
José Guédez Yépez
Presidente de la Asociación Causa Democrática Iberoamericana
El avance exponencial de la tecnología conocida como Inteligencia Artificial (IA), evidenciada en los nuevos servicios abiertos como Chat GTP y Dall-E, está generando opinión de todo tipo y acalorados debates. Mucho se ha dicho y poco se ha aclarado, pero esto apenas comienza. Mi intención no es abultar aquí el análisis sobre la tecnología en cuestión, sino por el contrario, referirme al aspecto más olvidado de este asunto: la inteligencia humana.
Este hito tecnológico llega en un momento muy particular, en el que las sociedades democráticas están altamente polarizadas. Y esa polarización es el síntoma del pensamiento dogmático, que invade desde los extremos ideológicos a sectores cada vez más amplios, invisibilizando al centro democrático, motor y protagonista de la democracia plural y liberal.
Desde una perspectiva orteguiana podemos decir que hemos pasado de un mundo de ideas a un mundo de creencias. La diferencia es justamente que las creencias no se piensan, no se debaten ni tampoco se contrastan o prueban. Por eso vivimos en un mundo en el que los hechos y la realidad ya no convencen, cada quien cree lo que quiere sin importar la evidencia. Por el contrario, una idea debe pensarse, formularse y sostenerse. Es un proceso intelectual, es en definitiva, lo que llamamos la inteligencia humana.
Preocupa que a esa inteligencia, ya pasada de moda, se le incluya ahora el adjetivo de artificial. Pudiera terminar siendo una delegación de esa inteligencia, a la que ya los humanos no estaremos obligados. Delegando en las máquinas la razón y las ideas, podemos entregarnos de lleno a nuestros dogmas y creencias. Máquinas cada vez más humanas, y humanos cada vez más robotizados. ¿Qué puede salir mal?
Si la inteligencia puede ser artificial, también lo podrán ser las emociones, si es que ya no lo son.
Lo paradójico es que ese avance tecnológico es producto de la inteligencia humana, específicamente de las ideas científicas. Es como si la humanidad estuviera creando un Dios para entregarle la conducción de su destino y poder volver a la tranquilidad del Edén. O, peor aún, como si estuviéramos creando humanos artificiales para poder ser de nuevo animales. En cualquier caso es una delegación de funciones humanas a las máquinas. Entoces, ¿cuál será nuestro rol?
Como siempre, nuestro rol será el que escojamos, en el marco de una dialéctica histórica, cuya síntesis es imposible de predecir todavía. Pero me atrevo a adelantar que el humanismo y el racionalismo no pueden delegarse y, que ante estos avances disrruptivos, se hacen mucho más necesarios. Lo importante es que todos estos avances ayuden a consolidar y mantener el verdadero gran invento de lo humanidad: la convivencia pacífica en libertad. Pero para eso hay que volver a pensar por nosotros mismos.
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