
José Guédez Yépez
Presidente de la Asociación Causa Democrática Iberoamericana
Ortega y Gasset fue mucho más que un filósofo, su pensamiento raciovitalista y quizá su vocación secundaria por la psiquiatría, lo llevaron a realizar un diagnóstico impecable de su tiempo, describiendo los males de su época, que son a su vez las causas de los problemas actuales. Los ensayos de Ortega sirven casi de historia clínica de Occidente, con tipificación de enfermedades sociales y descripciones concretas de sus causas y síntomas. Por eso se pueden releer en cualquier momento y sentir que lo ha escrito ayer en alusión a cualquier acontecimiento actual. La vigencia de sus conceptos, no solo se mantiene sino que se acrecienta, dejando una inquietante sensación de profecía. Ejemplo de esto es “España Invertebrada”, ensayo que está cumpliendo cien años y que funciona perfectamente para entender fenómenos actuales como el radicalismo identitario y la Woke Culture o cultura de la cancelación. Aunque Ortega hacía un diagnóstico de su país hace un siglo, hoy esas líneas aplican para entender a todo Occidente y, sobre todo, para profundizar en las causas de la crisis actual de la democracia liberal. En este centenario, el ensayo del autor define de forma magistral dos fenómenos sociales que explican la decadencia de nuestra cultura, a saber: El particularismo y la acción directa.
Ortega llamaba “particularismo” al proceso de desintegración social en el que las partes del todo comienzan a vivir como todos aparte: “cada grupo deja de sentirse a sí mismo como parte, y en consecuencia deja de compartir los sentimientos de los demás”. Según el filósofo, este fenómeno se da cuando los grupos sociales o ciudadanos de un Estado dejan de contar con los demás, producto de “la ilusión intelectual de creer que las demás clases no existen como plenas realidades sociales o, cuando menos, que no merecen existir”. Y la consecuencia de este hermetismo social con el que se ignoran los unos a los otros es la “acción directa”, que según Ortega consiste en la imposición inmediata de la señera voluntad de cada grupo particular aislado que se siente vencedor aún antes de luchar. Hoy ambos conceptos caben perfectamente para definir el identitarismo radical y la cultura Woke, lo que evidencia que los fenómenos sociales actuales no son nuevos, sino una evolución de dinámicas históricas.
La “acción directa” que hoy puede reconocerse en movimientos como el “BLM”, “Me Too”, la cancelación de artistas y el derribo de estatuas, es la antítesis de la “acción legal” propia de los Estados democráticos y las naciones sanas e integradas. El filósofo explica esta diferencia de esta forma:
“En estados normales de nacionalización, cuando una clase desea algo para sí, trata de alcanzarlo buscando previamente un acuerdo con las demás. En lugar de proceder inmediatamente a la satisfacción de su deseo, se cree obligada a obtenerlo a través de la voluntad general. Hace, pues, seguir a su privada voluntad una larga ruta que pasa por las demás voluntades integrantes de la nación y recibe de ellas la consagración de la legalidad. Esta función de contar con los demás tiene sus órganos peculiares: son las instituciones públicas que están tendidas entre individuos y grupos como resortes y muelles de la solidaridad nacional. Pero una clase atacada de particularismo se siente humillada cuando piensa que para lograr sus deseos necesita recurrir a esas instituciones u órganos del contar con los demás. ¿Quiénes son los demás para el particularista? En fin de cuentas, y tras uno u otro rodeo, nadie”.
Es verdad que el particularismo que observaba Ortega en su época se daba en torno a clases sociales o sectores como el militar, político, industrial, obrero o religioso. Pero el concepto aplica con la misma rigurosidad en el presente actual en el que el particularismo se da por razones de identidad racial, sexual, de género y hasta de edad. En ambos casos se combate el espíritu de una nación que el filósofo definía con una sutileza deslumbrante: “una ingente comunidad de individuos y grupos que cuentan los unos con los otros”. Y quizás lo que más tenga en común esa “España Invertebrada”, descrita por Ortega hace un siglo y cualquier país occidental del presente, es el rechazo a la politica como oficio y en definitiva a las instituciones públicas. Decía Ortega: “la causa decisiva de la repugnancia que las demás clases sienten hacia el gremio político me parece ser que éste simboliza la necesidad en que está toda clase de contar con las demás. Por esto se odia al político más que como gobernante como parlamentario. El Parlamento es el órgano de la convivencia nacional demostrativo de trato y acuerdo entre iguales. Ahora bien, esto es lo que en el secreto de las conciencias gremiales y de clase produce hoy irritación y frenesí: tener que contar con los demás, a quienes en el fondo se desprecia o se odia”.
La raíz de la antipolítica que carcome las democracias liberales es esa, el particularismo que hace que se prefiera la acción directa y se desprecie la acción legal. En una sociedad donde cada grupo niega al otro y decide no contar con los demás, la política y los políticos sobran. Y más triste aún es constatar que hoy en día hay políticos proponentes de la acción directa que han infectado de particularismo a las instituciones públicas. Se gobierna por decreto o por sentencia, mientras que el parlamentarismo va perdiendo su esencia. Esto también se explica en la segunda parte del ensayo bajo el título de “La Ausencia de los Mejores”. Aquí Ortega hace una advertencia que nos puede servir también de pronóstico en esta crisis actual:
“Las épocas de decadencia son las épocas en que la minoría directora de un pueblo -la aristocracia- ha perdido sus cualidades de excelencia, aquellas precisamente que ocasionaron su elevación. Contra esa aristocracia ineficaz y corrompida se rebela la masa justamente. Pero, confundiendo las cosas, generaliza las objeciones que aquella determinada aristocracia inspira, y, en vez de sustituirla con otra más virtuosa, tiende a eliminar todo intento aristocrático. Se llega a creer que es posible la existencia social sin minoría excelente; más aún: se construyen teorías políticas e históricas que presentan como ideal una sociedad exenta de aristocracia. Como esto es positivamente imposible, la nación prosigue aceleradamente su trayectoria de decadencia. Cada día están las cosas peor. Las masas de los distintos grupos sociales -un día, la burguesía; otro, la milicia; otro, el proletariado- ensayan vanas panaceas de buen gobierno que en su simplicidad mental imaginaban poseer. Al fin, el fracaso de sí mismas, experimentado al actuar, alumbra en sus cabezas, como un descubrimiento, la sospecha de que las cosas son más complicadas de lo que ellas suponían, y, consecuentemente, que no son ellas las llamadas a regirlas. Paralelamente a este fracaso político padecen en su vida privada los resultados de la desorganización. La seguridad pública peligra; la economía privada se debilita; todo se vuelve angustioso y desesperante; no hay donde tornar la mirada que busca socorro. Cuando la sensibilidad colectiva llega a esta sazón, suele iniciarse una nueva época histórica. El dolor y el fracaso crean en las masas una nueva actitud de sincera humildad, que les hace volver la espalda a todas aquellas ilusiones y teorías antiaristocráticas. Cesa el rencor contra la minoría eminente. Se reconoce la necesidad de su intervención específica en la convivencia social. De esta suerte, aquel ciclo histórico se cierra y vuelve a abrirse otro. Comienza un período en que se va a formar una nueva aristocracia”.
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