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¿Cuál orden mundial, cuáles reglas? Venezuela y los derechos humanos

Elsa Cardozo

Descalificaciones, reinterpretaciones, relativizaciones, rechazos y abandonos del régimen internacional de protección de los derechos humanos, el derecho de guerra y principios como el de la integridad territorial, tan presentes en estos tiempos, tienen un trasfondo común: casi dos décadas de sostenida oleada autoritaria global. Los regímenes que la alientan y cabalgan se presentan, con insistencia, como defensores del orden internacional basado en reglas, el derecho internacional y la Carta de las Naciones Unidas. De allí que valga preguntarse, ¿a cuál orden y a cuáles reglas internacionales se refieren?  

Muchas pistas pueden encontrarse en los discursos de Vladimir Putin y los argumentos para defender su guerra de agresión contra Ucrania. Igualmente las hay en lo que recientemente ilustran las descalificaciones, amenazas e iniciativas del gobierno ruso contra la Corte Penal Internacional, su fiscal y tres jueces, tras el anuncio del proceso judicial y órdenes de aprehensión del presidente Vladimir Putin y la comisionada para los Derechos de los Niños, María Lvova-Belova, por crímenes de guerra. También pueden precisarse, más de cerca, entre muchos otros casos, a partir de lo que ilustran las reacciones del gobierno de Venezuela al estar por iniciarse el proceso de esa Corte sobre crímenes de lesa humanidad. Detengámonos por lo pronto en lo más cercano.

  1.  En el mes de marzo, ante la proximidad de la decisión de la Sala de Cuestiones Preliminares de la Corte Penal Internacional (CPI) de autorizar al fiscal Karim Khan para continuar la investigación sobre Venezuela por la presunta comisión de crímenes de lesa humanidad, el gobierno venezolano –que no solo ha tenido oportunidades de argumentar, previstas en el Estatuto de Roma,  sino de poner en marcha los procesos judiciales nacionales que corresponden y había acordado asumir hace más de un año–  difundió un comunicado público descalificador del Fiscal, el proceso y la imparcialidad de la Corte. Allí se refirió al “colonialismo jurídico que pretende utilizar la institucionalidad de la Corte Penal Internacional con fines políticos, en clara contravención de su razón de ser y de las normas y principios del Derecho Internacional». Luego, tras la difusión de la respuesta de la Corte que negó la validez de los cuatro conjuntos de objeciones formalmente presentadas, un nuevo comunicado de la Cancillería volvió a centrarse en la descalificación de la actuación del Fiscalía de la CPI, “en perjuicio de la seriedad y rigurosidad que se espera de una instancia internacional de tanta relevancia”, pero que a la vez “carece de competencia para conocer de los hechos presentados por el Fiscal”. Es más, el comunicado más reciente habla de la “agresión mediática y geopolítica puesta en marcha para acusar a Venezuela de crímenes de lesa humanidad que nunca han ocurrido”.  Es decir que, según el gobierno, en el “verdadero sentido” de las normas y principios de orden internacional no habría razones para el proceso penal internacional destinado a establecer responsabilidades individuales de la represión de la población civil, pese a la abundancia de evidencias documentadas.

De allí que valga recordar, así sea brevemente, que este  proceso en la Corte Penal Internacional se inició en 2018 a partir de la remisión a la fiscalía del Informe sobre la posible comisión de delitos de lesa humanidad en Venezuela preparado a partir de la  iniciativa de la Secretaría General de la OEA por un grupo de expertos en materia penal internacional. Este extenso y detallado documento fue presentado a la Corte con los apoyos de los jefes de Estado de Argentina, Chile, Colombia, Paraguay, Perú y Canadá. Ha sido esta la primera vez desde el establecimiento de la Corte que un grupo de países parte del Estatuto de Roma solicite la apertura de una investigación sobre otro Estado miembro, lo que habla de la gravedad de los hechos evidenciados. Pero, igualmente, dejemos anotado –hablando de relativizaciones– que el gobierno de Argentina retiró la firma de esa demanda en mayo de 2021 y que el de Colombia, a través de su canciller y su embajador en Caracas, asomó esa posibilidad entre agosto y septiembre del año pasado, si bien hasta ahora no la ha materializado. 

No se trata solo de lo contenido en el Informe que hace cinco años identificó un patrón de abusos en el registro de 131 asesinados, 8.292 ejecuciones extrajudiciales, más de 12.000 venezolanos arbitrariamente detenidos y más de 1.300 presos políticos entre 2014 y 2018. Con antecedentes en la inclusión de Venezuela desde 2005 en los informes anuales de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en el capítulo (IV) sobre situaciones críticas, y los del secretario general de la OEA, Luis Almagro (2016 y marzo, julio y septiembre 2017), una secuencia de informes internacionales evidencia el agravamiento de  la situación de Venezuela, tanto en materia penal como, en general, de violación de derechos humanos.

Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos HumanosInformes 2017, 2018 y 2019, actualizaciones desde septiembre de 2019, la más reciente en  marzo 2023.
Misión Internacional Independiente para Determinación de HechosDesignada por el Consejo de Derechos Humanos de la ONU (Resolución 42/25) en septiembre de 2019, con mandato renovado hasta 2024. Informes y actualizaciones: marzo y septiembre 2020, 2021, 2022 y marzo 2023. Comunicado 2023.
Consejo de Derechos Humanos de las Naciones UnidasExamen Periódico Universal, 2011, 2016, 2022. Tras los que se suman decenas de cruciales de  observaciones no respondidas, incumplidas y no aceptadas por el gobierno venezolano.

Todo esto sin contar los numerosos llamados e informes de respetables organizaciones no gubernamentales que consecuentemente han venido haciendo seguimiento a la situación venezolana.

Es digno de atención que Venezuela no haya logrado su reelección en la Asamblea General, en votación secreta de sus 193 miembros, para seguir siendo parte del Consejo de Derechos Humanos: con 88 votos, menos de los 97 necesarios, quedó por detrás de Chile (144) y Costa Rica (134), que llenaron las dos vacantes regionales. También lo es que la renovación del mandato de la Misión Independiente en septiembre pasado se haya decidido por 19 votos a favor –con 5 en contra y  23 abstenciones– entre los 47 miembros del Consejo de Derechos Humanos. Sobre esto último conviene, igualmente, detenerse no solo en los previsibles votos en contra de Bolivia, China, Cuba, Eritrea y la propia Venezuela, sino muy especialmente en las numerosas abstenciones, que incluyeron en lo más cercano a tres de los cuatro representantes de Latinoamérica: Argentina, Honduras y México. Sus argumentos son muy similares entre sí: unos y otros defienden su propia versión de los principios y reglas internacionales en materia de derechos humanos. Esas versiones se parecen en algo fundamental que debilita la protección internacional de esos derechos: la tendencia a considerarlos cuestión de soberana política interna y la predisposición a descalificar cualquier escrutinio o crítica por politizado o injerencista, lo que funciona también como escudo protector de las prácticas autoritarias propias. A ello se suelen sumar consideraciones de relaciones y equilibrios geopolíticos y económicos a proteger y promover.

  • Como puente a la escala mayor de esa tendencia alentada con especial empeño por las autocracias, es de interés que desde 2019 el gobierno de Venezuela, con los de Bolivia, China, Cuba Irán, Nicaragua, Siria y Rusia, impulsó la creación del Grupo de Amigos de la Carta de las Naciones Unidas. Pronto se sumaron Argelia, Angola, Bielorrusia, Camboya, Eritrea, la República Popular Democrática de Corea, Guinea Ecuatorial, Irán, Laos, el Estado de Palestina, San Vicente y las Granadinas y Zimbabue. La lista por sí sola es evidencia de afinidades en el modo de concebir el Estado de derecho, en general. En sus declaraciones iniciales, de julio y septiembre de 2021, este Grupo incorporó tres orientaciones sobre el orden y las reglas internacionales que son comunes en los discursos y prácticas autocráticos y autocratizantes.

La primera orientación se encuentra en la insistencia retórica en la prevalencia de la legalidad sobre la fuerza y la preservación de la primacía de la letra y espíritu de la Carta de las Naciones Unidas, pero – un gran pero– con énfasis en expresas referencias a la no injerencia en los asuntos internos de los Estados. Por ese filtro pasan el respeto a la integridad territorial y la independencia política de todas las naciones, que como en todos los postulados mencionados, son reinterpretados según “soberanamente” convenga, como lo ilustran en el ámbito internacional las justificaciones rusas sobre su “operación militar especial” contra Ucrania, o la defensa china sobre la legitimidad de su expansión marítima y sus planes sobre Taiwán.

La segunda orientación, desde el principio de no injerencia entendido y administrado a voluntad, niega, menosprecia o reinterpreta las responsabilidades nacionales e internacionales de los gobiernos en todos los ámbitos. En el que por lo pronto interesa a esta nota, lo hacen a partir de una concepción muy diluida de los “derechos humanos de todos”, que no es lo mismo que todos los derechos humanos para todos. Esto distorsiona el sentido y resta credibilidad a lo que se dice querer preservar: la paz y la seguridad, el Estado de derecho y el desarrollo económico y social para un mundo más pacífico, próspero, justo y equitativo, según la cuidada prosa de China.

La  tercera orientación se manifiesta no solo en el rechazo al unilateralismo (muy centrado en la condena a medidas y  sanciones internacionales impuestas desde fuera de la ONU) sino en la promoción de un “multilateralismo renovado” que excluya los que consideran “enfoques selectivos”, en los que se incluye el régimen internacional de protección multilateral de los derechos humanos. Esto incorpora la especial referencia a limitación de las instancias de escrutinio en esta materia y, en general, a las desviaciones del “verdadero espíritu y letra” de la Carta de la ONU según sus intérpretes autoritarios. Entre estos sobresalen China y Rusia, miembros del Consejo de Seguridad con derecho a veto, que desde hace décadas –aun antes del impulso de Xi Jinping y Vladimir Putin– han insistido en sus propias versiones del “orden internacional basado en reglas” y en su confluencia en numerosas declaraciones y posiciones compartidas. No por casualidad consideran que la única instancia con legitimidad internacional para tomar medidas de fuerza y presión es el Consejo de Seguridad, al que acuden y donde ejercen el voto y el veto a voluntad.

En suma preliminar: el “orden renovado” y sus “otras reglas” tienen como punto de partida la preeminencia de consideraciones de soberanía, entendida principalmente como protección del régimen y como proyección internacional de lo que su preservación requiere. Un primer requerimiento de tal preservación es el rechazo, descalificación, modificación, reinterpretación o desplazamiento de principios y reglas, foros y acuerdos que no convengan a la visión en la que la seguridad y los derechos del régimen prevalecen sobre los de los ciudadanos, las razones económicas y políticas sobre los derechos humanos. Es decir, el reto de las autocracias no es sólo la violación de principios, acuerdos y reglas, sino sus empeños persuasivos y de fuerza para imponer los suyos como los legítimos, los verdaderos.

Como lo ha elaborado en varios trabajos recientes el académico Tom Gingsburg  (2020a, 2020 b, 2021 y 2022), el derecho internacional sirve a los autoritarismos como escudo protector del control del poder y de los medios empleados para ello, desde una visión soberanista que privilegia el principio de no intervención para deslegitimar cualquier escrutinio, crítica, exigencia, medida restrictiva o presión internacional sobre materias de orden interno. Pero no solo se trata de protegerse y aislarse, ignorar y proseguir: con diferentes modos y medidas, también se trata de actuar para cambiar el orden y las reglas, esto es, de acompañar el escudo con la espada, con la disposición a eliminar, alterar, reinterpretar principios, temas, normas y ámbitos institucionales.

En este segundo aspecto, volviendo al caso de Venezuela, aunque la “espada” internacional ya no cuenta con la proyección y los recursos de los años de Chávez, la descalificación y aislamiento de principios, reglas e instituciones internacionales se sigue procurando con el apoyo a quienes tienen mayor capacidad de desafiarlos y reinterpretar su sentido y propósito, como lo ilustra la disposición de apoyar los discursos e iniciativas internacionales de Rusia y China. También buscará beneficiarse de las propuestas de reactivación de foros regionales –como la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños o la Unión Suramericana de Naciones–particularmente si siguen siendo –como en el pasado– débiles en sus compromisos nacionales y regionales con los derechos humanos, la integridad electoral, la democracia y el Estado de derecho.

En suma, los llamados a defender un orden internacional basado en reglas dentro el espíritu y letra de la Carta de las Naciones Unidas se han hecho recurrentes en regímenes autoritarios y en la calculada ambigüedad de unos cuantos más. Se trata de un desafío de escala mayor que, en perspectiva global y venezolana, requiere mayor y mejor atención y confluencia de discursos, estrategias y compromisos entre las democracias y entre los demócratas.

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