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Populismo, Democracia y Globalización

Tomada de Política exterior

Jesús Mazzei

Populismo, Democracia y Globalización son temas de actualidad y que para mi persona están siempre sobre el tapete, todo luego de la lectura de un artículo del historiador español Jorge del Palacio, a raíz de una entrevista del destacado académico Francis Fukuyama sobre populismos y Democracia en la era de la globalización,  en la que afirmaba: “… creo que el auge del populismo es sólo un aspecto en la evolución de la democracia moderna. Pero no cuestiona nada seriamente”. Y, además, por las implicaciones geopolíticas de algunas elecciones, en el contexto europeo sobre todo como la reciente elección en Turquía, que presenta un escenario incierto de cara a la segunda vuelta del 28 de mayo, en la ratificación de una relación ambivalente con Occidente, cercana a Rusia y de la autocratización en ese país.

En efecto, el Populismo, es para algunos autores una teoría de análisis político, para otros, es un tipo de modelo particular y peculiar sea el caso latinoamericano, que tiene sus orígenes en los años 40. Ahora bien, esta categoría de análisis y modelo de desarrollo político tiene una serie de características: tienen en común un fuerte liderazgo carismático, busca crear y robustecer un orden socio-político altamente movilizador desde el punto de vista social, conciliador entre las políticas de acumulación y de distribución de los recursos estatales, que puede llegar, sea el caso, a la ruptura de la coalición populista, cuando esta se hace insostenible por escasez o pésima administración de recursos. Entre los neoliberales y de izquierda, se pueden ubicar partidos de esta identidad, dado que se dan en sociedades abiertas, pluralistas que producen este tipo particular no sólo de discurso político, sino de acción política concreta, así se puede ver en los casos de los Países Bajos, Francia, Alemania, España.  Más recientemente en Estados Unidos, con la llegada al gobierno de Donald Trump, cuya candidatura captó, desde afuera con un discurso rupturista, a la mayoría del electorado, en una amplia coalición con grandes sectores blancos desplazados del cambio industrial-tecnológico, geográficamente situados en el centro-este de los EE.UU. Hay otros casos como el de Jair Bolsonaro en Brasil.

El historiador Jorge del Palacio sostiene que  “…el éxito del populismo no se cifra solamente en su capacidad para ganar elecciones y penetrar en las instituciones. Al contrario, el populismo también vence cuando condiciona tanto la agenda política de un país, como la forma de hacer política de los partidos tradicionales. Normaliza la personalización de la política, el estado de movilización permanente, el decisionismo, los registros discursivos hiperbólicos y la polarización ideológica. Porque, en el fondo, el populismo no aspira sino a convertir la democracia en un espacio de deslegitimación política del adversario.

Por eso tenemos muy pocos motivos para la alegría ante la progresiva moralización de nuestra conversación política, donde ya sólo parece haber cabida para los buenos y los malos sin tacha: los santos. Y por ese camino se ha llegado al extremo irresponsable de normalizar un lenguaje maximalista, así como a banalizar conceptos como el totalitarismo, el fascismo, el comunismo y todo extremismo. El objetivo es parecer más democrático que el oponente ante

la opinión pública, aunque con ello se contribuya a la degradación de la convivencia y las instituciones…”.

 Aquí está el meollo de la situación y en eso los populistas han sido exitosos los últimos años. Los populistas necesitan las estructuras libres y plurales de la democracia para acceder al poder. Queda en un alto grado de la institucionalización de estructuras políticas, judiciales, económicas, culturales ser el canal de contención para su éxito y permanencia.

Es evidente que todas las sociedades deben velar por sus miembros más pobres y maximizar la movilidad social, sin dejar de recompensar el emprendedorismo y alentar a las personas para que se esfuercen en mejorar su suerte. Pero concentrarse en esas políticas no resolverá el distanciamiento entre la gente y los gobiernos que subyacen en el ascenso de los populistas, porque su causa raíz no es la desigualdad, sino la sensación de pérdida de control.

El populismo ha tenido desde sus inicios entre sus principales enemigos a la democracia representativa, el pluralismo y el compromiso, en particular la mediación de los partidos, los sindicatos y los órganos de representación frente a los que éste erige la personalidad providencial como intérprete de los anhelos del pueblo entendido como ente unitario y homogéneo. En el ámbito internacional el adversario es sobre todo la complejidad de la diplomacia, de los organismos internacionales y del derecho internacional y ya en el plano económico y comercial, la globalización. Es por eso que últimamente asistimos con excesiva frecuencia a la simplificación de los problemas y los conflictos internacionales, de naturaleza complejos, con la lógica binaria de amigo y enemigo, a la política de los hechos consumados y a la ley del más fuerte, sin dar cabida a la transacción, al compromiso ni a los términos medios.

En suma, conjugar la labor del técnico con la del político es difícil, gobernar es más intricado, complejo, es optar entre opciones, es saber qué se quiere, saber qué se puede y qué no se puede hacer, saber cuándo hay que hacerlo y finalmente, cómo hay que hacerlo, y en sociedades posindustriales de carácter democrático, es más complicado. El político debe tener iniciativa estratégica, pero con un sentido de las proporciones. Y esa es la función del político con vocación y de oficio en estos tiempos de globalización y auge del populismo sobre todo en los últimos 10 años.  Se ha puesto en juego un lenguaje político directo, simple y que interpreta a los sectores desplazados de la globalización. Y, entonces, se pone en acción en este tiempo de globalización, el surgimiento de políticos populistas, con implicaciones geopolíticas.

La geopolítica, sin duda, está en auge en esta era de líderes autoritarios, en pleno declive del multilateralismo y de la visión normativa de la escena global que parecía afirmarse en los 90, pero que se ha puesto en cuestión a inicios de este siglo. A ello se une una confusión discursiva que identifica erróneamente las relaciones internacionales o la geoestrategia con la geopolítica, una disciplina de pretendida naturaleza descriptiva, pero que preconiza una visión muy concreta del mundo y donde no hay margen para valores democráticos o derechos humanos. Como lo pregonan líderes como Erdogan, Trump, Bolsonaro, entre otros.

En ese sentido, una sociedad internacional globalizada en su faz o cara política como la actual, es compleja por el tipo de relaciones que se dan entre las diferentes dimensiones de la globalización y por otra parte, por la sofisticación de las mismas en su definición, por su interdependencia, por los múltiples factores de las nuevas relaciones espacio-tiempo, por el dominio creciente de lo que es reflejo de la acción social, que mantiene la incertidumbre sistemática tanto en el plano individual como en el colectivo, ya que esto afecta de antemano las posibilidades de anticipar intereses, necesidades y comportamientos y ha hecho posible el surgimiento de políticos populistas.

Por tal razón, la consideramos efectivamente un proceso multidimensional caracterizado por seis vertientes principales interrelacionadas: La militar; la económica con sus dos subdivisiones: la financiera y la comercial; la comunicacional/cultural; la científica/tecnológica; la ecológica/ambiental y la política. Y, en estos tiempos del auge del populismo en Europa y sus implicaciones geopolíticas, la interrelación populismo, democracia y globalización se refuerza. Vaya paradoja.

*Politólogo, diplomático jubilado. Candidato a doctor en Ciencias Políticas

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