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Nayib Bukele y Rodrigo Duterte, derechos vs seguridad

Maykel Navas

Desde hace un tiempo, ha llamado la atención como la gestión del presidente de El Salvador, Nayib Bukele, es muy bien percibido entre los habitantes de Latinoamérica. Esto lo podemos atribuir a su política de combate y erradicación de las bandas armadas de ese país. De tal manera, encontramos muchos individuos que se expresan con gran admiración de este personaje manifestándole su respaldo; desde los que se califican de izquierda, como de derecha, los liberales, e incluso esa mayoría que se refiere con “asco” a los políticos y los partidos, incluso los “apolíticos”,

Así mismo, varios medios y generadores de opinión continentales lo han llegado a tipificar como un símbolo de la indignación de las sociedades latinoamericanas, con la capacidad, cierta, de resolver los inveterados problemas sociales y económicos de la nación centroamericana. Las soluciones y programas que el presidente Bukele ha presentado a la sociedad salvadoreña son permanentemente contrastados con los modelos políticos, pasados y presentes implementados en otros países, resultando favorecido en la comparación. Un presidente joven, con buena presencia, habla al público de todas las edades con códices culturales actuales, con un gran manejo de los medios de comunicación y las redes sociales.

 Desde una perspectiva de la actualidad, podemos ubicar a Nayib Bukele en el panorama mundial, continental y regional como parte de una cohorte de mandatarios surgidos desde finales del siglo pasado y las dos primeras décadas del actual. Mandatarios que se muestran como rompedores de esquemas y patrones tradicionales, hombres quienes hacen gala de un supuesto sacrificio personal para la función pública, han llegado al poder con la misión mesiánica, auto impuesta, de salvar a sus naciones de graves amenazas, históricas y actuales que encaminan al caos y la disolución general.

En ese orden de ideas, el propio presidente salvadoreño hace énfasis en mostrarse como un político sin ideologías -lo cual en sí mismo es una antinomia a todos luces- que ate su función de gobierno. En eso no es tan original, repitiendo un modelo que es la marca de los políticos actuales. En sus discursos podemos conseguir una mezcla de reivindicaciones sociales propias de la izquierda, con pensamiento liberal radical y marcados rasgos de un autoritarismo militar, entre otros. Esta postura política ecléctica en su función de gobierno le ha servido para capitalizar a su favor toda una corriente de apoyo nacional e internacional, como ya ha hemos mencionado.

Entre los múltiples problemas y desafíos de la contemporaneidad mundial se puede seleccionar a la seguridad personal y de las naciones como el centro de atención y temor de la mayoría de los países en los últimos treinta y cinco años. Aunque, es necesario especificar, que la noción o percepción de seguridad, o inseguridad personal, varía entre las naciones.

En todo caso, para los latinoamericanos y los países del llamado tercer mundo la inseguridad personal es uno de los temas más apremiantes. En el Salvador este problema figuraba en el primer lugar en los sondeos de opinión. Luego de tres años de gestión Bukele decidió centrar su labor y el aparato comunicacional presidencial del gobierno en el combate contra la bandas armas, conocidas como “Las Maras”.

Es necesario recordar, que el camino escogido por el presidente salvadoreño ha sido transitado por otros presidentes, específicamente el exmandatario Rodrigo Ruterte de Filipinas. Este político durante su mandato de cinco años, 2016-2022, declaró una guerra frontal contra el narcotráfico; conflicto que por supuesto tuvo entre sus víctimas la precaria institucionalidad de justicia y política de nación asiática.

Esa “Guerra Brutal” como fue calificada por la ONU, varios organismos internacionales de los derechos humanos, parte de la prensa internacional, nacional, políticos de oposición y otros factores de la sociedad filipina, ha arrojado un balance de muerte y la indefensión de los familiares de las víctimas. Las cifras de muertes dadas y admitidas por el propio gobierno de Ruterte, ronda las seis mil quinientos ejecuciones extrajudiciales, y los factores de oposición y organismos de derechos humanos señalan treinta mil, entre las que figuran, más de cien infantes utilizados por los distribuidores de drogas.

Las ejecuciones fueron llevadas a cabo por los llamados “Escuadrones de la Muerte”. Como siempre, en este tipo de política represiva la mayoría de las víctimas son inocentes. Las denuncias de excesos contra hombres y mujeres sin relación con el delito han llenado las instancias judiciales del país, pero sin respuesta. Así mismo, se ha atacado a medios de comunicación,  periodistas y opositores.

Tal es el caso de la ganadora del premio nobel de la paz 2021, la periodista filipina María Ressa, quien dirigió desde su plataforma digital investigaciones sobre los escuadrones de la muerte y su conexión con el gobierno de Duterte. Ella fue detenida en 2019 acusada de evasión de impuesto,  liberada bajo palabra y sometida a juicio. Siendo absuelta de todo los cargos en enero de 2023.

A pesar de esa situación, el expresidente tuvo, y aún posee, un alto grado de aceptación popular entre los filipinos. Para la mayoría de los habitantes del archipiélago, el problema de la delincuencia había rebasado a las instituciones del Estado, poniendo en peligro la seguridad personal de todos los habitantes. La mayoría de la sociedad filipina, aceptó y en muchos casos apoyó esa represión al margen de las leyes, sacrificando garantías constitucionales y libertad personal e institucional. Habrá que esperar algún tiempo para evaluar si los resultados de esa política mantienen la reducción de delitos en el país asiático.

No se tiene certeza si el presidente salvadoreño ha sido influenciado por el ejemplo filipino, pero lo cierto es que sigue esa ruta. El combate contra la delincuencia fue una promesa de su campaña electoral, la cual avanzaba con buen ritmo hasta que la mayoría opositora del poder legislativo decidió, en 2020, negar un incremento de fondos para esa actividad. La respuesta presidencial fue convocar un consejo de ministros extraordinario, invitar a sus simpatizantes a rodear el edifico de sesiones de la Asamblea Nacional y amenazar con la destitución de los parlamentarios, alegando para ello, el derecho de insurrección popular. El presidente Bukele irrumpió en la cámara de los diputados y subió al podio escoltado por miembros de la Policía Nacional y del ejército salvadoreño, se retiró luego de realizar una oración. Aunque fue un escándalo internacional, la maniobra le aseguró los fondos necesarios y el aumento del apoyo popular.

La pandemia de covid le proporcionó la excusa perfecta para declarar uno de los confinamientos más severo del mundo, llegando a suspender algunas garantías constitucionales como la inviolabilidad del hogar y el libre tránsito, amenazando con retención policial a quien las quebrantara. Con esas medidas restrictivas inició una represión generalizada sin oposición legal. Llegó a ignorar, una vez finalizada la emergencia sanitaria, los fallos del Tribunal Constitucional ordenando la suspensión de las medidas, sostuvo que el derecho a la vida está por encima de las otras garantías constitucionales.

Suspendió las medidas especiales luego de tener control total del país y de un acuerdo con el mayor partido de oposición. Una de las decisiones más controversiales, luego que su partido ganó las elecciones legislativas por amplio margen en 2021, ha sido la destitución, por parte de la Asamblea Nacional, de los 5 jueces del Tribunal Constitucional, sustituyéndolos por figuras de su partido. Con esta maniobra eliminó el veto constitucional de la reelección inmediata. De igual manera, logró sacar de su cargo al fiscal general de la nación.

Toda esa acumulación de poder lo llevó en 2022 a iniciar su ambicioso plan de seguridad nacional: enfrentar a las bandas armadas, bajar los índices criminalidad y retomar los territorios urbanos bajo el dominio de los delincuentes. Luego de decretar un estado de excepción, ante el incremento de homicidios cometidos por las bandas criminales (setenta y dos en un día), desde marzo hasta finales del año pasado han sido arrestadas, por lo menos, sesenta mil personas acusadas de pertenecer a organizaciones criminales. Los tribunales abarrotados no se dan abasto para agilizar las sentencias.

A principios de diciembre pasado fue tomado y cerrado por fuerzas militares y policiales el municipio de Soyapango, el más poblado del país, allí se chequeó casa por casa y se detuvo a miles de personas sin derecho a protestar bajo el estado de excepción oficial. La ley de excepción contempla que la autoridad puede arrestar a cualquier ciudadano por 15 días si lo considera sospechoso. Quienes protestan por tal medida declaran que muchos de los detenidos y fallecidos no son integrantes de bandas delictivas, que solo están siendo detenidos y asesinados por su aspecto personal y situación social. Por otra parte, toda esa campaña oficial ha elevado la aceptación del presidente hasta un 80%.

Hasta diciembre han fallecido ciento setenta y dos personas acusadas de pandilleras por las autoridades. Con la reciente inauguración de una inmensa cárcel se espera descongestionar los presidios nacionales, se cuentan, no menos, de cien detenidos que han fallecido en las cárceles debido al hacinamiento. Los familiares de los muertos y detenidos han recurrido a instancias internacionales para buscar justicia, acusando al Estado salvadoreño de extralimitación en sus acciones represivas.

Balance

Si bien los dos casos de anteriores sobre la lucha contra la delincuencia organizada han tenido y tienen respaldo de una parte importante de los habitantes de esos países, es oportuno plantear lo siguiente reflexión: si en aras de garantizar la seguridad personal y la de los bienes de los ciudadanos, es necesario ceder derechos, parte de las garantías constitucionales y libertad individual.

No pocos plantean de manera sesgada la disyuntiva de autoritarismos sin delincuencia contra democracia con criminalidad. La falsedad de ese planteamiento está en los altos índices de criminalidad en regímenes autoritarios o dictatoriales. En Venezuela se implantó entre 2015 y 2017 la “Operación Liberación del Pueblo”, plan policial que consistió en atacar a delincuentes y sus guaridas provocando masivos asesinatos extrajudiciales, cuyo número total se desconoce aún hoy, sin provocar un descenso destacable en los índices delictivos.

Situación similar ocurrió en Brasil durante la dictadura militar de veintiún años, un régimen de fuerza, con cientos de muertos y desaparecidos, y miles de detenidos en las cárceles. Las tasas de delincuencia e inseguridad personal era muy alta.

Es evidente que tanto Bukele como Ruterte solo tienen interés en mantener sus proyectos políticos personales, más allá de su retórica mesiánica de salvadores de su patria, ambos poco valoran los mecanismos institucionales, incluso, muestran en el fondo un marcado desprecio por la vida y las normas de convivencia democráticas aceptadas por la mayoría de las naciones.

Ruterte eliminó una importante parte del tráfico de drogas de Filipinas y Bukele eliminará a las bandas criminales en El Salvador a costa de la democracia. ¿Vale la pena? Aún no se sabe. ¿Vale la pena permitir que un líder o Estado incremente medidas policiales y militares que a la larga terminarán por aumentar el control social sobre toda la sociedad? ¿Qué gana la sociedad con esas medidas y al mismo tiempo que ganan esos políticos que toman ese camino? Un argumento muy repetido, por este tipo de personajes, frente al cuestionamiento de los derechos humanos de los delincuentes es: ¿cómo quedan los derechos humanos de las víctimas? Se hace importante informarles, que las leyes y los derechos humanos no se elaboran para proteger a delincuentes, esas leyes y derechos se han creado y modificado hasta hoy, para proteger a los ciudadanos y su libertad de los abusos y extralimitaciones de los Estados y sus integrantes de turno.

No se puede destruir un sistema de garantías constitucionales y un sistema judicial en aras de la seguridad personal y prometer construir otro sobre sus ruinas. Cuando los líderes se saltan los derechos fundamentales, jurando que son respetuosos de ellos, en función de lograr un supuesto bien general a futuro, es tiempo de revisar sus proyectos políticos y morales con más cuidado, quizás ahí encontremos peligrosos sustratos autoritarios.  

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