Miguel Ángel Martínez Meucci – 7 de abril de 2017
Durante muchos años, aquello que se da en llamar “la comunidad internacional” tuvo la percepción de que lo que sucedía en Venezuela durante los últimos 15 años era, principalmente, un conflicto entre dos mitades de la población. Como suele suceder en estos casos, fueron muchos quienes optaron por elegir a su bando favorito. En dicha selección suelen operar sentimientos viscerales, prejuicios enquistados, ideologías racionalizadoras y cierta ligereza de juicios que emerge como consecuencia del desconocimiento profundo de la realidad particular del caso en cuestión. Incluso entre actores encargados de tareas de dirección política llegó a producirse este fenómeno, aunque por lo general en este nivel suelan predominar consideraciones de carácter más pragmático.
Tendió así a consolidarse la idea de que lo que pasaba en Venezuela era un choque entre una mayoría paupérrima, largamente desatendida por el Estado venezolano, y unas élites avaras y corrompidas “de derecha” que durante décadas se dedicaron al expolio de la nación. Al parecer, pocos sabían o recordaban que la democracia que comenzó a consolidarse en Venezuela a partir de 1958, de un muy marcado acento socialdemócrata, no sólo selló por muchos años el fin de una inestabilidad política crónica desde la Independencia y de la nefasta preeminencia de los hombres de armas, posibilitando así una convivencia cívica de la cual se beneficiaron tanto los venezolanos como múltiples emigrantes y exiliados de otros países, sino que también fue capaz de construir una notable infraestructura nacional y de garantizar a su población el acceso gratuito o fuertemente subsidiado a los cada vez más democratizados servicios de salud y educación.
Ciertamente, la democracia venezolana no estaba exenta de problemas, pero en absoluto se la podía considerar como el régimen de oprobio, segregación y miseria que la propaganda chavista lleva años empeñada en vender. No obstante, predominó esta versión, y después del Ché y de Fidel, después del experimento sandinista, una nueva generación creció albergando la idea de que el chavismo encarnaba la verdadera vía al socialismo y la justicia. La fuerza de ese mito fue suficiente para que muchos disculparan y pasaran por alto los evidentes atropellos, excesos e ilegalidades cometidos por los gobiernos de Chávez y Maduro; al fin y al cabo (se pensaba), si la violación de la ley venía respaldada por victorias electorales, algo debía estarse haciendo bien, algún tipo de justicia social debía estar teniendo lugar. Por extensión, la mayor parte de los gobiernos del mundo optó por comportarse de acuerdo con un criterio semejante: no parecía tener mucho sentido práctico la posibilidad de denunciar por sus tendencias antidemocráticas a un gobierno que ganaba elecciones, aunque violentara su propia Constitución con inusitada frecuencia. A lo sumo procedían algunas amonestaciones; nada que, de paso, entorpeciera el comercio con una economía petrolera y fuertemente importadora durante la mayor alza histórica de los precios del crudo.
Lamentablemente, ha tenido que llegar Venezuela al colmo de la miseria material, económica y social, así como el régimen imperante a un grado de prepotencia y criminalidad intolerables, para que la “opinión pública internacional” comience a cambiar. Sólo han saltado unánimemente las alarmas (al menos para la gran prensa internacional) cuando la situación del país en materia de homicidios, corrupción, libertad económica, quiebra de empresas, expropiaciones, mortalidad infantil, crimen organizado y violación de derechos humanos ha llegado a constituir un coctel explosivo e inocultable (y cuando la llegada descontrolada de venezolanos a otros países enciende ya muchas alarmas). Como consecuencia de ello, día a día, finalmente, la desgracia venezolana va siendo cada vez mejor comprendida como lo que fue desde un principio, a pesar de que el colosal clientelismo y los enceguecedores prejuicios e ideologías lograran disfrazarlo por más de una década: la irrupción de un caudillo populista y de una coalición política de vocación totalitaria que (como suelen hacer todos los demagogos), aprovechando un momento de crisis de la democracia, logró apoderarse del Estado y consolidar un sistema de control y expolio que ha comprometido seriamente todos los fundamentos de la convivencia civil en el país.
Si somos un poco más precisos veremos que incluso esta situación, evidente desde hace muchos meses, tampoco fue suficiente motivo para que, hace unos meses, la reacción internacional fuera más allá de un tímido llamado al diálogo a dos grupos de actores internos (régimen chavista y oposición política) entre los cuales existe la más profunda asimetría. Plantear un diálogo como el que es imprescindible para frenar la violencia entre dos grupos beligerantes tiene escaso sentido en el caso de, por un lado, un régimen autocrático represivo y generador de miseria, y por otro, una sociedad democrática y unos partidos políticos a los que se acusa de violentos cuando se atreven a reclamar sus derechos y protestar en las calles. Recordando a Desmond Tutu, esta imparcialidad no es sinónimo de justicia cuando lo que existe es una más o menos disimulada opresión dictatorial.
Quizás ahora, cuando los promotores internacionales de aquel “diálogo” falaz y aviesamente diseñado por los opresores ya no están, no lucen confiables o parecen en algún caso haberse retractado, y cuando la clara y decidida posición del uruguayo Luis Almagro, Secretario General de la Organización de Estados Americanos, logra obtener por fin un inédito respaldo hemisférico, podemos hablar de una presión internacional nunca antes vista sobre el régimen chavista y su permanente proyección autocrática. Aún es pronto para intentar hacer un balance y determinar el verdadero impacto de la maniobra internacional observada durante las últimas semanas; aún es pronto también para saber cómo responderá el chavismo, si cuenta aún con sólidos aliados externos (Cuba, Rusia, China, etc.) y si logrará (como lo ha hecho anteriormente en varias ocasiones) maniobrar y sobreponerse a esta desfavorable situación internacional. Pero lo que sí es posible señalar desde ya es que la oportunidad para el avance de las fuerzas democráticas está ahí, ha tenido ya un impacto innegable y no debe ser desaprovechada por quienes, a fin de cuentas, somos los principales interesados en el asunto.
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