
José Guédez Yépez
Presidente de la Asociación Causa Democrática Iberoamericana
La modernidad comienza con la derogación del dogma religioso y su sustitución por el pensamiento científico. Y vaya cuánto hemos progresado, hemos creado inteligencia artificial. Pero el hombre moderno sufre una crisis de manejo de expectativas. Creyó que la ciencia iba a llenar el vacío de la religión y ahora se encuentra sin fe y sin conocimiento, porque desde un punto de vista científico todavía no sabemos las cosas más básicas sobre nosotros mismos. Ni cómo se originó la vida en el planeta, ni cómo obtuvimos conciencia, ni siquiera por qué soñamos. Tampoco sabemos nada sobre nuestro entorno, hemos explorado menos del 20% del fondo oceánico en la tierra, y no conocemos ninguno de los millones de millones de planetas que estimamos existen en el universo observable. El hombre moderno sigue sin saber casi nada y ya no tiene fe, por eso, como lo predijo Nietzsche, llena el vacío consigo mismo y se refugia en su identidad, se ensimisma, ya que ni la creencia ni la idea lo satisface.
Antes la ignorancia estaba bien vista, porque no era nuestra responsabilidad saber. La verdad se nos revelaba como misterio y solo teníamos que creerla, ni siquiera entenderla. Durante siglos los libros sagrados como la biblia estaban escritos en leguas antiguas y estaba prohibida su traducción, además que los niveles de alfabetización eran ínfimos. La ignorancia antes de la modernidad era virtud, era humildad, era obediencia. Pero ahora es un complejo que además desvela el fracaso de nuestro propio tiempo. Por eso lo disimulamos aferrándonos a falsos dogmas disfrazados de razón. Simulamos el pensamiento religioso, como un reflejo atávico y una reminiscencia de nuestro pasado pre moderno. Pero ya no es una verdad revelada como antes, sino una verdad descubierta por nosotros mismos, que genera, en vez de humildad, soberbia.
Es este el caldo de cultivo de los fakes news y las teorías conspirativas, ese híbrido entre ciencia y religión que sirve para llenar el vacío que dejó el cambio de época. No hace mucho Umberto Eco en una conferencia citaba a Popper para recordar que las teorías conspirativas se debían a la pérdida de fe en Dios, porque su lugar ahora está ocupado por grupos poderosos, a los que responsabilizan de todo lo que pasa. Esta es la forma del hombre moderno de lidiar con su ignorancia, que ya está mal vista, y por eso debe disimularla con falsos conocimientos que cree de una forma anticientífica sin llamarlo religión.
Pero si algo define a este siglo es, en palabras de Moisés Naím, el fin del poder. Ya el voto no es suficiente porque hasta los Estados están perdiendo el control. Ni la acción directa de las masas es capaz de cambiar las cosas en la actualidad. Somos cada vez más impotentes, aunque no lo queramos reconocer y lo disimulemos en nuestras burbujas digitales, las cuales diluyen aún más el poder. No es fácil vivir en una época en la que todo es posible pero nada depende de ti, en la que todo puede pasar pero no pasa nada realmente. Queremos llegar a Marte y no somos capaces de controlar la inflación. Y es que somos la peor versión de nosotros mismos, ni fieles ni filósofos, ni espirituales ni racionales, solo somos consumidores.
Ignorante, impotente y soberbio; ese es el hombre moderno de este siglo. Borracho de progreso, adicto a la banalidad y sin herramientas espirituales para enfrentar los avances tecnológicos de la ciencia y la incertidumbre que estos generan. Por eso se infantiliza y reniega de su historia. Derriba estatuas y usa pitillo de cartón, para vengar a todas las víctimas del pasado y convertirse en el salvador del planeta. De esta forma usurpa el puesto del Dios que derrocó. Y como todo golpe de Estado y revolución, toca luego refundar las cosas para crear un nuevo orden. ¿Pero quiénes están creando ese nuevo orden y cuál es nuestro rol en él? Por ahora estamos muy entretenidos como para preocuparnos por esas cosas.
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