
Tomás Straka
Con el triunfo de Catherine Cortez Masto, el Senado estadounidense queda en manos de los demócratas y Joe Biden se consolida como ganador de la jornada. Es muy notable que un presidente que ha tenido niveles tan bajos de aprobación (40%, lo que con todo no es tan malo comparado con otros países), que enfrenta una situación económica tan adversa (una inflación de 6,9% de enero a noviembre de 2022), al mismo tiempo salga tan bien parado en una elecciones de mitad del período, donde lo usual es el voto castigo. La anunciada marea roja republicana no pasó de un pequeño oleaje, Donald Trump ve muy comprometido su deseo de relanzarse en 2024 y, si se comparan estos resultados con los de otras midterms, no hay razones para descartar una reelección de Biden, al menos no referidas a sus niveles de aceptación. Barack Obama y Bill Clinton lo lograron después de números mucho peores.
Escapa de nuestros objetivos analizar una situación en desarrollo, de la que además no somos expertos y que aún tiene a los analistas confundidos. Políticos de ambos bandos se frotan los ojos incrédulos, los negacionistas tienen nuevos motivos para creer en conspiraciones y el mundo mira con interrogación. Pero al mismo tiempo comienzan a aparecer, o a verse más claramente, hechos cuyo interés trasciende lo estrictamente estadounidense y que pueden ser vistos en términos más amplios (más allá de que, debido a su poder, la política norteamericana es más o menos un asunto local en todos los países, y muy especialmente en Venezuela). En las siguientes líneas nos detendremos en dos de ellos: lo que se ha señalado del fracaso –otro más- de las encuestas, y del peso que pueden llegar a tener los valores de una sociedad, o una parte significativa de ella, incluso por encima de la economía a la hora de votar. La politología seguramente tiene explicaciones sobre ambas cosas, pero vale la pena repasar lo que se ha dicho de la elección norteamericana de estos días.
Comencemos con lo referente a las encuestas. De un tiempo para acá, una y otra vez quedan desmentidas por los resultados, siquiera en grado sustancial. Algo está pasando en su capacidad para captar la realidad, y al parecer los especialistas aún no han logrado descubrirlo. Naturalmente, hay una dimensión que no está en las encuestas en sí mismas, sino en su utilización como propaganda política. La proliferación de guerras de encuestas confunde al electorado y a otros observadores desprevenidos, que al final se decepcionan de sus pronósticos sin reparar con base en qué encuesta los construyeron. La tarea de separar el grano de la paja es ardua, sobre todo para el ciudadano promedio, y si los medios, analistas y políticos no ayudan a hacerlo (muchas veces es incluso al contrario), es muy fácil desencaminarse y al final afirmar, linealmente, que todas las encuestas se equivocaron. No siempre así, como lo demuestra la experiencia venezolana, pero en este caso hay que admitir que está muy cerca de serlo. ¿Por qué los errores? ¿Es un asunto de muestreo, de cálculos, de recolección de los datos? Algunos afirman que se trata sobre todo de lo último, lo que puede tener implicaciones muy hondas: una desconfianza creciente de los electores en revelar sus intenciones. Es algo que se encuentra directamente relacionado con una desconfianza más amplia hacia los políticos, las instituciones y, en última instancia, la democracia. La misma que hace votar por antipolíticos como Trump, o por políticos iliberales, como Marine Le Pen, Giorgia Meloni y Santiago Abascal. En el fondo es aquello de la “mayoría silenciosa”, que eligió a Richard Nixon por encima de las protestas pacifistas, la cultura hippie y los movimientos antisegregacionistas; volvió a verse con la elección de Trump: todo indica que hay más gente en desacuerdo con lo políticamente correcto de la que se atreve a decirlo en público, e incluso a decirlo a un encuestador. La condena pública por expresar este tipo de opiniones no las elimina, sólo las agazapa. Y saltan a la luz, como en una emboscada, cuando hay una oportunidad, por ejemplo en las elecciones.
Ahora bien, pero el hecho es que en este caso la “mayoría silenciosa” parece ser, justamente, la que defiende a las ideas progresistas y a la corrección política. La combinación de la inflación, las confusiones de Biden y otras figuras de su administración para dar una respuesta, que en las declaraciones fueron de la rabia a situaciones casi humorísticas de enredos; junto a la masa de los que se oponen a la corrección política, parecía la fórmula perfecta para que los más conservadores arrasaran. Pero no fue así. Los resultados hablan de un país dividido por la mitad, aunque no tan polarizado como esto puede suponer: en el partido republicano, muchos de los más radicales y trumpistas fueron derrotados. Incluso la figura en ascenso de Ron DeSantis, en muchos aspectos más doctrinalmente conservador que Trump, no parece ser, al menos hasta ahora, un político antisistema que le imponga desafíos a la democracia como el del asalto al Capitolio, el 6 de enero de 2021. Aquello, que marcó un hito, fue considerado como una humillación para la primera potencia del mundo, y muchos republicanos, especialmente los más jóvenes, empezaron a considerar que Trump y el ala más radical ha ido demasiado lejos. Otro tanto pasó con la resolución de la Corte Suprema sobre la consideración del aborto como un derecho. Todo indica que nadie sospechó hasta qué punto una parte de la sociedad se indignó por ello. El aborto, para muchos sectores, fue un motivo de movilización más importante que la inflación, especialmente cuando a la subida se le da una razón más o menos noble: el apoyo a Ucrania ante la invasión rusa. No es la única causa, el gasto público y unos cálculos errados sobre el impacto de la pandemia jugaron un papel importante, pero lo de Ucrania y el alza de la energía se logró imponer como lo definitivo.
De modo que estamos en uno de esos casos en los que la economía no lo es todo. No hay duda de que the economy, stupid es fundamental, o de que Lenin no andaba muy desencaminado con aquello de que la política es economía concentrada. Pero lo ocurrido demuestra que esto no siempre es así. Hay valores que también generan lealtades políticas, como la religión, la nación (en muchos casos otra forma de religión, y en no pocos directamente relacionada con ella), o la autorictas que da lo que la sociedad entiende como una representatividad legítima. Así, cuando después de lo del aborto las elecciones del midterm se convirtieron en una suerte de plebiscito sobre la administración de Biden, en una escogencia entre Trump y el actual presidente, muchos se olvidaron de los precios, el horror del asalto al Congreso y las denuncias de fraude, consideradas infundadas por la mayoría, incluyendo esa Corte Suprema de mayoría conservadora; el negacionismo frente a las vacunas, los grupos supremacistas blancos como el Movimiento Boogaloo y otros similares, las banderas sudistas, el anarcocapitalismo de la Bandera Gadsden, los fundamentalistas cristianos, la oposición a los derechos de los LGBT, es decir, todo un universo que está en el núcleo de la compleja y, en muchos aspectos, contradictoria sociedad estadounidense, pero en el que un sector que se hizo mayoritario ya no cree.
Hay que admitir que la propaganda demócrata fue muy hábil poniendo las cosas como un dilema entre Trump y la democracia, pero igualmente es verdad que Trump se la puso fácil al insinuar –o al no desmentir a los que lo insinuaron- que a la marea roja seguiría su anuncio de una candidatura para 2024. Esta promesa, que muchos vieron como una amenaza, hizo que al igual que en 2020 la mayor fortaleza de Biden no estuviera en su encanto (¡un político al que llaman “Sleepy Joe” en esta época de políticos tik-tokeros!) o en sus propuestas, sino en ser, sobre todo, la mejor alternativa para frenar a Trump y lo que significa.
El resultado, según muchos analistas, es que ante el anuncio/amenaza de Trump, salieron a votar potenciales abstencionistas y, sobre todo, los más jóvenes de ambos partidos (pero especialmente demócratas, ya que la juventud mayoritariamente apoya al partido del burro, especialmente a su ala más radical, socialdemócrata). Ellos, los muchachos de la Generación Z, resultaron ser la “mayoría silenciosa” y, a la vez, sorprendentemente progresista que inclinó la balanza. Incluso dentro de los mismos republicanos, donde no hay nada que suene a progresismo (¡qué atrás quedaron los días de Lincoln o Theodore Roosevelt!), muchos políticos están en el centro. Naturalmente, los retos siguen siendo muchos y las divisiones, dentro de un país más bipartidista que nunca, importantes. Tampoco se puede predecir -¡en una época de tantas predicciones fallidas!- qué pasará en los siguientes dos años, pero de momento queda, para el estudio y la comprensión de la política, el peso que los valores pueden tener, incluso por encima de la economía, en unas elecciones. No es una revelación menor la que ha dado el electorado norteamericano.
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