigua Grecia, Cuna de la Democracia / Tomada de Red Informa

José Ignacio Guedez Yépez

Presidente de la Asociación Causa Democrática Iberoamericana


El científico Carl Sagan asoció la ciencia con la democracia acuñando la siguiente frase: «La ciencia no es un instrumento perfecto, pero es el mejor que tenemos. En ese sentido, como en muchos otros, es como la democracia». Entender esto es esencial para comprender el verdadero concepto de democracia, no solo por su imperfección, sino porque, en realidad, se trata de un sistema, de un método, de un modelo o, como dice Sagan, de un instrumento. Por tanto, es un medio y no el fin, el mejor que tenemos, el mejor que se haya inventado para la convivencia social en paz y libertad, al igual que lo es la ciencia para el progreso. No es casualidad que estos conceptos se complementen y favorezcan recíprocamente desde sus orígenes en la antigua Grecia.

En ambos casos, se trata de la superación del dogma absolutista y de la verdad definitiva. Es el ciudadano asumiendo la duda como virtud y usando su conciencia sin complejos, más allá de paraísos celestiales o utopías terrenales. Como todo modelo es medible, siendo perfectamente constatable si sus principios se cumplen o no. La democracia es una realidad que existe o no existe, y su antítesis ha sido siempre la tiranía o el despotismo en los términos descritos por Platón y Montesquieu en sus respectivas obras maestras La República y El espíritu de las leyes, escritas con más de dos milenios de diferencia, y, aun así, coincidentes en la caracterización del mismo fenómeno.

Me tomo la licencia de convertir el diálogo del libro octavo de La República en un monólogo de la parte que Platón le atribuye a Sócrates, quien define así el ciclo de vida de una tiranía:

«El protector del pueblo, ¿por dónde principia a hacerse tirano? En la misma forma, cuando el protector del pueblo, encontrando a este completamente sumiso a su voluntad, empapa sus manos en la sangre de sus conciudadanos; cuando, en virtud de acusaciones calumniosas, que son demasiado frecuentes, arrastra a sus adversarios ante los tribunales, y hace que espiren en los suplicios, bañando su lengua y su boca impía en la sangre de sus parientes y de sus amigos; diezma el Estado valiéndose del destierro y de las cadenas; y propone la abolición de las deudas y una nueva división de tierras; ¿no es para él una necesidad el perecer a manos de sus enemigos, o hacerse el tirano del Estado y convertirse en lobo? Por lo pronto, en los primeros días de su dominación, ¿no sonríe graciosamente a todos los que encuentra, y no llega hasta decir que ni remotamente piensa en ser tirano? ¿No hace las más pomposas promesas en público y en particular, librando a todos de sus deudas, repartiendo las tierras entre el pueblo y sus favoritos, y tratando a todo el mundo con una dulzura y una terneza de padre? Cuando se ve libre de sus enemigos exteriores, en parte por transacciones, en parte por victorias, y se cuenta seguro por este lado, tiene cuidado de mantener siempre en pie algunas semillas de guerra, para que el pueblo sienta la necesidad de un jefe. Y sobre todo, para que los ciudadanos, empobrecidos por los impuestos que exige la guerra, solo piensen en sus diarias necesidades, y no se hallen en estado de conspirar contra él.

Ahora veamos cómo podrá proveer al sostenimiento de su preciosa y numerosa guardia, renovada a cada momento. Es evidente que comenzará por despojar los templos, y mientras dure la venta de las cosas sagradas y le produzca lo suficiente, no impondrá al pueblo grandes contribuciones. Pero cuando le falte este recurso, ¿Qué hará? Entonces vivirán con los bienes de su padre, él, los suyos, sus convidados, sus favoritos y sus queridas. Es decir, que el pueblo, que ha engendrado al tirano, le alimentará a él y a los suyos. Pero si el pueblo se cansase al fin, y le dijese que no es justo que un hijo ya grande y fuerte sea una carga para su padre; que, por el contrario, a él le toca procurar el mantenimiento a su padre; que al formarle y educarle, no ha sido su ánimo que se convirtiera en dueño cuando fuera grande, ni ser el pueblo esclavo de sus esclavos, ni alimentarle a él y a esa muchedumbre de extranjeros que le rodean; que lo que se propuso fue solamente libertarse por su medio del yugo de los ricos y de los que se llaman en la sociedad hombres de bien; ¿no deberá en este concepto mandarle que se retire con sus amigos con la misma autoridad que un padre arroja de casa a su hijo con sus compañeros de libertinaje? Entonces, ¡por Júpiter!, el pueblo verá qué hijo ha engendrado, acariciado y encumbrado, y que los que intenta arrojar son más fuertes que él. ¿Se atrevería el tirano a emplear la violencia con su padre, y hasta maltratarle si no cedía? ¿Quién puede dudarlo si antes lo ha desarmado? El tirano es, por consiguiente, un hijo desnaturalizado, un parricida. Y he aquí que hemos llegado a lo que todo el mundo llama tiranía. El pueblo, queriendo evitar, como suele decirse, el humo de la esclavitud de los hombres libres, cae en el fuego del despotismo de los esclavos, y ve que la servidumbre más dura y más amarga sucede a una libertad excesiva y desordenada».

Basta leer estas líneas para darse cuenta de que pocas cosas han cambiado sobre este respecto desde la antigüedad. Más de 2300 años después, este texto pudiera aplicar con pasmosa rigurosidad a tantos tiranos del siglo pasado y hasta de la actualidad. La tiranía desde siempre ha tratado de lo mismo: guerra, purga, saqueo y represión. Un ciclo milenario que todavía se repite, a pesar de estar tan bien descrito e identificado en clásicos como este. Pero leamos ahora lo que dice un moderno como Montesquieu sobre el mismo fenómeno, que él prefiere llamar despotismo;

«El (gobierno) despótico es aquel en que uno solo, sin ley ni regla, lo dirige todo a voluntad y capricho… El poder inmenso del príncipe pasa íntegro a las personas a quienes lo confía… En el gobierno despótico todo está perdido si el príncipe deja de tener el brazo levantado, si no puede aniquilar en el momento a los que ocupan los primeros cargos… El gobierno despótico tiene por principio el temor… En esos Estados nada se repara, nada se mejora, no se edifican casas sino para el tiempo que se ha de vivir, no se plantan árboles, se saca todo de la tierra y no se le devuelve nada; todo está erial, todo desierto. ¿Creéis que las leyes que quitan la propiedad de la tierra y la sucesión de los bienes disminuyen la avaricia y concupiscencia de los grandes? No, las irritan más. Cada uno es impulsado a cometer mil vejaciones, pues no piensa ser dueño sino del oro o plata que puede robar u ocultar… La pobreza y la incertidumbre de las fortunas naturalizan la usura en los Estados despóticos, aumentando cada cual el precio del dinero en proporción del riesgo que corre al prestarlo. La miseria fluye, pues, de todas partes en esos países infortunados. De todo se carece en ellos, hasta del recurso de los préstamos. De aquí se origina que el mercader no pueda dedicarse al comercio en grande escala; vive al día; si reuniera mucha cantidad de géneros, los intereses que había de abonar para pagarlos excederían a las ganancias obtenidas con su venta. Por eso no hay apenas leyes mercantiles; redúcense éstas a la mera policía… En tal gobierno, la autoridad no admite contrapeso: la del menor magistrado es tan absoluta como la del déspota… En fin, siendo la ley la voluntad momentánea del príncipe, se necesita que aquellos que quieran por él, quieran súbitamente como él. Así debe acontecer en un gobierno donde nadie es ciudadano, en un gobierno donde domina la idea de que el superior no debe nada al inferior; en un gobierno donde los hombres sólo se creen ligados por los castigos que unos imponen a otros; en un gobierno donde hay pocos asuntos y en el que es raro tener que presentarse ante un magistrado, dirigirle peticiones y mucho menos quejas… Por experiencia eterna que todo hombre investido de autoridad propende a abusar de ella, no deteniéndose hasta que encuentra límites. ¡Quién lo diría! La misma virtud tiene necesidad de límites. Para que no pueda abusarse del poder es preciso que, por la disposición de las cosas, el poder contenga al poder».

¿Cuántas tragedias contemporáneas están retratadas en estas líneas? ¿Por qué no se pudieron advertir y a veces ni siquiera condenar? ¿Por qué no hay «vacuna» contra este mal tan perverso que tanto daño ha causado a través de la historia? La culpa es de las ideologías políticas contemporáneas que han centrado el debate en la falsa polarización de izquierdas y derechas, olvidando el verdadero y clásico dilema entre democracia y dictadura, entre libertad y opresión, entre gobiernos moderados y tiranías, entre pluralismo y totalitarismo.

Basta rescatar la doctrina clásica para superar el nuevo dogmatismo heredado de Nietzsche y Marx que solo sirvió para justificar nuevas tiranías despóticas. Nada nuevo, ya en la Edad Media se había sustituido el pensamiento científico de la antigüedad por dogmatismos absolutistas. Ese mismo retroceso se ha vivido en la contemporaneidad, en relación con la Edad Moderna. Ya el dogma no es religioso, pero tiene el mismo efecto, se trata ahora de ideologías políticas que igualmente prometen un paraíso y dividen las sociedades entre malos y buenos. Por algo el Renacimiento consistió en rescatar el pensamiento clásico de la antigüedad. Nuevamente, los clásicos son las respuestas, los de la antigüedad y ahora también los de la modernidad, para retomar la senda del racionalismo y superar el dogmatismo opresor de una vez por todas, en todos sus formatos.

Si la democracia es como la ciencia, entonces se puede traducir en leyes y fórmulas como las siguientes:

  1. Todo poder tiene límites: en democracia el poder se acota en intensidad, ámbito y tiempo, garantizando la alternancia y su separación efectiva para el contrapeso institucional. Incluso la mayoría tiene como frontera los derechos de las minorías y los principios constitucionales, y en ningún caso la popularidad puede estar por encima de la legalidad.
  • Toda persona tiene derechos: la igualdad ante la ley es la clave de la democracia, la cual debe garantizar a todos los ciudadanos sus derechos y libertades fundamentales.
  • Toda ley y autoridad es legítima: los representantes populares debes ser escogidos en procesos electorales transparentes y limpios, apegados a leyes predeterminadas y celebrados de forma periódica.

Si esas tres premisas se comprueban, entonces estamos hablando de un sistema isonómico o democrático. En definitiva, la democracia es la suma de la igualdad jurídica y la libertad individual, dentro de un sistema plural y legalista, regido por representantes legítimos. La democracia no es una ideología, no es de derechas ni de izquierdas, es un sistema cuya única alternativa es la tiranía. Debemos relanzarla como consenso social irrenunciable y como único hábitat posible de nuestra civilización.

Los regímenes totalitaristas consisten en eliminar la libertad de conciencia. El hombre nuevo no duda, se le impone una verdad definitiva. La democracia, en cambio, es imperfecta pero perfectible, porque es el sistema de la duda. Matar la duda o usarla para progresar en sociedad y con libertad es el eterno dilema. La democracia es el entorno de la conciencia humana, mientras que los dogmatismos absolutistas son el reino del inconsciente animal que simplifican la realidad y oprimen la conciencia.

¿Qué significa ser de izquierdas o derechas hoy en día? ¿Quién propone una alternativa al libre mercado? ¿Quién se atreve a negar los derechos humanos? El «centro político» sí existe y se llama democracia, esto es lo que los extremos de ambos lados no quieren que sepamos, y asumen que los que no son como ellos son sus opuestos, despertando en la población el instinto de supervivencia de identificar al enemigo. Pero la verdad es que lo único que realmente polariza con un extremo ideológico es el centro democrático, mientras que su opuesto extremista más bien lo alimenta y reconoce. Porque la democracia es un modelo incluyente y no una ideología excluyente. El reto está no solo en reconocerla e identificarla, sino, sobre todo, en saberla promocionar y defender a partir de una épica propia que compita con los relatos populistas. Y es que, en definitiva, ¿qué puede ser más importante y emocionante que la libertad y la igualdad?

A mediados del siglo pasado en una entrevista televisada, le pidieron al gran filósofo británico Bertrand Russell que dejara un mensaje a las nuevas generaciones que pudieran ver esa grabación en el futuro. Russell se limitó a decir dos cosas, una intelectual y otra moral, como él mismo las calificó. La cuestión intelectual consistía en mirar únicamente los hechos a la hora de analizar cualquier tema, sin dejarse llevar por lo que se desee o convenga creer. La cuestión moral era aún más simple: «El amor es sabio y el odio es tonto. En un mundo cada vez más interconectado, debemos aprender a tolerarnos unos a otros. Solo podemos vivir juntos de esa forma, con tolerancia y caridad». La fórmula Russell se puede concretar en dos premisas, el pensamiento científico no dogmático y la convivencia pacífica, lo que a su vez puede resumirse en una palabra; democracia. Este es el hábitat de la ciencia, del comercio, de la pluralidad, de la legalidad, de la diversidad, de la igualdad y, sobre todo, de la libertad individual y de conciencia.

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