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El fracaso de Venezuela y la corrupción

corruptómetro.org

Alonso Moleiro

La democracia venezolana fracasó por el exceso de corrupción. El chavismo ha fracasado gracias a la corrupción. La gestión de los gerentes públicos y los políticos venezolanos de estas décadas ha estado signada por el escándalo y la corrupción. Detrás de nuestro fracaso como nación, con Jaime Lusinchi o Nicolás Maduro, está escrita la historia de la corrupción.

La corrupción en Venezuela –y, en general, de las sociedades subdesarrolladas- no es, como suele pensarse, un patrimonio exclusivo de políticos privilegiados confabulados en contra del interés público. Es una práctica social dolorosamente extendida, una tara cultural generalizada que tiene una expresión política. La política en Venezuela termina siendo el último eslabón de las cadenas de la corrupción cotidianas como una dolencia nacional.

Venezuela no ha fracasado por su falta de independencia o su sujeción a alguna potencia extranjera. No hay expolio colonial al cual adjudicarle la culpa de nuestro rezago como país. No hemos sido invadidos ni agredidos por nadie en nuestra historia independiente. No nos ha faltado dinero.  En Democracia y en dictadura, con Estado de derecho o bajo el yugo chavista, el país ha gozado de unos ingresos que ya habrían querido para sí, como un premio, muchas sociedades precarizadas del planeta.

La corrupción, -como el hampa, el relajo en el cumplimiento de las leyes de tránsito, como la impuntualidad, como la ausencia de ética laboral, como el amiguismo- concreta un estado inconcluso en la educación de los ciudadanos respecto a sus derechos y deberes en sociedad.

 Es una expresión palmaria de atraso social, de la ausencia de cultura y criterio cívico. En este país no hay un balance correcto entre el interés personal y el interés general.  Venezuela ha fracasado porque, teniendo el dinero para financiar su desarrollo, ha estado administrada por una gerencia política con poca ilustración y una moral ubicua. Una clase política corrupta.

El corrupto –el origen del problema- no es capaz de hacer un juicio autocrítico sobre su falta de educación y de escrúpulos.  El corrupto privilegia sus intereses sobre los de los del resto de la sociedad, considera legítimo participar en la gestión estatal para lucrarse y no le pesa traicionar la confianza pública, ni le avergüenza que se note su riqueza súbita. Para poder sobrevivir, todo corrupto tendrá en su portafolio un discurso anticorrupción. En Venezuela hoy corruptos dan clases de postgrado y tienen dos carreras aprobadas. Y el problema sigue siendo el mismo: la falta de educación.

Los corruptos pueden ser generosos con su entorno, con desconocidos e incluso los necesitados, procurando, probablemente, enderezar las cargas morales que puede originar, incluso para sí mismo, su proceder. El corrupto es así: “vivo”, pero buena gente, generoso. Para él se ha creado el universo de la distorsión de prioridades en el cual vive.

En el caso de nuestro país, la corrupción -el tráfico de influencias, la apropiación indebida, las empresas de maletín, los sobornos, la triangulación financiera, el nepotismo- ha sido una distorsión que se ha fortalecido a partir del brusco trastorno que generó la producción petrolera y sus millones de dólares ingresando a manos llenas en el cuerpo social en la segunda mitad del siglo XX. Los petrodólares produjeron un desequilibrio que envaneció a una sociedad que de pronto se descubrió millonaria, y que no estaba lista para administrar tal lotería. Con la llegada de la Democracia, también, se fueron democratizando los hábitos de la corrupción.

Algunos modales de la política venezolana, incluso de la Oposición, portan consigo unos contenidos y unas implicaciones que son absolutamente inaceptables para políticos del mundo desarrollado. Cualquier análisis sobre el devenir de la política de América Latina, Africa y zonas de Asia que sea hecha desde las zonas del desarrollo partirá del mismo principio: el problema de estas naciones estriba en la poca educación de los ciudadanos de estos países, incluso aquellos que van a colegios caros, y la insondable ramificación cotidiana del cáncer social de la corrupción como una conducta incorregible. En el mundo desarrollado, la corrupción, la desobediencia, el relajo sobre las normas, no producen la menor gracia. Tienden a ser vistos con enorme desprecio.  Los casos de corrupción en Alemania, Japón, Suecia o Singapur son la excepción, no la norma.

La corrupción en Venezuela ha tenido un desarrollo desigual. En nuestra historia hemos tenido administraciones particularmente desprolijas, como la de los Monagas, Julián Castro o Juan Crisóstomo Falcón, o dictaduras que se apropiaron del ingreso nacional, como la de Juan Vicente Gómez.  También gestiones limpias, tocadas por el celo de la probidad, intransigentes con la piratería del subdesarrollo, como las de Carlos Soublette, Isaías Medina y Rómulo Betancourt.

El fin de la alternabilidad política, el ocaso en la cultura de la rendición de cuentas, la crisis de los ciclos electorales, la censura a los medios de comunicación, el secuestro institucional del chavismo y el precario horizonte cultural de su gerencia pública, han conducido a la nación a este momento particularmente grave, en la cual la cosa pública ha hecho necrosis ante el pillaje a manos llenas. Nunca se ha robado tanto en Venezuela como en estos tiempos de Hugo Chávez y Nicolás Maduro.

En el tiempo de la democracia, la representativa del Pacto de Punto Fijo, al menos existía un debate público que hacía posible la libertad de prensa, en el cual el combate a la corrupción formaba parte de una preocupación compartida por el público, y diputados con vocación fiscalizadora, y gobernadores que se sometían a la interpelación de las audiencias en la radio y la televisión, y funcionarios militares obligados a ofrecer explicaciones sobre su proceder ante un parlamento electo.

La situación descrita expresa la existencia de una crisis, no comporta la consagración de ninguna circunstancia irreversible o definitiva. Estamos obligados a trabajar para sacar a Venezuela de la charca indigna de latrocinio y la falta de vergüenza.

 Las sociedades, como se hunden, emergen. El tejido social y el activismo democrático que sueña con una transición a la zona del Estado de derecho debe identificar donde se anida una de nuestras falencias, una de nuestras enfermedades sociales más extendidas y enraizadas. Llegará el momento de la reconstrucción. Debatir sobre la gravedad de la corrupción en Venezuela es una de nuestras tareas más urgentes.

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