
Tomás Straka
Hacer que las cosas sucedan: he ahí el gran reto de todos los programas políticos. Una cosa es proclamar principios doctrinales, trazar grandes líneas de acción, luchar por tomar el poder, hacer alianzas, negociar, maniobrar, incluso tomar las armas y vivir verdaderas épicas o tragedias, y otra es que lo prometido pueda llevarse a la práctica. Se trata de esa otra cara de lo político que, paradójicamente, es la que se vincula de forma más inmediata con las personas, y al mismo tiempo recibe mucho menos atención por parte de la sociedad, incluyendo a los especialistas. Si Venezuela, por ejemplo, pudo ufanarse durante cincuenta o sesenta años, entre las décadas de 1930 y de 1960, por gozar de algunos de los estándares más altos de América Latina –y a veces incluso del mundo- en muchos indicadores, eso se debió, naturalmente, a la abundancia de recursos provenientes del petróleo, a una elite política, social, empresarial y cultural que apostó en serio a la modernización; y a que hubo personas que se levantaban todos los días, iban a sus trabajos y de ocho a cinco (o a seis, o a ocho, o a mucho más) se encargaron de ejecutar el proyecto. Funcionarios y burócratas eficientes como un Manuel Egaña, una Sofía Imber, un José González Lander, una Maritza Izaguirre o un Rafael Alfonzo Ravard, pero también como millares de hombres y mujeres anónimos, sin los cuales ni el paludismo se hubiese erradicado, ni la analfabetismo hubiera casi desaparecido, ni la electrificación habría sido una realidad.
Del mismo modo, si a partir de la década de 1980 el proceso perdió fuelle y en los siguientes años la calidad de la educación decayó, los hospitales eran cada vez menos ejemplares, los tribunales acusaban deficiencias y la marcha del Estado empezó a hacerse más lenta y torpe, se debió en gran medida a que su expansión no logró acompasarse con la formación de suficientes funcionarios capaces de hacer andar su sala de máquinas. Aunque tal no fue la única causa del declive, el punto es que el funcionariado, y de forma más amplia la administración y las políticas públicas son las grandes olvidadas en casi todos los análisis, cuando constituyen la savia fundamental del Estado. Es por eso que es tan valioso el libro que Virginia Betancourt Valverde. Ideado como una especie de informe, El Sistema Nacional de Bibliotecas e Información de Venezuela (SINASBI): 1974-1998. Una experiencia latinoamericana en la formación de ciudadanía (Caracas, Abediciones-Universidad Católica Andrés Bello, 2020, 269 pp.), nos dibuja el proceso de “institucionalización” (p. 54), como la define, de la Biblioteca Nacional, entre 1975 y 1998.
Su propia vida sirve para explicar cómo una mujer sin formación específica en bibliotecología, pero muy preocupada por el tema de la educación y la lectura, partiendo de una organización no gubernamental que en su primer momento tenía mucho del viejo espíritu de caridad, de damas que se organizan a ayudar a los pobres, transitan muy rápido hacia la profesionalización, para saltar al diseño e implementación de políticas públicas de largo alcance. Es un ejemplo de modernización en todo sentido: el paso del típico “comité de damas”, al que Virginia Betancourt define como “esposas, hijas y hermanas de políticos de Acción Democrática” (p. 35), a profesionales y funcionarias públicas, con peso propio debido a su capacidad y ejecutorias, indistintamente de quiénes fueran sus parejas y parientes; el paso de salones de lecturas a un sistema nacional de bibliotecas e información; de funcionarios mal pagados y sedes que amenazaban ruina, a un equipo técnico, altamente capacitado; es lo que encerró esa institucionalización. Y todo eso, además, como expresión de lo mejor que tuvo la democracia fundada en 1958: democratización de la cultura y la educación, poniendo el libro al alcance de cada vez más personas; democratización de las oportunidades de género, con mujeres que asumen responsabilidades cada vez más grandes; democratización del Estado, que se hace más moderno y eficiente en un contexto de libertad. Por algo Virginia Betancourt define el trabajo de “formación de ciudadanía”.
¿Cómo se logró todo aquello? Virginia Betancourt, desde la primera página del libro, lo atribuye a un equipo eficiente. Es un dato importante, porque la administración pública se refiere fundamentalmente a eso: a amplios equipos, bien organizados y formados, que lleven adelante determinadas prácticas. No en vano la dedicatoria del libro es “a nuestros compañeros y compañeras de la Biblioteca Nacional”, que acompaña con una fotografía en familia de los empleados en la entrada de la nueva sede (p. 6). De hecho, en gran parte del texto le da la palabra a ellos para expliquen aspectos específicos en los que cumplieron un papel clave (Josefina Bertorelli, Elvira Muñoz, María Elena Zapata, Iván Castro, Martha Fernández, escriben capítulos en solitario, o a cuatro manos con Virginia Betancourt). Pero como dice el P. Luis Ugalde en el prólogo: “en la creación de instituciones sólidas siempre hay personas claves que evitan el fracaso a mitad de camino. A su vez esas personas tienen que tener convicciones profundas que las llevan a poner su vida en ello” (p. 18). Virginia Betancourt es esa persona dentro de esta historia.
No es cuestión de narrar en esta nota lo que el informe explica de forma pormenorizada, pero sí vale la pena delinear el proceso de institucionalización y el papel de Virginia Betancourt en el mismo. Recién retornada del exilio, en 1960, formó parte de las creadoras del Banco del Libro, una institución no gubernamental que existe hasta el día de hoy, cuyo objetivo inicial fue recaudar libros de texto usados para facilitárselos a estudiantes que no podían comprarlos. La ONG fue impulsada por Carmen Valverde, su mamá y entonces Primera Dama de la República; junto a Luisa Adams, Lulú Ibarra, Chichi Rugeles y Amabelia Galo de Rothe. Probablemente un hecho que explica su transformación relativamente rápida de un “comité de damas”, a algo distinto, se debe a que ellas ya eran mujeres de otro tiempo. Militaban o simpatizaban en un partido democrático que desde el primer momento tuvo mujeres en su dirección; su vinculación, por lo tanto, no era sucedánea de la de sus parientes masculinos o esposos: habían arrostrado el peligro de la clandestinidad o del exilio durante la Dictadura. Virginia Betancourt, probablemente la más joven, es socióloga por la Universidad de Chicago.
Muy pronto las promotoras del Banco del Libro descubrieron la dimensión del problema de la lectura en Venezuela: el uso de muchos manuales importados, sin conexión con la realidad venezolana, hasta la carencia de bibliotecas públicas, en especial para jóvenes. En respuesta impulsaron concursos para la redacción de manuales y el impulso de una política de libros de texto gratuitos editados por el Estados (el decreto 567, de 1966, que generó tanta polémica que al final no se implementó). En 1978 este impulso llevó a la creación de una de las grandes editoriales infantiles de habla española, Ekaré, que actualmente tiene oficinas en Venezuela y España. Paralelamente comenzaron a fundar bibliotecas públicas: la Biblioteca Arístides Rojas en 1964, que llegó a ser célebre por su espacio físico, su colección y las actividades que realizaba; la Red de Servicios Bibliotecario de Ciudad Guayana, el mismo año; un Bibliobús para los barrios de Caracas (1970) y una biblioteca en la Cárcel Modelo (1973). No en vano, cuando en 1974, comenzando el primer gobierno de Carlos Andrés Pérez, se pensó en alguien capaz de fortalecer a la Biblioteca Nacional, una institución casi centenaria pero con un radio de acción muy limitado (en realidad funcionaba como una sala de lectura para los sectores circundantes y algunos pocos investigadores), el nombre de Virginia Betancourt apareció como una buena opción. Cuenta que su primera reacción fue rechazar el cargo, por no ser bibliotecóloga. Pero el ministro de Educación, Luis Manuel Peñalver, le dijo que lo que se necesitaba era una gerente. Así, pidiendo lo que entonces creyó sería un permiso temporal, se encontró con el camino definitivo de su vida.
El 18 de octubre de 1974 se juramentó como directora de la Biblioteca Nacional. Por grande que había sido el trabajo en el Banco del Libro, la dimensión de lo que venía superaba cualquier expectativa. Su impresión al ver el estado del viejo edificio en la Esquina de San Francisco anunció muy rápido todo lo que había que hacer. Aunque la gran sala de lectura diseñada por Alejandro Chataing en 1909 era (y sigue siendo, a pesar de estar casi abandonada) uno de los espacios más bellos de Caracas, la acosaban las goteras, carecía de capacidad para albergar las colecciones y, según un informe de los bomberos, el estado de las instalaciones auguraba un gran incendio en cualquier momento. Salvo la sala de prensa diaria, casi nadie consultaba los libros, salvo estudiantes de secundaria de las zonas cercanas y unos pocos investigadores. Había que hacer de todo, pero lo primero era hacerse una idea real de la situación, para lo que se nombró una comisión con 143 profesionales que se dedicaron a trabajar por un año. La conclusión fue contundente: “la Biblioteca Nacional en 1974, tenía una existencia apenas nominal” (p. 50). Hacer de eso una institución dinámica, funcional y de gran impacto en la sociedad, era un reto enorme, pero uno que asumió con entusiasmo.
Así, el trabajo desplegado a partir de entonces es una muestra de la multitud de aristas que implica el desarrollo de las políticas públicas. La experiencia descrita parece definirlo como una mezcla de mucha capacidad de negociación hacia arriba, por definirlo de algún modo, con quienes detentan el poder. Mucha gerencia y, seguramente, también capacidad de negociación hacia los lados y hacia abajo, liderando un equipo vasto, multidisciplinario y, en un primer momento, bastante desigual; e impulsándolo hacia el trabajo. Y mucho trabajo concreto, resolviendo cosas aparentemente pequeñas, rutinarias y fastidiosas, pero que son las que mantienen prendida la caldera de todo aquello. Es evidente que así como la política en términos amplios necesita de los administradores para ejecutar sus planes, éstos sin los políticos que conducen el Estado y dispensan los recursos, tampoco pueden trabajar. Es una especie de simbiosis. Al negociar hacia arriba hay que contar con interlocutores dispuestos a hacerlo y, al menos en un grado mínimo, con valores lo suficientemente similares como para llegar a acuerdos.
Así, lo primero parece haber sido entenderse con los hombres y mujeres de Estado, así como con los parlamentarios, para promulgar legislaciones y conseguir presupuestos. Aunque las relaciones fueron armoniosas y Virginia Betancourt se fue ganando un respeto cada vez mayor, eso no significa que fue un camino sin tropiezos, y en este aspecto su libro debería ser de obligatoria lectura para todo el que quiera entender la fisiología y la anatomía de las políticas públicas. La Ley del Instituto Autónomo de la Biblioteca Nacional, del 29 de junio de 1977, fue un punto básico en la institucionalización, pero lograr que la entidad funcionara requirió de capacidad de negociación, mucha negociación. Por ejemplo, acceder a recursos del situado coordinado, establecido en 1978 para que las regiones pudieran administrar parte de la bonanza petrolera, no fue nada sencillo, ya que la mayor parte de los gobernadores no veían la utilidad de una red de bibliotecas en todos los estados. Cuando el presidente Pérez había garantizado un apoyo mínimo a la propuesta, ganó las elecciones el candidato de oposición, Luis Herrera Campins, lo que implicó una nueva ronda de negociaciones. El nuevo gobierno accedió y así, lo que en 1978 era una red de cinco bibliotecas y catorce salones de lectura en Caracas, y una biblioteca central en el Zulia, en veinte años se convirtió en una red de veintidós bibliotecas públicas centrales (una en cada capital) y numerosas otras bibliotecas y salas de lectura por todo el país. Cada sede, cada colección, cada contratación, fue un trabajo más o menos similar de negociaciones, algunos malos ratos, avances y retrocesos.
Paralelamente, estuvo el reto de fortalecer la institución hacia adentro. Lograr que estuviera en condiciones de cumplir realmente su misión. Inventariar y catalogar las colecciones, evaluar su estado, rescatar otras colecciones, restaurar y preservar aquellos materiales en peligro, la recepción de donaciones privadas, capacitar personal, mejorar sus condiciones laborales, reparar la vieja sede, para que el peligro del incendio se disipara (en efecto, no llegó a ocurrir), buscar una nueva sede. Detengámonos en este caso: el edificio que actualmente alberga la sede central en la Plaza Panteón, que llegó a ser uno emblemático en América Latina, no cayó del cielo. Primero se pensó en el Helicoide, aquel centro comercial que quebró antes de inaugurarse, pasó al Estado y por décadas no se supo (en realidad no se ha sabido hasta hoy) qué hacer con él. Una evaluación demostró que era muy costoso y complicado adaptarlo para biblioteca. Enterada Virginia Betancourt del gran proyecto de renovación urbana del norte de Caracas conocido como Foro Libertador (que, como el Helicoide, también quedó inconcluso debido a la crisis de 1983), propuso la construcción de la nueva sede en el área. Así entró en el proyecto de 1976, y después de muchas demoras en un país que cada vez contaba con menos recursos, fue finalmente inaugurado en 1994, aunque la habilitación total no se culminó hasta 1997.
Pero no todo era negociar con el gobierno. La renovación tecnológica se apoyó en convenios internacionales, como el suscrito en 1976 con la Universidad de Chicago, que permitió el uso gratuito del sistema NOTIS 3. Se trató de toda una revolución ya que “implicó –nos explica Betancourt- la adopción de normas bibliotecológicas actualizadas para el procesamiento técnico centralizado de materiales bibliográficos, no-bibliográficos y audiovisuales” (p. 104). No fue el único convenio, y de hecho la Biblioteca Nacional jugó un papel central en la configuración de un Sistema de Bibliotecas Públicas de América Latina y el Caribe (pp. 145-183). En 1978 se decretó el Archivo Audiovisual de Venezuela, adscrito a la Biblioteca Nacional. Esto, leemos en el informe, “no tiene precedentes en otras BN del mundo, a excepción de Australia, y su existencia no se habría justificado si sólo se hubiera tomado en cuenta su exigua colección de materiales no bibliográficos, entre los que se destacaban: 600 partituras del período colonial, 270 fotografías del siglo XIX y 36 mapas antiguos” (p. 81). A partir de allí comenzó a engrosarse con numerosas donaciones, entre las que se destaca la Colección Haskel Hoffenberg, de fotografía latinoamericana del siglo XIX, adquirida en 1985. Consta de tres mil imágenes y es considerada la más grande e importante del mundo en el área. Para 1998 ya la colección fotográfica en general llegaba a ocho mil piezas.
Virginia Betancourt hizo que las cosas sucedieran. En 1975 recibió una institución que sólo existía “nominalmente” y que contaba con 2.149.522 volúmenes; y en 1998 la dejó con una red nacional, una sede central de las más modernas de la región, un amplio servicio audiovisual, una heremoteca bien cuidada, numerosos convenios internacionales y 8.420.201 volúmenes. Pero así como toda esta institucionalización fue producto de la democracia y sus valores, la crisis del sistema y su colapso, le marcaron otro destino. Ya no hubo con quién negociar hacia arriba. A casi dos décadas y media de la salida de Virginia Betancourt de la dirección de la Biblioteca Nacional, todo indica que aquella institucionalización se detuvo, e incluso, en muchos aspectos retrocedió. Si no ha vuelto a ser una institución del todo “nominal”, se debe en gran medida a su legado, pero veinte años (y sobre todo estos veinte años vividos que ha vivido Venezuela) pueden ser muchos. Por eso es tan importante este libro: en sus páginas hallan los venezolanos actuales, sobre todo los más jóvenes que no conocieron aquello, la referencias de una forma de administrar con eficiencia la cosa pública, un repertorio de prácticas y valores que han de ser claves en la hora de la reconstrucción.
Es imposible terminar esta reseña sin un personal de reconocimiento a Virginia Betancourt, con quien el autor ha compartido tantas empresas intelectuales en la nueva etapa que siguió a su salida de la Biblioteca Nacional, tan activa y socialmente provechosa como siempre. Repasando sus ejecutorias, no puede menos que decir ¡gracias Virginia por todo lo hecho! Quien escribe pasó horas felices y fundamentales de su formación en distintas bibliotecas de Caracas. Durante sus años de adolescencia y formación universitaria encontró solaz, libros que devoró con interés y mucho material para estudiar e investigar. Recuerda con especial cariño a Jorge López Falcón, amoroso guía de la Sala Arcaya, cuya muerte aún nos estremece. Iván Drenikoff era amigo de mi papá por eso y un recuerdo entrañable de la infancia, con su conocimiento de casi todo. Arturo Álvarez de Armas es otro amigo y profesional extraordinario que encarna mucho de lo que hizo grande a la Biblioteca Nacional y de lo que la hará volver a florecer.
* El presente texto apareció inicialmente en Debates IESA, 16 de agosto de 2022.
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