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Los soldados de Ucrania, los religiosos de Nicaragua, las mujeres de Irán

Tomás Straka

Cuando la autocratización parece triunfar en el mundo, los rostros de quienes se plantan frente a ella y la hacen titubear son un aliento esperanzador.  Nuestros días hacen recordar a los que vivieron nuestros bisabuelos o tatarabuelos de 1930: el modelo liberal hace aguas por varios costados, las clases medias se empobrecen y, en muchos casos, podrían verse reflejadas en los tangos de Discépolo; nuevos valores desafían la tolerancia de las sociedades, así como entonces pasaba con el desenfado de las flappers, vanguardias artísticas, el psicoanálisis y el comunismo; y los electores, desencantados de las élites políticas y empresariales voltean hacia vengadores iliberales.  Es un cuadro de temer, porque hace noventa años aquello llevó a los totalitarismos y a la guerra, y si bien no podemos afirmar que Narendra Modi o Giorgia Meloni vayan a convertirse en los duces de sus países, no dejan de inquietar sus raíces en partidos fascistas.

Pero no es lo único que ocurre. En el otro extremo hay movimientos que quieren acabar con la democracia, al menos tal como la conocemos, pero que al momento de explicar por qué cosas habría de ser ese cambio, esbozan modelos que inquietantemente se parecen a las “repúblicas democráticas” de la era soviética, o que en la práctica son el mismo iliberalismo con otros ropajes, o con una agenda progresista en sus ideas de familia, género y medio ambiente. El punto es que los centros se disuelven entre polos, a veces con contradicciones no demasiado distintas a las tradicionales entre los socialdemócratas y los sectores más o menos conservadores, pero en otras con diferencias tan grandes como las que puedan tenerse con terraplanistas o seguidores de teorías de la conspiración. 

Por eso imágenes como las de los soldados ucranianos, que en contra de todo pronóstico están cosechando victorias; o las de los sacerdotes y religiosos de Nicaragua, secuestrados, encarcelados o extrañados, pero nunca sometidos al punto de que bajen la cerviz; o, sobre todo, de las muy aguerridas mujeres iraníes que son capaces de sacudir a su país (y al mundo) con su valor, son ráfagas que refrescan la esperanza de que la autocratización al menos tiene quien se le enfrente y la haga titubear. Naturalmente, las tres imágenes son producto de situaciones muy duras, directamente asociadas al hecho de que hay regímenes autoritarios imperando y que están en ocasiones de hacer cosas que hace veinte o treinta años habrían parecido imposibles: una invasión de un país grande a otro pequeño, que considera destinado a su hegemonía y cuya desobediencia quiere castigar: además, el país grande es autoritario y el segundo democrático; una deriva dictatorial en un país que se había democratizado, y un régimen teocrático que sólo concibe a la mujer bajo control patriarcal.  Es decir, en ninguno de los tres casos se trata de victorias ya consolidadas de la libertad, sino de gestos de resistencia admirables y esperanzadores. Acaso los más importantes, o de los más importantes, en medio esta especie de ofensiva global de la autocratización.

El caso de Ucrania ha sido, de lejos, el que recibe mayor atención.  Primero que nada, porque sus consecuencias las sienten casi todos en sus facturas de gas y electricidad.  Pero también porque demuestra qué tan vivas seguían cosas que se pensaban dejadas ya muy atrás, como una típica guerra imperialista dentro de Europa, y además una que en gran medida tiene una relación directa con otras anteriores (la Guerra de Crimea, la Primera Guerra Mundial, la Segunda Guerra Mundial, la rebelión ucraniana de 1944 a 1950), que en ciento cincuenta años no habían logrado llegar a una solución definitiva.  Encrucijada de imperios, Ucrania se ha visto disputada y dividida varias veces, tratando de perfilar su independencia tanto como le fuera posible.  Como el control de Moscú terminó siendo el problema más importante, los ucranianos han buscado el apoyo en Occidente, o al menos lo que hoy entendemos como tal, bien fuera el Vaticano en los siglos XV y XVI, o la Unión Europea y la OTAN en el siglo XXI.  Tras el colapso de la URSS y la creación de una república independiente ucraniana, ya el problema parecía resuelto dentro del marco de un mundo democrático y respetuoso del derecho internacional, o que al menos daba visos de serlo.  Pero he acá que la visión geopolítica de Vladimir Putin tiene mucho de los anhelos y la angustia de la Santa Rusia, al tiempo que retoma la tesis de que Occidente (así como sus antecedentes históricos, de los cruzados a los reinchen alemanes y austríaco, pasando por Napoleón y el imperio británico) básicamente quiere acoquinarla, y proclama que Ucrania forma parte de la Russikiy mir.  Así, después de ir controlando por las buenas o por las malas a sus países fronterizos, Rusia decidió tomar Crimea. Finalmente, para asombro de todos, fue por el resto.

Hasta el 24 de febrero la integración a la UE era algo que quería más Ucrania que los socios comunitarios. Su democracia, a pesar de las grandes luchas de la Revolución Naranja de 2004, que en gran medida ya había sido un alzamiento contra la hegemonía rusa, dejaba mucho que desear; la corrupción no distaba demasiado de lo usual en los países post-soviéticos, había, y sigue habiendo, grupos nacionalistas, antisemitas y fundamentalistas especialmente activos y poderosos (aunque no tanto como para impedir la elección de un judío a la presidencia); la economía ucraniana representaba más problemas que soluciones a la ya problemática situación europea, y el hecho de enfrentarse directamente a Putin daba mucho qué pensar (sin contar con la oposición de los cada vez más poderosos iliberales de izquierda y derecha, que por igual sienten simpatía por Rusia). Pero lo ocurrido en febrero fue un límite que ya impedía quedarse con los brazos cruzados.

Así Volodomir Zelenski, cuya elección desde lejos parecía demostrar, sobre todas las cosas, una honda crisis en la democracia ucraniana (¡elegir a un comediante que hacía de presidente en un popularísimo programa de televisión!), logró cambiar su papel de presidente en una sitcom a presidente de verdad, y de actor a héroe de una nación democrática que lucha contra la invasión de un imperio autoritario.  Contra todo pronóstico, no sólo se negó a marcharse del país, sino que su ejército, que desde todo punto de vista lucía muy inferior al ruso, desestimó la petición de Putin de que diera un golpe de Estado y detuvo al ejército ruso cuando la caída de Kiev parecía cuestión de días.  Eso generó la suficiente credibilidad como para que las armas y el dinero de Occidente comenzaran a fluir en cantidades importantes, demostrando su ventaja tecnológica sobre Rusia y haciendo, para mayor asombro aún, que la tendencia de la guerra se revirtiera. Los ucranianos están en contraataque.  Es imposible saber el desenlace, ya que pese a las notables falencias que ha demostrado, el ejército ruso sigue siendo de temer. Pero, contra la tendencia mundial, es un contraataque de una democracia.

Por su parte, la imagen de los religiosos nicaragüenses no es tan exitosa, pero también es emblemática de la lucha contra la autocratización. La relación de los sandinistas con la Iglesia es representativa de la nueva izquierda latinoamericana, precediéndola en gran medida ya en la década de 1970: por una parte la Teología de la Liberación y los sacerdotes más o menos comunistas que la defendían son una de sus raíces ideológicas, pero por la otra los requieren tan acríticos y sumisos como tradicionalmente los poderes han deseado a la Iglesia.  Tan pronto eso no es así, aunque sea en parte, se rescatan los viejos gestos revolucionarios, en los que el anticlericalismo se convirtió en un asunto de honor, y se empieza a perseguir a los sacerdotes alegando una emulación a Benito Juárez que no pocas veces resulta forzada.  Así, los sandinistas contaron con religiosos revolucionarios en su dirección, como Ernesto Cardenal y Miguel D’Escoto, pero tan pronto los conflictos se radicalizaron, el arzobispo Miguel Obando y Bravo se convirtió en una de las voces críticas más sonoras, tanto nacional como internacionalmente. 

Ha sido larga y complicada la relación de ya casi medio siglo entre la Iglesia católica y el sandinismo. En algunos momentos incluso ha parecido haber reconciliación, como la que vieron Obando y Daniel Ortega a inicios de los años dos mil, no obstante la deriva autoritaria de los últimos años ha vuelto a poner las tensiones en un punto muy alto.  Como con otros opositores, Ortega ha optado por cortar por lo sano: el encarcelamiento del obispo Rolando Álvarez, la expulsión de congregaciones religiosas, la persecución de otros sacerdotes, parecen reponer en escena los episodios más duros de los enfrentamientos Iglesia-Estado del siglo XIX, aunque ahora con la ecuación invertida: quien defiende los principios del liberalismo, al menos político, es el clero.  Pero la imagen de Monseñor Álvarez de rodillas y con los brazos en alto ante sus captores, o la de las Misioneras de la Caridad, con su característico sari blanco que hace recordar de inmediato a Santa Teresa de Calcuta, demuestran una cara distinta de la lucha: la de la humildad y paciencia, que ya hace dos milenios supo descolocar al poder arbitrario.

Al otro lado del mundo, las mujeres que tienen trastornado al régimen iraní representan, probablemente, la mayor y auténtica fuerza revolucionaria de estos momentos.  La muerte de la joven Mahsa Amini, detenida por la Policía de la Moral por no llevar bien puesto el velo, fue para muchos la gota que derramó el vaso: miles salieron a protestar por las calles, y en un gesto liberador mucho más significativo que los de los desprendimientos de los sostenes de hace medio siglo, una gran cantidad de mujeres han optado por mostrar libremente su cabello.  Aunque las manifestaciones no parecen estar poniendo en peligro al sistema en lo inmediato, hablan de un movimiento tectónico en las bases de la sociedad, que puede augurar cambios mayores a mediano y largo plazo.

Se han consignado sólo pinceladas de procesos muy amplios y complejos, que aquellos que de veras deseen comprenderlos tienen una cita, como mínimo, con una buena búsqueda en internet.  Pero el objetivo era el de mostrar en un todo batallas que se están combatiendo en sitios tan distintos como Ucrania, Nicaragua e Irán, y por sectores en apariencia tan distantes como unas hermanas que deciden usar un sari y un velo, y unas jóvenes iraníes que deciden no usarlo.  Son los rostros múltiples de quienes se enfrentan a la hidra de la autocratización, bregando por un objetivo común: el de vivir en libertad.  No hay problema en usar un velo o en negarse a llevarlo, el problema está en que no se trate de una decisión propia y soberana.  Es, insistimos, alentador que haya tanta gente valiente dispuesta a recordarlo. A jugarse la vida en eso.

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