Espacio plural

Los motivos del crimen contra la libertad: una lectura desde la categoría «banalidad del mal» de Hannah Arendt (y III)

Foto: Reuters.

Sócrates Ramírez

En torno a los victimarios de la resistencia cívica

Difícilmente pueda hallarse una palabra que exprese en todo su sentido la sensación personal ante la cruda desnudez de un régimen criminal. Este remoquete no es un producto sentimental. Un régimen de este tipo es aquel cuyas acciones obedecen más a un conjunto de procedimientos ilegales, a la práctica permanente del daño físico, y a la relación utilitaria con personas sin cuyas pequeñas acciones la maquinaria de maldad dirigida únicamente a conservar el poder no podría funcionar. En un régimen criminal la humanidad está suspendida.

Del conjunto de piezas que en medio de su creciente disposición ilegal usa el Gobierno venezolano para conservarse, y debido al impacto de sus acciones, me serviré de la actuación de las Fuerzas de Seguridad en el desarrollo de las recientes protestas, para apreciarlos a través de la categoría arendtiana de la «banalidad del mal» ya abordada en las dos entregas anteriores. Esta selección específica no quiere decir que otra serie de funcionarios, cuyo trabajo no implica necesariamente el uso de armas de fuego o el control de manifestaciones, se encuentren exentos de actuar bajo móviles similares.

Sólo algunos bordes de este concepto son útiles para leer y describir la actuación de la Fuerza Armada –militar y policial– ante la resistencia civil. Sin datos sobre el historial clínico de los represores, sin conocimiento individualizado sobre sus historias personales, sobre sus patologías o gustos, pero con el alcance que permiten cientos de imágenes y videos a través de los cuales podemos auscultar –no un relato sino su trabajo, aun por infame que sea– que quienes lo ejecutan son seres normales. No es una propensión enfermiza sino una serie de motivos corrientes los que aseguran su disposición a un emprendimiento criminal.

La correspondencia entre la juventud de los asesinados y la de sus victimarios, y en general la de los cuerpos represivos, no es casual. Aun cuando haya en medio de esta vorágine quien actúe criminalmente sin motivos especiales, creo, a contracorriente de lo postulado por Arendt, que en esta experiencia los motivos directos que relacionan al victimario con quien padece juegan un rol excepcional. A los represores, al mismo tiempo en que han sido sometidos a un deliberado proceso de simplificación humana que facilita su control a bajo costo, se les ha enseñado a odiar a sus víctimas. Cuando un uniformado lanza gas lacrimógeno saltándose todas las regulaciones de seguridad, cuando roba a los grupos civiles en desbandada, cuando usa proyectiles letales en el control de manifestaciones pacíficas, o cuando hiere o mata con la alevosía que ha quedado registrada, probablemente no hace otra cosa que resarcir un odio sentido y enseñado. Por ello no creo que el argumento de la obediencia debida de subalternos a superiores que orquestan con saña la represión sea, cual Eichmann, el móvil determinante de la acción de quien, literalmente, ejecuta en la calle.

Por exagerado que parezca, esta situación dista en dramatismo de la experiencia nazi. El régimen de Hitler organizó todo un sistema de mentiras cuyo propósito era mantener el control sobre la posible resistencia de víctimas y victimarios. Cada despojo a sus víctimas, incluso, el de la ropa en la antesala de la cámara de gas, lo convirtió en un acto de esperanza. El propósito era convencerlas de que cada embestida representaba la seguridad de una situación invariable, que ya no querían quitarle nada más. En torno a los victimarios, la mentira funcionaba a partir de la menuda compartimentación de las tareas criminales para que ningún destello de conciencia limitara el fin malicioso del gran acto. Debido a los traumas de los primeros ensayos genocidas, los nazis decidieron proteger a los suyos de una relación masiva con la muerte, poniendo en mano de los mismos deportados –los kapos– la fase final del Holocausto. Ese principio de «revestimiento» de la conciencia contra la resistencia de quien será oprimido y de quien oprimirá no forma parte del recetario de la maldad bolivariana. Poco importa que el oprimido cuente con datos sobre el cruento futuro que le espera, poco importa proteger al opresor de la elaboración espectacular de la muerte. El decisor sabe que, independientemente de los datos que aquél maneje, cuenta con él. A diferencia de los nazis, el Gobierno venezolano no se solaza en velar su propia maldad, sino en sobreexponerla.

Foto: Reuters.

En esta experiencia, al odio aprendido se suman lógicamente los motivos mundanos de la cooperación que Arendt muy bien percibió en el caso de Eichmann y que aquí aparecen de forma invariable hibridados con otros impulsos. Los sujetos como Eichmann, con una autopercepción miserable de sí, nidos de complejos, con una flaqueza para representarse el mundo a partir de un propio razonamiento, y por ello, presas permanente de frases hechas, lugares comunes y respuestas totales, tienen en un sistema de promoción descarnada de la maldad un lugar para llenar sus propias demandas humanas de satisfacción material, camaradería y reconocimiento. Si al estímulo deliberado de una atmósfera donde ese tipo de ser humano vive –«el hombre nuevo», quizá– sumamos la histórica experiencia doméstica de rechazo a la legalidad, además de cierta inclinación a la viveza, la rapacidad y el pillaje para adquirir beneficios y prebendas, los motivos de los represores y el contexto que los insufla es sumamente terrible.

En la maldad de estos días es harto difícil que el ejecutante argumente sus acciones en la obediencia a la ley o a la orden recibida, básicamente porque nuestra subjetividad aun percibe como algo exquisito tales razonamientos. En ausencia de ese referente de obediencia y cancelada toda posibilidad de sumisión al carisma desaparecido, es que debuta el odio aprendido como principal móvil de quien delinque. Los niveles de esta maldad no son producto de una masiva cancelación de la conciencia, o de la imposibilidad de pensar, o de imaginar. Si alguna relación guarda esta maldad con la tesis de Arendt es la posibilidad de existir gracias a una colaboración masiva de seres reducidos a sus propios apetitos. Pero a diferencia de su argumento, y de ahí su carácter aún más perverso, es que se trata de una colaboración a voluntad, a plena conciencia, en la que incluso queda tiempo para retratarse con orgullo.

Probablemente el principal sostén de un daño sistemático que se hace a plena conciencia sea el de la seguridad de una marcha perpetua de sus agentes frente al poder, la creencia de que aun cuando cierta historia les señale, el poder siempre les sonreirá. Pese a la voluntad de instaurar un Reich milenario, en este aspecto los nazis dejaron «protegidos» a sus propios sobrevivientes, quienes a coro decían: «Yo no sabía».

Para Arendt, los seres banales actúan porque no están impuestos de los productos de la trama en la que colaboran, porque en el fondo «no saben lo que hacen»; por eso el ímpetu para que un trabajo delimitado, sometido a la lógica de la mecanización o la burocracia, y estrictamente supervisado, sea de alta competencia y rendidores resultados. Por encima de la censura, los niveles de información y el tejido de actos y consecuencias que esta información puede brindar hacen imposible que en nuestra experiencia los operarios de una red criminal contra el ser humano puedan decir: «Yo sólo cumplía órdenes. Yo no sabía».

06 de septiembre de 2017

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