
Nelly Arenas
La política moderna se monta sobre dos entidades edificadas ideológicamente: la del pueblo y la de la nación. La primera es una construcción política que sugiere unicidad frente a su contrario: un enemigo exterior a él, llámese oligarquía, apátridas, ricos, corruptos; la apelación al pueblo es lo que, en primer lugar, otorga sentido al populismo. Por su parte, la nación, en su acepción contemporánea, es decir como cuerpo político soberano, presupone al nacionalismo lo cual significa que éste precede a la nación y no al revés. El nacionalismo promueve la idea de la nación como totalidad orgánica en el marco de un orden político que le es consustancial. Populismo y nacionalismo son dos formas afines de encarar la política. Ambos se encontrarán retroalimentándose mutuamente en el discurso del poder a menudo desplegado por un tipo de liderazgo mesiánico y personalista. El líder populista, quien se asume como la encarnación del pueblo, también se asumirá como la personalización de la nación. De allí que el nacional populismo sea una categoría en la que ambos fenómenos se solapan. Como nos lo recuerda Fernando Mires (2021)[1], conceptos tales como socialismo, fascismo, nacionalismo, no son cosas en sí y mucho menos separadas entre sí. Son cosas que pueden implicarse, añadimos. Vale esta observación también para las asociaciones que puedan hacerse entre nacionalismo y populismo.
Ayer y hoy: el nacionalismo en dos tiempos
En uno de los textos clásicos más reconocidos sobre el nacionalismo, Naciones y nacionalismo (1988) Ernest Gellner[2], su autor, examina este fenómeno en el contexto de las circunstancias sociales que lo propiciaron. Según Gellner, en el nacionalismo subyace el principio político según el cual debe haber congruencia entre la unidad nacional (la nación) y la política (el Estado). Es decir, a una nación debidamente homogénea e integrada, deberá corresponder coherentemente un orden político o Estado.
El origen del nacionalismo está vinculado a la emergencia de la industrialización. El nacionalismo, sostiene, está hondamente arraigado en los requisitos estructurales distintivos del orden social industrial. Este proceso, como se sabe, requirió para su curso de unidades políticas centralizadas. De igual forma, exigió una educación alfabetizada generalizada con carácter obligatorio, disociada de los estrechos límites de las culturas locales; “exosocialización” es el nombre que el autor da a este hecho. Tales elementos fueron indispensables en la fragua de la nación como “comunidad imaginada”, para utilizar el familiar concepto de Benedict Anderson (1997)[3]. En este desarrollo, el Estado aparece como el responsable de resguardar una cultura que debe ser orientada por la homogeneidad, así como de mantener un sistema educativo ineludiblemente estandarizante. Es el Estado la única corporación competente para generar un modelo de personal capaz de permitir el cambio de individuos de un trabajo a otro en el seno de una economía en crecimiento. Esto, en razón de que todos los posibles empleados comparten similares pautas culturales y educativas. Movilidad y sustituibilidad son el quid de este asunto. Para la mayoría, los límites de su cultura resultan en este marco los de su propia posibilidad de emplearse y, en consecuencia, los de su dignidad. La inversión más preciada para los individuos, la esencia de su identidad, es la cultura alfabetizada en la cual se han educado. De tal modo que con ello germinó un mundo que satisfizo el imperativo nacionalista, argumenta Gellner.
Cuando las variadas desigualdades políticas, económicas y educativas que trajo consigo la industrialización modernizadora coincidieron con las étnicas y culturales, manifiestas y fácilmente identificables, las nuevas unidades nacionales que fueron emergiendo se cobijaron en las banderas étnicas. La mezcla explosiva en los inicios de la industrialización de elementos tales como: dislocación, movilidad, desigualdad aguda, buscará, señala, “todas las grietas y rendijas que pueda ofrecer la diferenciación cultural allí donde estén”. Completa la idea apuntando que el “maremoto de la modernización barre el planeta, y esto hace que casi todo el mundo, en un momento dado tenga motivos para sentirse injustamente tratado y pueda identificar a los culpables como seres de otra nación. Si, además de esto, puede identificar a un número suficiente de víctimas como seres de su misma nación, nace un nacionalismo” (Ibidem: 145).
Al momento de escribir su texto (principios de los años ochenta), Gellner se planteó si el nacionalismo sobreviviría como fuerza política fundamental en una fase de industrialismo avanzado. Una fuerza que, como se sabe, constituyó la matriz del fascismo y del nazismo siendo percibida por Isaiah Berlin (1992)[4], como la más poderosa y violenta de nuestro tiempo. La tesis de Gellner era que, en una etapa más avanzada de industrialización, la intensidad del sentimiento étnico mermaría entre poblaciones que no se diferenciaran profundamente en la medida en que accedieran a la riqueza producida por las fábricas. Advertía, sin embargo, que era posible que se mantuviera una “diferencia notable” entre los trabajadores inmigrantes y las poblaciones receptoras, caso en el que no cabría esperanzarse sobre una reducción de la hostilidad por parte de estas últimas (Gellner,1997)[5].
El punto es que el ardor nacionalista, nunca replegado totalmente, ha regresado en una era en la cual ya no podemos siquiera hablar de industrialismo avanzado. Menos virulento que en el pasado, es cierto, ha vuelto en una época en la cual la economía ya no es movida principalmente por la industria sino por la sociedad del conocimiento y la digitalización. Una era en la que la esfera de las finanzas se ha desanclado totalmente del mundo productivo real en un contexto de globalización económica que anula las economías nacionales y elimina viejas formas de trabajo de manera significativa. Sociedad postindustrial la han denominado algunos estudiosos. O “post social”, como prefiere conceptualizarla Alain Touraine en su trabajo El fin de las sociedades (2016)[6], habida cuenta de la pérdida de control sobre las fuerzas de la economía ejercido otrora por las distintas instituciones sociales que le daban cuerpo a la sociedad. La contundente frase de Touraine “fin de lo social”, intenta recoger el desvanecimiento de una sociedad que se vertebró alrededor de actores bien definidos con competencias bastante delimitadas como las de la familia, la clase obrera, el empresariado, los partidos políticos. Todo ello en un marco de bienestar colectivo proporcionado por los estados de inspiración socialdemócrata de la posguerra. Desaparecidas estas condiciones; derrumbada la sociedad de clases y agotada la fuerza de las organizaciones partidarias, la gente se ve huérfana de representación evaporándose las lealtades políticas. Incluso la díada izquierda-derecha, que tanta solidez tuvo en el pasado, se desdibuja como referente de identificación política aunque todavía conserve innegable vigencia. En un vacío como este, en el que la crisis de lo social arrastra a la política, emergen los nacionalismos populistas de última generación, glorificando a la nación como el summum de la vida en un ánimo que casi roza lo religioso. La nación reaparece ahora como un dios dispuesto a resarcir las privaciones de estos tiempos.
Pero las naciones, tal como las concebimos actualmente, no siempre existieron; no son producto de la universalidad sino de la contingencia histórica. Como indica Miller (1997)[7], aunque las ideas relativas al carácter nacional son de antigua data, lo que resulta enteramente nuevo es la percepción de la nación y la nacionalidad como un cuerpo político capaz de actuar colectivamente y conceder autoridad a las instituciones políticas como portadoras del poder último de la soberanía. La nación como un órgano natural, otorgado por Dios, no es sino un mito, sostiene Gellner. En las sociedades preindustriales resultaba imposible su existencia. De modo que la nación y el sentimiento nacionalista no son inherentes a la humanidad sino una novedad en la historia reciente. El sentido moderno de la palabra nación no se remonta más atrás del siglo XVIII, como nos muestra Eric Hobsbawm (1995:27)[8] recordándonos que, en 1908, el New English Dictionary señaló que el antiguo significado de la palabra nación representaba fundamentalmente la unidad étnica y que era su empleo más reciente el que denotaba “el concepto de unidad e independencia políticas”. Pese a esto, la nación (en tanto entidad única y soberana) como el nacionalismo, son concebidos y promovidos por los nacionalistas como consustancial al ser humano desde que el mundo es mundo.
Nacionalismo y populismo: dos discursos que se complementan
Todo nacionalismo se socorre de un discurso populista y, a la inversa, no existe discurso populista que no invoque el sentimiento nacionalista. La retórica populista ha movido fibras como la nacionalista, siendo capaz de extender su alcance más allá de los sectores interpelados por el populismo propiamente señala Rosanvallon (2020)[9], refiriéndose a líderes actuales como Donald Trump o Recep Erdogan.
El nacionalismo, según Berlin (1992: 316), está muy relacionado con el espíritu que distinguió a los populismos del siglo XIX los cuales ensalzaron a los campesinos, a los pobres, a la “verdadera nación”. Aunque, a decir verdad, ni el populismo ruso, ni el americano fueron nacionalistas como sí lo fueron los latinoamericanos. En América Latina los populismos de mediados del siglo XX, con el peronismo a la cabeza, estuvieron fuertemente distinguidos por su impronta nacionalista. Sin duda, el nacional populismo hizo una época en América Latina. Debilitadas las oligarquías liberales a causa de la caída en las exportaciones de bienes primarios generada por la depresión de 1929, las masas hacen su entrada a la política guiadas por la palabra de líderes fulgurantemente carismáticos. Fue este el caso del coronel Juan Domingo Perón, quien hostigará sin pausa a la clase oligárquica y construirá discursivamente al pueblo en la forma de un ente único e indivisible. El “pueblo entero” aparecerá como una de las transfiguraciones de las pasiones nacionalistas que estallaron luego de la primera Guerra Mundial. Muchas de ellas derivaron en populismos iliberales como el peronista, insiste Carlos Floria en su texto Pasiones nacionalistas (1998: 96)[10].
El peronismo fue levantado sobre la base de ideologías nacionalistas que amalgamaron al anticomunismo, al catolicismo y al antiliberalismo. En un cuadro como ese, el ejército argentino aparecía como el portador de los verdaderos intereses nacionales. Cinco décadas más tarde, iniciándose el siglo XXI, otro militar, Hugo Chávez, replicaba en Venezuela la poderosa aura populista y nacionalista de Perón.
“El populismo está en todas partes, pero América Latina es su paraíso” ha escrito Loris Zanatta (2021)[11]. Sin embargo, a pesar de su enorme relevancia, el laboratorio populista y nacionalista no sólo se ha circunscrito a nuestra región. En los últimos años, experiencias de este tipo se han manifestado en Europa, Estados Unidos y otras zonas del planeta como Asia. Sobre este asunto, comentaremos en la segunda parte de este trabajo.
[1] Mires, Fernando “Nacional-populismo” 14-2-2021 www.talcualdigital.com
[2] Gellner, Ernest (1988) Naciones y nacionalismo, Alianza, Madrid.
[3] Anderson, Benedict (1997) Comunidades imaginadas, Fondo de Cultura Económica, México.
[4] Berlin, Isaiah (1992) Árbol que crece torcido, Vuelta, México.
[5] Gellner, Ernest (1997) Condiciones de la libertad. La sociedad civil y sus rivales. Paidós, Barcelona.
[6] Touraine, Alain (2016) El fin de las sociedades, Fondo de Cultura Económica, México.
[7] Miller, David (1997) Sobre la nacionalidad, Paidós, Buenos Aires.
[8] Hobsbawm, E. J (1995) Naciones y nacionalismo desde 1780, Crítica, Barcelona.
[9] Rosanvallon, Pierre (2020) El siglo del populismo, Galaxia Gutenberg, Barcelona.
[10] Floria, Carlos (1998) Pasiones nacionalistas, edic. Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires.
[11] Zanatta, Loris (2021) “Tiene remedio el populismo en América Latina?” disponible en www.nytimes.com
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