Pedro González Caro
29 de abril de 2019
LIBERTAD, es un concepto que se ha entendido y usado de muy diversas formas, desde los primeros pasos del hombre sobre la tierra hasta nuestros días. Más que un concepto, es un valor construido por la propia humanidad para que la sobreviva, y que nos ha acompañado desde siempre. La libertad es inherente al ser humano.
La idea estaba enraizada en los escritos de su santidad, el Papa Juan Pablo II, en los que muy acertadamente nos indica que la libertad es un don. Este regalo que Dios nos ha brindado no viene solo, viene acompañado con un aderezo que en algunas ocasiones no se da por bienvenido: la responsabilidad. En otras palabras, la libertad implica el nacimiento de un problema subyacente, se trata del uso mismo de la libertad.
Todo individuo es miembro de una comunidad y se debe a ella, por lo tanto está restringido por ella. El uso ético de la libertad es un compromiso más grande que la libertad misma. Esto entonces nos hace entrar en un dilema ético, si la libertad es un bien de la humanidad, que se ha logrado a costa de mucho sacrificio, es un derecho humano de los que pertenecen al llamado “núcleo duro”, por eso debe ser otorgada sin distingo de razas, credos u opiniones como puede ser restringida.
Es en este punto donde comienza a aparecer la responsabilidad, cada quien es libre y a la vez es responsable de su propia libertad. El dilema se resuelve si entendemos que se trata de una relación binaria indivisible, es decir, la libertad y la responsabilidad son una misma cosa, no puede existir la una sin la otra y es por eso que solo quien es responsable puede ser libre. Ese es el peso de la libertad, paradójicamente es muy liviano, más aún, en la medida que aumenta el peso de la responsabilidad.
Los actos humanos son libres y, como tales, comportan la responsabilidad del sujeto. El hombre quiere un determinado bien y se decide por él, por tanto, es responsable de su elección y de su comportamiento. En el mundo existe una aparente dualidad entre grupos e individualidades que ejercen la política sin ningún tipo de escrúpulo y con una fría percepción de la realidad, mientras otros la practican apegados a la moral, para “exorcizarla” de los males del poder. La elección de tomar uno u otro de los caminos es una decisión que toma el líder en el pleno ejercicio de su libertad, sin embargo, ha quedado claro que solo se tendrá libertad en la medida que el comportamiento sea probo y responsable, totalmente libre de influencias perniciosas y de la corrupción.
Nuevamente entramos en terrenos fangosos y dilemáticos. La falta de financiamiento público a las campañas favorece la aparición de tres cosas, 1) que los políticos estén desesperados por conseguir recursos, 2) que exista gente que cree que puede «comprar» políticos y 3) gente que cree que puede comprar el cargo porque tiene dinero.
La pregunta obligada entonces es: ¿Quién establece la norma que es moralmente aceptable? En la filosofía de Kant, el imperativo categórico significa un mandato moral interno, incondicional, la aspiración hacia la conducta moral, inherente a la naturaleza humana por toda eternidad y que guía la actuación de los hombres.
Según las exigencias del imperativo categórico, el hombre debe proceder de manera que la norma de su conducta (es decir, el principio supremo de su impulso interno) pueda ser considerada como una ley universal. Entonces esta ley, en el sentido primario, debe ser entendida como un conjunto de normas autoimpuestas, fundamentadas en los valores, entendidos como una característica irreal parecida al objeto ideal.
Los días que vive Venezuela en este aciago momento de su historia, son días en los que la gente clama por la libertad y, entonces vino a mi mente, una frase de J.F. Kennedy, en la que nos recuerda que “es la hora de una nueva generación de liderazgo”, siento que el clamor por la libertad es tan grande y poderoso como el clamor por el nuevo liderazgo.
¿Qué ha pasado?, ¿Por qué la gente ha perdido la fe y la esperanza en su liderazgo?, ¿Cómo los lideres dejaron que llegáramos hasta aquí?
En los Últimos 20 años en América Latina y especialmente en Venezuela la corrupción y el narcotráfico han permeado hasta los más elevados niveles, apoyados en la pérdida sustantiva de valores. Por otro lado el personalismo y los intereses individuales han privado y han marcado la línea de conducta de los líderes. Me surgió entonces la pregunta: ¿Es correcto hablar de liderazgo, cuando nos referimos a narcotraficantes y corruptos? El debate sobre el liderazgo es inevitable.
En este contexto, algunos autores piensan que hasta Pablo Escobar era un líder. El liderazgo no tiene que ver con la moral de los individuos sino con la relación con aquellos que les siguen y las razones por las cuales lo hacen. No se trata de si uno está de acuerdo o no con la forma de liderazgo, sino en la influencia que éste ejerce sobre un grupo de personas. Otros afirman que el liderazgo además se mide por la capacidad de influencia y persuasión que tenga una persona sobre otros, eso es válido en cualquier área de la vida. Es decir el liderazgo no tiene fundamento moral, sino única y exclusivamente un fundamento conductual directorio en el marco del logro de un objetivo.
Lo siento, pero en esta oportunidad tendré que disentir. El liderazgo es un constructo social en el cual, tanto líderes como seguidores tienen establecido un estereotipo que define las conductas esperadas, para que pueda ser considerado como líder. El comportamiento ajustado a la norma generalmente aceptada como una conducta recta, es lo que le brinda al líder la característica diferenciadora que lo convierte en tal y por tanto digno de seguir. El político que abandona este precepto, pierde la condición de líder automáticamente.
Los líderes tienen la responsabilidad ineludible de fortalecer las bases morales de la sociedad y usar estos preceptos como fuente de inspiración para sus seguidores. Partiendo de estos supuestos un político que abandone esta línea de conducta y privilegie el logro de objetivos ya sean colectivos o individuales fundado en una conducta moral y éticamente inaceptable, es un estafador.
Una democracia sana y solida está fundamentada en una actuación transparente de sus dirigentes políticos para garantizar que los ciudadanos tengan confianza en ellos, en el entendido de que privará en su conducta, la actitud moral. El rol de los políticos en una democracia no es solo el de participar en los procesos electorales para acceder al gobierno y conducir el Estado, sino el de actuar en el marco de los principios y valores que propugna la democracia, considerando que son vehículos para canalizar las demandas de la sociedad, teniendo como reglas la tolerancia y el respeto al adversario, para poder seguir siendo lideres y garantizar la libertad.
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